Temblorosa cojo el barrote y lo uso de bastón para
levantarme. Duele mucho. Me alejo renqueante hacia el lado opuesto de la sala.
Se me nubla la vista, veo sangre en el suelo. Es mía y hay bastante. El tipo se
levanta despacio pero parece más furioso que dolorido. Me busca y se relame con
una lengua agrietada y amarillenta. Me aferro al hierro como si fuera mi balsa
salvadora, con las dos manos, y contengo la respiración. Respirar entre jadeos,
como lo estaba haciendo, hace que me den punzadas agudas en la espalda. El
monstruo retuerce el cuelloy lo cruje de forma espantosa. Y corre hacia mí, apenas
son diez o doce pasos pero los recorre en la mitad y sin notar los chasquidos
de los cristales a sus pies. Y entorno los ojos y golpeo. En plena cara. Es
todo o nada. Se oye un fuerte crack, se ha roto la mandíbula y la parte donde
le hiero se le hende hacia dentro. Lo veo como en cámara lenta con toda la cara
deformada. Cae al suelo de lado, aulla y patalea rabioso. Es él o yo. Levanto
la barra y lo remato con un fuerte golpe seco en el torso. Pero de rematarlo
nada, sigue convulsionándose y mirándome embravecido. No puedo soportar esa
mirada. Chillo impotente, dolorida e histérica, y le incrusto la cabeza en el
suelo a garrotazos. Sigo gritando un rato más atacada con una llantina
descontrolada, trastornada. Está todo salpicado y asqueroso pero al menos sus
pies ya no sufren espasmos. Y miro al techo, a la gran bola, que me deslumbra.
Veo destellos al cerrar los ojos. Respiro con dificultad: Me toco la espalda
hasta donde llego y me arranco dos cristales. Creo que no tengo más. No quiero
hacer lo que se me ha ocurrido pero así no puedo seguir. Me acerco al cadáver
destrozado y le quito los zapatos. Están bastante maltratados y son demasiado
grandes para mí pero cualquier calzado es mejor que ir descalza. Parecen de
ejecutivo y tienen cordones, mejor así puedo ajustarlos al máximo. Me cuesta
acercarme para quitárselos, es repulsivo. Me sacudo los pies y me los pongo,
eso ya es un avance.
Voy al espacio donde estaba el tipo ese oculto. Es un cuarto
de unos dos por dos metros y oculta un maletín y otro cuadro con otro texto. En
este dice: “Si lees esto, sabrás que ya te queda menos para acabar. Sigue así,
no estás sola.” No estás sola, no estás sola. Pues ya me gustaría estarlo. Cabrones, grito
impotente. Nadie contesta, nada ocurre.
Reviso el maletín, dentro hay una caja de cerillas, gasas,
vendas y un bote de alcohol medicinal. No hay nada más en la pequeña
habitación, ni interruptor ni puerta ni salientes o relieves. Nada, lo reviso
bien. Utilizo algunas gasas y parte del alcohol para deinfectar los cortes y
uso la barra para retirar todos los cristales que pueda, a modo de escoba, y
los barro hacia el cuarto rojo, ahora vacío.
Me paro al centro de la habitación. ¿Y si tras todos los
cristales me encuentro con lo mismo? Dios mío, estoy en el infierno.
De pronto tengo una idea. Cojo las gasas sobrantes, salvo un
par de ellas que me guardo en el escote, mira por donde, y les hecho alcohol.
Dejo el tarro en el suelo a un lado y me acerco a otro de los cristales con las
cerillas encima. Le atizo con el lado opuesto al de las gasas, ya sin tanta
fuerza pero no se rompe. Pruebo con el de al lado y tampoco. Ya van tres
cristales duros. Me pongo frente al siguiente, tomo aire y golpeo con cuidado.
Se parte hacia dentro y yo salto hacia atrás. Como suponía, otra habitación
roja, ésta con una cama con dosel, recubierta con hermosas cortinas bordadas de
un blanco inmaculado. Es una cama ciertamente lujosa, grande y recargada con
los postes llenos de grabados que parecen hechos a mano, apropiada para un
dormitorio señorial. E incluso diría que es muy antigua o imita un estilo
propio de siglos atrás. Debido al entorno y a que ocupa todo el espacio
habitable, se ve totalmente inapropiada para el lugar. Las cortinas permaneces
echadas y no oigo nada ni veo el interior. Empuño la barra con fuerza y levanto
un poco la cortina para ver, preparada para lo peor.
