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sábado, 13 de abril de 2013

Relato Zombie: Maldita suerte la mía



Voy por la Alameda. La Alameda, como la llamamos los gaditanos, es un largo paseo limitado en todo un lateral por un elevado barandal de piedra y, abajo al fondo, tras una caída de bastantes metros, queda el mar. No hay playa ni manera cómoda de bajar, aunque me consta que sí la hubo en una sección de ella, pero ya sólo quedan algunas piedras que sobresalen con la marea baja, para recordarnos su ubicación. Su nombre completo es Alameda Apodaca, y está flanqueada al otro lado por jardines, fuentes, bancos de piedra e incluso al final se puede disfrutar de un hermoso parque con atracciones infantiles, patos, constucción rocosa con cascada y hasta un teatro al aire libre que en estos momentos está en plena reconstrucción.
Pues, como he dicho, voy paseando por allí a la caída de la tarde, más bien ya oscurecido, lamentando mi desdicha. Camino sola, pero la soledad que me duele no es la física sino la de mi alma quebrada. El dolor de la pérdida que ni había adivinado ni lograba asimilar. Mi novio, después de una relación extralarga, después de tanta afinidad, tanto sentimiento y tanta firmeza, me había roto en pedacitos y, ante mi mirada atónita, todos ellos habían volado y se habían alejado en el aire fuera de mi alcance. Todavía espero que salga alguún trozo a mi encuentro. Qué ironía, llevo cuatro días con el móvil pegado a la piel, desesperada porque sonara pero incapaz de utilizarlo yo misma para hacerlo funcionar. La rotundidad de sus ya nulos sentimientos fue tal, su firmeza en la voz y esa mirada oculta tras las gafas de Sol. No fue capaz ni de mirarme a los ojos.
Sigo paseando, cabizbaja. Oigo pasos acelerados detrás, acercándose con rapidez. Se me acelera el corazón e imagino imposibles. Giro tarde, mientras un tipo se abalanza sobre mí, tira de mi bolso y sigue al mismo ritmo, internándose entre los árboles, a mi izquierda. Una vez logro sobreponerme y darme cuenta de lo ocurrido, grito y sin pensarlo, voy detrás vociferando insultos. Ni que decir tiene que jamás hubiera soñado con alcanzarlo, nunca he sido muy atlética ni muy veloz. Le chillo improperios, llamándole cabrón entre otras sutilezas. Allí no hay nadie que pueda acudir a socorrerme, es invierno y a esas horas combate demasiado el viento por esa zona. Sigo oyendo los pasos alejándose hasta que el silencio y la soledad vuelven a apoderarse del lugar y me siento más miserable que nunca. Mi suerte no es mala, es negasta.
Paro, jadeante. Ya ha pasado todo y he perdido dinero, carnets y todo lo que llevara. Me siento fatal, violada en cierto modo. Una extraña pena me abarca y me pongo a sollozar, sentándome en el suelo de losas blancas y negras. Y mi llanto pasa a la risa histérica, a risotadas nerviosas. Maldita suerte la mía. Río a carcajadas ahora, convulsionándome. Y entre histeria y autocompadecimiento, oigo el alarido más estremecedor que he escuchado nunca. Proviene de más adelante, de cerca de la Iglesia del Carmen. Pienso en el ladrón atacando a otra persona indefensa. Corro temblorosa. Algo malo pasa, nadie grita así por un simple tirón de bolso. Llego hasta una fuente rodeada de angelitos, y las farolas iluminan el escenario más macabro que jamás han visto mis ojos.
Dos personas, por llamarlas de alguna manera, se muestran ante mí: el ladrón y otro tipo delgadísimo, como jorobado, con los brazos semialzados y las manos en forma de garras. El tipo que se llevó mi bolso yace con la mitad superior del cuerpo dentro de la fuente, que es pequeña y poco profunda, y las piernas fuera de ella, en una posición incómoda y antinatural, fracturadas por varias partes, parecen las láminas desplegadas de un acordeón. Y los brazos no aparentan mejor aspecto, extendidos paralelos al cuerpo pero deformados. La cabeza flota ladeada hasta dar casi media vuelta, y me mira con una espantosa mueca de horror, sin vida. Del cuello mana sangre con profusión, el agua toda roja, de una gran herida en forma de mordisco.
Y el otro hombre permanece inmóvil, con la cara ensangrentada. Reculo un poco, asustada por aquel brillo de ojos, amarillentos bajo la luz artificial y escasa del entorno. No lleva ropas sino varios arapos andrajosos superpuestos, los pies descalzos ennegrecidos e hinchados, y la cabellera le cuelga, rebosante de agua correosa, sobre una pequeña cara chupada. 
Es monstruoso, feo, y su mirada es fría y atroz. No parece humano. Me mira con fiereza pero no avanza hacia mí, al contrario, se da la vuelta no sin antes abrir la boca pastosa, estrechar los ojos y contraerse, exponiendo sus dientes negruzcos y afilados. Me suelta un bramido tremebundo, mezcla de lamento y gruñido nasal, atronador, que me hace saltar las lágrimas y nublar mi vista, y sale corriendo hacia la balaustrada. Sin aminorar la velocidad, salta  con una agilidad que se diría impropia en un individuo de aspecto tan demacrado y enclenque, y el silencio vuelve, más opresivo que nunca, a inundar el lugar.
Me apresuro a asomarme por donde había saltado pero no veo nada, sólo las luces en la distancia de otras tierras que permanecen inmutables, a lo lejos, con sus casas, sus coches y sus vida ajenas a ese desastre. Creo vislumbrar un destello allá abajo, al final de la muralla, como un gran cangrejo descendiendo con gracilidad por la pared rugosa. Si pudiera creer en lo ocurrido, sin duda pensaría que aquello había descendido por la pared sin el mejor esfuerzo, con movimientos animales. Pero un ser humano no podría moverse así, entoces ¿qué era esa cosa? Estremecida, cojo mi bolso que permanece revoleado a escasa distancia de donde yace la víctima destrozada, y corro a casa, esta vez corro como nunca jamás he corrido, riendo de verdad y agradeciendo mi buena suerte por sobrevivir a aquella noche infernal. Quizás mi ángel de la guarda acudiera a socorrerme.

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