Voy por la Alameda. La Alameda, como la llamamos los
gaditanos, es un largo paseo limitado en todo un lateral por un elevado
barandal de piedra y, abajo al fondo, tras una caída de bastantes metros, queda
el mar. No hay playa ni manera cómoda de bajar, aunque me consta que sí la hubo
en una sección de ella, pero ya sólo quedan algunas piedras que sobresalen con
la marea baja, para recordarnos su ubicación. Su nombre completo es Alameda
Apodaca, y está flanqueada al otro lado por jardines, fuentes, bancos de piedra
e incluso al final se puede disfrutar de un hermoso parque con atracciones
infantiles, patos, constucción rocosa con cascada y hasta un teatro al aire
libre que en estos momentos está en plena reconstrucción.
Pues, como he dicho, voy paseando por allí a la caída de la
tarde, más bien ya oscurecido, lamentando mi desdicha. Camino sola, pero la
soledad que me duele no es la física sino la de mi alma quebrada. El dolor de
la pérdida que ni había adivinado ni lograba asimilar. Mi novio, después de una
relación extralarga, después de tanta afinidad, tanto sentimiento y tanta
firmeza, me había roto en pedacitos y, ante mi mirada atónita, todos ellos
habían volado y se habían alejado en el aire fuera de mi alcance. Todavía
espero que salga alguún trozo a mi encuentro. Qué ironía, llevo cuatro días con
el móvil pegado a la piel, desesperada porque sonara pero incapaz de utilizarlo
yo misma para hacerlo funcionar. La rotundidad de sus ya nulos sentimientos fue
tal, su firmeza en la voz y esa mirada oculta tras las gafas de Sol. No fue
capaz ni de mirarme a los ojos.
Sigo paseando, cabizbaja. Oigo pasos acelerados detrás,
acercándose con rapidez. Se me acelera el corazón e imagino imposibles. Giro
tarde, mientras un tipo se abalanza sobre mí, tira de mi bolso y sigue al mismo
ritmo, internándose entre los árboles, a mi izquierda. Una vez logro
sobreponerme y darme cuenta de lo ocurrido, grito y sin pensarlo, voy detrás vociferando
insultos. Ni que decir tiene que jamás hubiera soñado con alcanzarlo, nunca he
sido muy atlética ni muy veloz. Le chillo improperios, llamándole cabrón entre
otras sutilezas. Allí no hay nadie que pueda acudir a socorrerme, es invierno y
a esas horas combate demasiado el viento por esa zona. Sigo oyendo los pasos
alejándose hasta que el silencio y la soledad vuelven a apoderarse del lugar y
me siento más miserable que nunca. Mi suerte no es mala, es negasta.
Paro, jadeante. Ya ha pasado todo y he perdido dinero,
carnets y todo lo que llevara. Me siento fatal, violada en cierto modo. Una
extraña pena me abarca y me pongo a sollozar, sentándome en el suelo de losas
blancas y negras. Y mi llanto pasa a la risa histérica, a risotadas nerviosas.
Maldita suerte la mía. Río a carcajadas ahora, convulsionándome. Y entre
histeria y autocompadecimiento, oigo el alarido más estremecedor que he
escuchado nunca. Proviene de más adelante, de cerca de la Iglesia del Carmen.
Pienso en el ladrón atacando a otra persona indefensa. Corro temblorosa. Algo
malo pasa, nadie grita así por un simple tirón de bolso. Llego hasta una fuente
rodeada de angelitos, y las farolas iluminan el escenario más macabro que jamás
han visto mis ojos.
Dos personas, por llamarlas de alguna manera, se muestran
ante mí: el ladrón y otro tipo delgadísimo, como jorobado, con los brazos
semialzados y las manos en forma de garras. El tipo que se llevó mi bolso yace
con la mitad superior del cuerpo dentro de la fuente, que es pequeña y poco
profunda, y las piernas fuera de ella, en una posición incómoda y antinatural,
fracturadas por varias partes, parecen las láminas desplegadas de un acordeón.
Y los brazos no aparentan mejor aspecto, extendidos paralelos al cuerpo pero
deformados. La cabeza flota ladeada hasta dar casi media vuelta, y me mira con
una espantosa mueca de horror, sin vida. Del cuello mana sangre con profusión,
el agua toda roja, de una gran herida en forma de mordisco.
Y el otro hombre permanece inmóvil, con la cara
ensangrentada. Reculo un poco, asustada por aquel brillo de ojos, amarillentos
bajo la luz artificial y escasa del entorno. No lleva ropas sino varios arapos
andrajosos superpuestos, los pies descalzos ennegrecidos e hinchados, y la
cabellera le cuelga, rebosante de agua correosa, sobre una pequeña cara
chupada.
Es monstruoso, feo, y su mirada es fría y atroz. No parece
humano. Me mira con fiereza pero no avanza hacia mí, al contrario, se da la
vuelta no sin antes abrir la boca pastosa, estrechar los ojos y contraerse,
exponiendo sus dientes negruzcos y afilados. Me suelta un bramido tremebundo,
mezcla de lamento y gruñido nasal, atronador, que me hace saltar las lágrimas y
nublar mi vista, y sale corriendo hacia la balaustrada. Sin aminorar la
velocidad, salta con una agilidad que se
diría impropia en un individuo de aspecto tan demacrado y enclenque, y el silencio
vuelve, más opresivo que nunca, a inundar el lugar.
Me apresuro a asomarme por donde había saltado pero no veo
nada, sólo las luces en la distancia de otras tierras que permanecen
inmutables, a lo lejos, con sus casas, sus coches y sus vida ajenas a ese
desastre. Creo vislumbrar un destello allá abajo, al final de la muralla, como
un gran cangrejo descendiendo con gracilidad por la pared rugosa. Si pudiera
creer en lo ocurrido, sin duda pensaría que aquello había descendido por la
pared sin el mejor esfuerzo, con movimientos animales. Pero un ser humano no
podría moverse así, entoces ¿qué era esa cosa? Estremecida, cojo mi bolso que
permanece revoleado a escasa distancia de donde yace la víctima destrozada, y
corro a casa, esta vez corro como nunca jamás he corrido, riendo de verdad y
agradeciendo mi buena suerte por sobrevivir a aquella noche infernal. Quizás mi
ángel de la guarda acudiera a socorrerme.
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