En la cama hay acostada una niña de unos diez u once años,
sobre blancas sábanas de seda, o eso parecen, con el clásico uniforme de
colegiala. Junto a su cabeza, en la almohada, hay colocada una mochila escolar,
azul y no demasiado grande. Reposa relajada pero en una pose artificial,
estirada justo en el centro, boca arriba, con las piernas juntas, zapatos
aturquesados con hebillas plateadas, calcetines hasta la rodilla con una borla
colgando de un pequeño cordón en cada lateral y falda azulada con blusa
celeste. Lleva una especie de pajarita gris plateada y rebeca a juego,
correctamente abrochada bajo sus brazos cruzados sobre el pecho. Tiene las
ropas limpias, los zapatos brillantes y el pelo recién cepillado y colocado.
Parece viva pero su piel ostenta un feo tono gris verdoso y las uñas, aunque
retocadas, no ocultan su fondo amarillento y las tiene agrietadas y ajadas. Le
rozo la pierna desde abajo, pues el cabecero está en el lado opuesto y yo quedo
a los pies, pero no responde. Está muerta, estoy seguro de ello. No hace ruídos
propios de la respiración y su pecho ni se eleva ni se contrae. No quepo por
los lados y allí no parece haber nada destacable salvo la mochila. Tengo que
alcanzarla para ver si su contenido puede ayudarme a salir de aquel sitio o
darme alguna pista. Subo una rodilla a la cama, es bastante más alta de lo
normal, y luego otra, cada una a un lado de los pies de la pequeña, ensuciando
las sábanas. Me da repelús, es tan hermosa. Siento que estoy profanando un
espacio puro, que estoy perturbando su pacífico descanso. Así de cerca veo
mejor sus rasgos, está maquillada y perfumada y aun así hay un desagradable
olor de fondo que no logro identificar y que el perfume no logra camuflar del
todo. Algo como picante y rancio. Gateo un poco intentando no rozarla. Al
alcanzar la mochila estoy sobre ella, a cuatro patas, cara a cara.
Definitivamente ni se mueve ni respira, mejor para mí y lo siento por ella. Pobre
criatura, seguramente era otra víctima de aquellos sádicos. Alargo la mano
izquierda para coger la mochila y, al volver a mirar a la difunta, veo que me
mira con los ojos como platos. No ha movido nada y las pupilas son apenas dos
pequeños puntos negros. Retrocedo a gatas sin soltar la bolsa y sin perder el
contacto visual. Ella se mueve a mi velocidad, primero levantando la cabeza,
luego alzando el cuerpo hasta sentarse dejando caer las manos sin vida en el
regazo y sin hacer esfuerzo alguno al elevarse, como un robot. Su expresión no
cambia en ningún momento, no movió ni un músuclo más de lo imprescindible para
seguir mis movimientos.
Salto cama abajo, dejo suavemente la mochila junto a la
pared y recojo mi barra.
La chiquilla mueve las manos, impulsa el cuerpo y, senta
aún, se arrastra hacia mí hasta caer de pie a pocos pasos de mí. Me tiemblan
las rodillas y las manos. Estaba muerta. Dios santo, ¿a dónde había ido a
parar? Cojo las cerillas pero me es imposible encenderlas por los escalofríos
que recorren mi cuerpo. Estoy tiritando como si llevara horas dentro un
congelador industrial. Mi intención es encender mi improvisada barra-antorcha,
si se la podía llamar así. La niña no se mueve, no gesticula lo más mínimo, con
los brazos ahora caídos a los lado del cuerpo. Tras dos o tres intentos consigo
encender el fuego y su rostro inexpresivo cobra vida de repente. Comienza a
abrir la boca y a sisear, sacando la
lengua como las serpientes en una especie de lenguaje animal mientras gira
lentamente la cabeza hacia un hombro y luego al otro, una y otra vez. Me alejo
de rostro repugnante todo lo que puedo, y a su vez, ella se decide a caminar
hacia mí con los brazos extendidos. Articula las rodillas con dificultad. Estoy
aterrorizada, ¿qué es aquello? Dios, dame fuerzas. Comienzo a adelantar la
barra para azuzarle el fuego, no puedo permitirle acercarse. No puedo
retroceder más. No se mueve conr apidez pero no frena su avance, al contrario,
parece que toda su atención está en el fuego y sus ojos son apenas dos puntos negros
casi imperceptibles en una gran superficie blancuzca. Intento mover la barra
para los lados y acerco el fuego a su mano. Empieza a arder pero no se inmuta.
La tengo casi encima y no sé cómo frenarla. Sisea con más fuerza, no tiene
paletas pero sí colmillos y muelas. La lengua le chorrea una espesa saliva
verdinegra que le pringa la barbilla y la blusa. Y comienza seguidamente a
maullar con furia, con las manos a modo de garras.
