Viajábamos por un camino rural de tierra y barro a mucha
velocidad, apenas veía a los árboles que custodiaban el sendero en su aparecer
y desaparecer. La vieja furgoneta ebro-siata 850, en sus tiempos blanca con una
línea horizontal central azul, traqueteaba quejumbrosa, renqueando como un
viejo asmático corriendo una maratón.
- Dani, frena. Ya estoy mejor. Nos vamos a matar. Por favor,
vé un poco más despacio. Ya pasó.- Le decía a mi marido que sudaba con
profusión.
- De eso nada, nena. No te preocupes. Llegaremos bien.- Dani
jadeaba. Si la que tenía que jadear era yo, joder. Pobrecillo.
Continuamos unos minutos. Notaba que aceleraba cada vez más,
deseoso de incorporarse a la autovía. La furgoneta agonizaba, acabaría quemando
el motor del vehículo antes de llegar.
- Dani, de verdad. Tengo miedo y eso me hace mal. Deja de
forzar a esta tostadora, que lo mismo te la cargas antes de llegar.- Insistí,
temblorosa. Me dolía todo pero estaba más relajada. Las punzadas habían
remitido, y sin embargo aquel incómodo avance a trompicones y el continuo
balanceo no contribuían a mi bienestar.
- ¿Va todo bien? ¿Notas algo raro?- Me dijo. Estaba
enrojecido y sofocado. Conducía apretando el volante con demasiada violencia,
en tensión. Le puse la mano sobre la suya más cercana para que redujera y se
tranquilizase un poco. Tuvo el efecto que deseaba. Me miró y me sonrió mientras
aflojaba la tensión mantenida. Menos mal.
- Todo va bien, de verdad. Mira, ahí está ya la
incorporación a la carretera. Nos faltan sólo unos minutos, tenemos tiempo.
El Hospital Central Universitario Rodríguez Osorio, llamado
comúnmente El Hospital CURO, se encontraba a la entrada de la ciudad, y nuestra
casa distaba unos treinta y cinco kilómetros de él, por lo que toda urgencia
podía convertirse en tragedia si no se pisaba el acelerador. Y las ambulancias
no llegaban hasta nuestro hogar por culpa de los caminos ruinosos, menos aún
para éstas pesquisas.
Dani redujo al coger una curva cerrada en forma de S que
precedía al carril de aceleración, y entró a toda leche al carril principal
precedente. De hecho, nos adentrábamos en una amplia carretera asfaltada con
tres carriles para cada dirección de reciente construcción, y apenas estaban
concurridos a esas horas de la madrugada, no eran ni las siete de la mañana.
Ya casi estábamos. Me sentía fatal, estaba aterrada. La
noche había sido espantosa y no sabía si tendría fuerzas para lo que me
esperaba. No quería más muertes en la familia, no podría soportar otra
desgracia.
Inmersa como estaba en mis pensamientos agoreros, no me
había dado cuenta hasta ese momento pero ya se veían los grandes ventanales y
la vasta estructura en forma de ángel con alas, como yo la imaginaba, del
hospital. Pensaba en un ángel alado porque, desde el cielo, debía verse con dos
secciones laterales a cada lado, las bandas traseras formarían un bloque recto
horizontal, y esas eran mis alas, y otras dos ramificaciones laterales curvas
anteriores, que yo comparaba con sus brazos, acogedores y abiertos para recibir
y bendecir a los enfermos.
Dani maniobró ya más tranquilo, saliéndose del carril a la
derecha e introduciéndose por el camino lateral hacia la entrada de urgencias
del edificio, antecedida por un enorme espacio abierto utilizado como
aparcamiento. Tocó varias veces el claxon para solicitar paso a unos coches que
maniobraban con parsimonia y logró llegar hasta donde aparcaban las
ambulancias. Al llegar aparcó de cualquier manera, mejor diría que pasó allí en
medio sin contemplaciones,bajó del coche dando un portazo al salir que casi
desmonta la estructura y, para finalizar, entró corriendo como alma que huye
del diablo.
Ya empezaba a padecer temblores y calambres de nuevo. El
dolor se extendía por el abdomen al bajo vientre con una cadencia rítmica
aunque frenética. Dios mío, que todo salga bien.
Dani salía ya, con dos celadores y una camilla entre ellos.
Gesticulaba acelerado. Veremos si al que le va a dar algo es a él, pensé
divertida entre jadeos y resoplidos. Abrió la puerta y me agarró del brazo. Sus
manos resbalaban, estaban calientes y sudorosas pero me sujetaba con
determinación. Pobre Dani. No deberíamos haber pasado por esto de nuevo.