La empujo con la antorcha y se le prende la ropa. Avanza
otro paso. No siente dolor alguno. La empujo con más violencia y cae al suelo
de rodillas, agarrándome el bajo del vestido y arañándome el muslo. Me hace un
corte sesgado de duele horrores, la piel se me arruga por los lados de la
herida y me dan punzadas. Cada punzada es una agonía. Creo que me ha inoculado
algún veneno, me arde la pierna y las venas se acentúan y me palpitan. Es
espantoso, grito y me agarro el muslo. Me encuentro mal y tengo mareos y
naúseas. Las manos me tiemblan y apenas puedo controlarlas. Como puedo, le
acerco la fogata y se le prende el pelo. Ya no es hermosa. Ahora suelta una
especie de graznidos ensordecedores. Cae de espaldas, con los brazos aún
estirados y robóticos, y a mí me está costando respirar, se me está nublando la
vista y me lloran los ojos con profusión. Tengo las pulsaciones a mil y sudo
mucho, quizás esto último sea bueno. Me estiro cuanto puedo y, con mis últimas
fuerzas, le incrusto la barra en el pecho por la parte del fuego, que cruje y
se contrae al quebrarse. Sigue moviéndose mucho, mucho rato mientras termina de
arder por completo hasta dejar limpio del hueso de carne. Y hasta entonces no
puedo respirar con normalidad. Me recuesto un rato a su lado sin energías casi
ni para continuar respirando. Poco a poco recupero la normalidad, al parecer al
destruirla también acabé con lo que me estaba carcomiendo por dentro. Una vez
calmada mi respiración me levanto, no sin esfuerzos, y me subo a la cama,
pisoteándola sin miramientos, en busca de otro mensaje en las paredes. Encuentro
uno idéntico al del cuarto anterior, no se han comido el coco demasiado. Voy
por la mochila, me siento en el poco espacio de suelo que queda medianamente
limpio y la abro. Encuentro una pistola. Lo que me faltaba. Y en el bolsillo
lateral hay dos balas gruesas.
Sólo me quedan dos cristales por comprobar, y por nada del
mundo deseaba enfrentarme a lo que hubiera al otro lado.
Yo no sé nada de armas. Sí sé que hay que quitarle el seguro
y sé por donde cargarlas pero jamás he tenido una en las manos.
Me decido a cargarla y la dejo en el suelo a mi lado. Estoy
ahora delante de mis dos últimas opciones. ¿Terminaría toda esa locura en algún
momento? Me vibra el párpado inferior de un ojo. Detesto cuando me pasa eso,
estoy nerviosísima, sucia, sudada y dolorida. Me planto frente al cristal que
queda a mi izquierda y golpeo con la barra que tiene ahora la punta chamuscada
y apesta a quemado pero ya no humea. No puedo usar el fuego de nuevo para
defenderme, ya no tengo material para otra antorcha, una pena, fue más que
útil.
El cristal al que le doy reverbera y se agita pero sigue
intacto. Ya sólo queda uno. No entiendo nada pero poco me queda por hacer.
Cargo con fuerza y vuelvo a desperdigar trozos del último cristal por toda la
zona. Y vuelvo a contemplar otra sala roja. Y vuelvo a ver un cartel enmarcado
al fondo. Y… nada más. ¿Se habría acabado todo? ¿Vendrían a sacarme de allí?
Noto una especie de corriente de aire cuando algo pesado y
grande cae sobre mí. Es una de esas monstruosidades, pero ésta es rápida y ágil
como ninguno de los anteriores lo fue. Me clava las uñas en la cabeza,
arrancándome un par de mechones de pelo al tirar con fuerza, y me clava sus
colmillos en la frente antes de que me suelte de nuevo y se agazape en el
techo, chillando como una rata al atacarme y quedándose en silencio tan pronto
como se oculta de mí. Gateo de espaldas para salir del cuarto y quitarme de
debajo pero no me da tiempo a recuperarme. Vuelve a saltar al ver que huyo,
chillando con más brío, sí que parece una rata ahora que me fijo, una rata
escuálida y agresiva con extremidades humanoides y piel belluda, todo peludo y
grisáceo. Tiene largas uñas de las menos diez centímetros, como zarpas, muy
duras y puntiagudas. Y su fuerza es sobrehumana para su pequeña estatura y complexión,
apenas un metro y cuarto, y es esquelético pero fibroso. Y muy esquivo. Y va a morir a palos como los
demás, me digo, porque mis balas están destinadas a piezas más codiciadas, al
menos uno me encantaría que fuera para ese chico tan “amable” que me metió en
ese lío. Saldría y lo mataría, vaya que sí. Salto hacia atrás y me salgo de la
habitación. No parece querer salir, tal vez le moleste la luz o se sienta
indefenso fuera.