Bajé con cuidado pero con prisas. Me ayudaron los tres a
subir a la camilla casi cogiéndome en volandas. La postura era incómoda, los
riñones los tenía destrozados y tenía agujetas en las zonas de los muslos y de
las caderas por el esfuerzo. Me hicieron muchas preguntas. Tuve que hablarles
con desgana de mis tres abortos anteriores involuntarios. Me dolía el pecho
cada vez que pensaba en que ahora podíamos ser familia numerosa y en que mi
vida y la de mi bebé no nato aún estaban en grave peligro. Incumplir las
indicaciones del doctor respecto a que tres abortos eran que más suficiente
castigo para mi cuerpo y que podría trar graves consecuencias me terminaba de
cortar la respiración. Estaba aterrada.
Y todo eso mientras me llevaban a una sala con otra camilla
junto a la mía, separada por una cortina extendida, así que no veía a la
persona que gruñía y jadeaba al otro lado, debía estar muy enferma o herida.
Comencé a contabilizar los calambres y a respirar con
fuerza, concentrándome en el compás. El enfermo de al lado se quedó callado,
demasiado callado, me dio mala impresión ¿y si tenía un ataque de asma o algo y
no podía respirar?
- ¿Hola? – dije en voz alta. – Hola. Estoy aquí, tras la
cortina.- Inhalaba y exhalaba con nerviosismo, otra contracción. - ¿Se
encuentra bien? – Apreté los dientes, duele joder. Cómo duele esto.
Busqué en la cabecera de la cama y a los lados. Increíble,
habían dejado la camilla demasiado lejos y no alcanzaba el timbre de llamada de
emergencia. Vaya suerte la mía. Me estiré pero nada. No quería hacerme daño,
cuanto menos me moviera mejor.
- ¡Eh!- Grité, hacia la puerta. – A este paciente le pasa
algo.- Me contraije de dolor al decir aquello. Mejor no grito más. Vale, vale,
chico, tranquilizate. Ya queda menos. Vivo estaba, eso seguro, y retorciéndose
como loco. Parecía desesperado por salir. Era insoportable. Seguía preocupada,
seguía sin oir nada en el otro lado de la cortina.
Alargué el brazo intentando no forzar la postura ni mover el
torso. A ver si se iba a volcar la camilla y la terminaba de cagar. Escuché un
ruído fuerte, seco, al otro lado. Me estiré un poco más, al límite de la
comodidad, ya casi podía agarrar la tela con los dedos. Ya la tenía. Tiré con
fuerza hacia mí y ví lo que había detrás con claridad. No podía descorrerla
desde esa posición así que procuré que no se me escurriera.
Ahora podía ver un espacio similar al que yo ocupaba. Sobre
la camilla, entre sábanas, yacía una señora oronda, bastante corpulenta, que
intentaba respirar con desesperación. Y digo intentaba porque elevaba el torso
en un grandísimo esfuerzo por capturar aire, la boca abierto boqueando y las
manos alzadas en un amago de agarrar algo invisible. Era mayor, con el pelo
canoso enredado en un moño alto ya desmadejado. Llevaba un camisón beige con
bordados rosas y una fina tela le cubría el cuerpo hasta ocultar sin éxito su
gran estómago protuberante. En el suelo reposaban unas zapatillas coloridas y
dadas de sí por el centro.
Estaba luchando por sobrevivir sin demasiado éxito. Tenía
que hacer algo.
- ¡Eh! ¡Ayuda! Esta señora se ahoga. Señora, tranquilícese y
procure tomar aire. ¡Que venga alguien, por Dios!- Chillaba hacia la entrada,
rezando porque alguien me oyera y acudiera a ayudarme. ¿Dónde coño estaba Dani?
La señora, con un enorme espasmo que la hizo estremecer,
acabó sentándose en la camilla con brusquedad. Abrió los ojos del todo mirando
al techo, pugnando por alcanzarlo con los brazos, dio una última bocanada vacía
y cayó hacia atrás, revotando y haciendo crujir la camilla de modo peligroso.
- ¿Señora? ¡Señora! Por favor, esta mujer se muere. ¡Ayuda!
– Pero nada, y yo sin poder moverme. No iba a provocarme otro aborto. Estaba
asustada. Tiré aún más de la cortina, que ya ni recordaba que seguía sujetando,
hasta arrancar una parte del enganche en la estructura de metal que la mantenía
enrollable. Me sentía cansada, impotente, aterrorizada. Pobre señora. Me
ascendió una oleada de calor ácido hasta la garganta con un fondo de sabor
amargo.
Denunciaría al hospital. Se iban a cagar, joder.
La mujer sufrió otro calambre. ¿Seguía viva? Y otro aún
mayor, parecía Linda Blair en el papel de poseída de la película del Exorcista,
aunque el sobrepeso le limitaba las sacudidas. Daba miedo. Eran tan brutales,
no sabía si la camilla podría soportar muchos más golpes de ese modo. Y otro más.
Casi se elevaba y separaba el cuerpo entero. Si la hubieran sometido a
electroshock por sus extremidades no se retorcería tanto.
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