Cojo el hierro, que está caído a mi lado, y me levanto. El
techo del cuarto queda en la penumbra y es un escondite perfecto. Le grito a la
cosa aquella, le grito de todo con todas mis fuerzas, adelantándome de nuevo y
utilizando la barra para intentar ensaltarlo pero voy a ciegas y cae sobre mí
de nuevo. Forcejeamos, golpeándonos contra las paredes e hiriéndonos cuanto
podemos. Es endiabladamente fuerte y yo estoy agotada. Lo que más me enfurece
es el cabezazo que me dá en la frente ya lastimada, incluso me deja atontada
por un instante. Eso me llena de rabia, grito hasta lastimarme la garganta y le
meto los dedos en los ojos hasta hundírselos hasta el fondo. Intenta alejarse y
saltar al techo, berreando como loco, pero lo tengo trinchado por las cuencas
oculares, y aunque me cae un fluido negro pegajoso por la cara, el cuello e incluso
en la boca, me da igual, este cabrón no se me escapa. Está ido, brama colérico,
se retuerce y me aplasta las costillas rugiendo de dolor. Y yo río como poseída
y eso me infunde nuevas energías para apretar aún más. Por último, le agarro la
cabeza con las dos manos y se la volteo hasta partirle el cuello. Resuello
cuando lo arrojo lejos de mí y grito con alegría, y lloro de felicidad. Me
duelen las costillas por el esfuerzo, la criatura me ha arañado, mordido,
pisoteado, de todo, pero yo sigo viva y esa cosa no. Me retuerzo de la risa.
Estoy eufórica, embriagada por la victoria y por la adrenalina.
Me levanto. Venga, ¿ahora qué? Mamones, ¿eso es todo lo que
tenéis? Así clamo mi triunfo, a gritos. En esos momentos sería capaz de comerme
el mundo.
Avanzo a trompicones y me coloco en el centro de la sala
principal. Amartillo el arma y apunto la puerta, esperanzada. Pasa un minuto
tras otros y otros más, y nadie acude a sacarme. Quedan tres cristales y no
puedo romperlos. No saldría de allí. Nunca. Pero tengo dos balas, dos balas.
Espero un poco más pero nada.
Ahora lloro de rabia, de impotencia. ¿He sobrevivido para
nada? ¿Quedaba alguna sorpresa más? ¿Sería esa sorpresa que tenía que morir de
hambre y sed, sola y abandonada? Quería mi venganza, joder, me la había ganado.
Y quería salir de una vez, incluso fantaseo con guardarle a mi querido novio
una de ellas y encajársela en el plexo solar, por hijo de puta.
Nada, todo seguía en silencio, sin cambios. Miro el techo y
a los lados. Tras uno de los cristales creo ver un destello. Me acerco, pego la
cara pero no veo nada. Y no lo pienso más.
Apoyo el arma en el cristal y disparo a bocajarro. Noto el
retroceso y me lastimo la mano por ponerla en la culata cerca del gatillo.
Tengo un par de dedos negruzcos y me he despellejado la piel, quema pero es
soportable. Retiro el arma y veo justo lo que quiero ver. Sonrío. Hay una
grieta, la bala ha roto el cristal, no es tan resistente. Apoyo la pistola en
la rotura y disparo de nuevo. Aullo de dolor al disparar, me he hecho polvo la
mano. Pero el cristal se ha roto. Tiro el arma ya inservible. Cojo la barra y
golpeo, rabiosa, una y otra vez en el sitio ya quebrado, hasta que se acaba
rompiendo. Es un cristal grueso. Estalla en mil pedazos sin miramientos. Detrás
hay, como no, otra habitación como las anteriores. Y está ocupada, también como
las anteriores. Pero quien está al otro lado no es una criatura monstruosa como
las anteriores y, sin embargo, es más vil y dantesco para mí que todos los
anteriores juntos. Es un tipo de aspecto normal que intenta subirse los
pantalones y salir corriento. Tras él hay una puerta, por fín una posible
salida, y al centro hay un sillón acolchado y, junto a él, una mesa tipo mesita
de té con ruedas, con aperitivos y bebidas. Y a un lateral hay una máquina de
monedas. Yo era el espectáculo y el tipo estaba disfrutando de él. Se excitaba
con ello, se masturbaba con la visión de mis heridas y mi sufrimiento. Le
gustaba mi dolor, mi terror. Pagaba por verlo.
Sonrío con malicia y empuño una vez más mi barra de hierro,
mi querida aliada en tan terribles momentos. La levanto y la lanzo hacia la
parte posterior de las rodillas. No tiene tiempo para abrir la puerta y cae al
suelo, sollozante, suplicando perdón y no sé que dice que ni me entero ni me
interesa. Siento retumbar en mis brazos el golpe que le propino y con el que le
fracturo las piernas. Ahora me toca jugar a mí, y me voy a divertir de lo
lindo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario