Debía dolerle horrores. Se contraían todos los músculos de
su cuerpo a la vez, como una de esas películas de posesión demoníaca donde la
víctima se retorcía y saltaba en la cama, convulsa.
Otro más. Y silencio. Se había quedado rígida. No podía negar que comencé a respirar algo mejor cuando se quedó quieta aunque me costaba hacer
bajar la saliva por la garganta. Hasta se me habían pasado las contracciones
del susto.
La miré. Esperaba que abriera los ojos pero su pecho no se
movía. Había muerto. No la conocía y aún así me dolía verla así, sola y sin
consuelo. Lo mismo había algún familiar suyo por ahí fuera sin saber nada de lo
ocurrido. Y Dani, si hubiera venido a tiempo…
Y ocurrió lo que me pareció un milagro. Abrió los ojos. No
me lo podía creer, no era posible.
- ¿Señora? ¿Señora, dígame algo!- Estiré la mano hacia ella,
deseando que me mirara, que me dijera que estaba bien, que no me preocupara.
Pero no hablaba. Tenía los ojos enrojecidos y la mirada perdida enalgún punto
del techo blanco y homogéneo.
- Señora, ¿está mejor? – Y en cuanto dije eso, me arrepentí.
Giró la cabeza con un crugido inhumano y me estudió con una expresión colérica,
rabiosa. Me dio pavor. La mujer se tenía que haber roto el cuello al moverlo
así. Ese chasquido no había sido natural ni mucho menos saludable. De hecho,
saludable era lo contrario a lo que me inspiraba su color de piel y su mirada,
lejana y abrasadora a la vez.
Volvió a enderezarse sin esfuerzo. Su peso contrastaba con
la gracilidad de sus movimientos. Se deslizó de la cama sin preocuparse por la
sábana enrededada entre sus piernas y sin apartar sus ojos ardientes de mí.
Algo, ese sexto sentido oculto que se dice que tenemos, me instaba a huir. A
esa tía le pasaba algo y no me estaba gustnado que se levantara. Pero era yo la
que no podía levantarme, peligraba mi bebé, que había empezado a reptar por la
bolsa amniótica provocándome nuevos dolores. Maldita sea, ahora no era el
momento.
Sentí una explosión en mi interior y escuché un grito. El
grito era mío, un quejumbriso maullido que me salió de los pulmones y me dejó
sin aire. Y la explosión también era mía, un líquido pringoso, frío, me corría
por el interior de los muslos. Había roto aguas.
Y tenía a una señora enorme de pie, mirándome como loca, con
una extraña sonrisa torcida. Yo apenas podía respitar. Esa mujer estaba allí
como si fuera una exhibición de circo. Me agarré a los laterales de la camilla
y elevé un poco la parte superior del cuerpo. Mi hijo iba a salir ya.
La mujer estiró la mano y terminó de acercarse. Intenté
empujar, el bebé luchaba por salir, tenía todo el bajo vientre adormecido y
acalambrado. Y yo que quería la anestesia epidural para pasar con alivio el
mejor momento. Para colmo, no tenía ni médico ni asistencia. ¿Dónde estaba todo
el mundo? Me puso una mano de dedos redordetes y largas uñas ennegrecidas sobre
el pecho y presionó inmovilizándome contra la camilla con brusquedad. Me hizo
daño y me dejó sin aire de la sorpresa ¿Qué le pasaba a la loca aquella?
Forcejeé sin fuerzas como si nada. Apretaba mucho. Noté cómo se intentaba
ensanchar mi abertura vaginal y se me escapó la orina. No podía controlar
aquello y esa mano me dificultaba aún más mi ya de por sí complicada labor.
Levanté la mano e intenté quitar la de ella. Imposible.
Grité. No, llevaba ya un buen rato chillando y lagrimeando. Me resistí de
nuevo, la mujer acercaba su cara a la míay yo trataba de alejarla. El sudor me
goteaba por la nariz y se me colaba en los ojos hasta irritármelos. Gruñó
enfurecida, abrí más las piernas sin pensar y cayeron a los lados de la camilla
arañándome las piernas. El proceso seguía su curso, notaba los empujones, dolía
de morirse. Y el mordisco también dolió. Ni me había dado cuenta pero debía
molestarle mucho la mano con la que intentaba protegerme, y no debió encontrar
mejor manera de inutilizarla, o quizás era eso lo que buscaba desde un
principio. Con la otra mano le golpeé la cara para que me soltara pero nada, no
parecía sentir mis golpes aunque tampoco es que fueran muy contundentes. Mi
mano sangraba y seguía presionada entre sus dientes, manchándose la boca y la
barbilla, incluso goteándole en el antes impoluto camisón. Gritaba sin apenas
sonido, no podía más, estaba desesperada. Tenía mareos, estaba conmocionada y
aún así forcejeaba con nulo éxito. Me sentía desfallecida y ni quería
desmayarme, no podía permitírmelo. Entre brumas noté voces, gritos, un caos de
ruidos ensordecedores que no conseguía identificar. Me latía la mano por donde
me habían clavado los dientes pero ya no sentía dolor, y había dejado de sentir
la agonía del parto. Me palpitaban las sienes y un extraño ardor me subía por
muñeca de la mano herida, ramificándose, dispersándose por mi cuerpo a una
velocidad de vértigo. Veía luces a intervalos intermitentes y también creí oír
la voz de Dani por encima de las demás sensaciones, de las frases inconexas
pero no podría asegurarlo. Ya no estaba en la sala, notaba movimiento, no
estaba convencida de nada.
Alguien me tocaba la mano sana, ¿Dani? Y la otra latía y
vibraba dentro de algún tipo de atadura, posiblemente un vendaje compresivo.
El calor, ese fuego interior que me consumía, me forzó la
musculatura y me hizo tensar todos los músculos hasta subir por la garganta
para taladrarme el cerebro. Y luego todo fue paz… o casi. Escuchaba infinidad
de sonidos pero no discernía nada. Estaba en otro plano, en otro mundo. No
sentía mi cuerpo, flotaba en un mar inexistente al suave compás de un mar en
calma. Era relajante, místico. ¿Estaba en el cielo? ¿Había muerto?
Y volvió el dolor. Multiplicado por mil, en cada poro de mi
piel sufrí un pinchazo, cada hueso de mi cuerpo cimbreaba como si fuera de
plástico y se movían dentro de la carne. Quería rugir, bramar, maldecir pero no
podía exteriorizar sonido alguno. No notaba la sensación de respirar. Entonces,
¿estaba muerta pero atrapada en mi cuerpo?
Luché más allá de mis fuerzas que sentía renovadas. El dolor
extremo, más allá de lo humanamente soportable y, a la vez, sí a la vez
deseable, me impulsó a abrir los ojos. Veís borroso. Me escocían y me pinchaban
horrores. Miré en derredor, me crugió la base del cuello y fue delicioso y
espantoso. Ahora entendía a la anciana un poco mejor, fue el mismo movimiento
que hizo al despertar, al mirarme por primera vez. Lo hice de nuevo. Reía por
dentro, parecía rota y recompuesta a lo loco pero con mayor eficacia. Y mi
visión era sublime, sobrenatural. No entendía nada, molestaba y apenas podía
abrirlos del todo. Dios, cuánto escocía. Intentaba retener algo con la mirada
pero no podía. Así debían de sentirse los toros. Me habían dicho una vez que
sólo veían bien algunos colores. O como aquellos insectos que te muestran en
los documentales con una mirada multiparticionada y no se vé con claridad. Pero
sí que veía con claridad, al menos en lo que tenía que fijarme. Más parecía una
visión selectiva.
Veía sangre. Mucha sangre, cada partícula de ella. Pero no
distinguía focos de luz, colores ni instrumentos brillantes. Sólo sangre por
encima de todo lo demás. Sangre, dentro y fuera del cuerpo. Veía la roja
esencia de la vida como pinturas fosforescentes en una noche cerrada, como
carteles luminosos de neón en una oscura carretera. La veía brillar, relucir,
enceguecerme en la camilla: bañando mis muslos, en los guantes del doctor y de
la enfermera, en las manos de mi marido, por sus brazos… y en su cuello. Y en
toda la superficie visible de mi bebé. Me desembotaba los sentidos. Parecía una
radiografía sanguínea y la notaba palpitar por sus venas, recorriendo sus
brazos, en la frente y viajando por el cuello distribuyéndose por el cerebro.
Pero mi bebé. En mi bebé no corría, no fluía. Mi bebé no tenía sangre brillante
en su interior, sangre viva. No tenía circulación sanguínea.
Me levanté con brusquedad. Oí un sollozo, un chillido agudo…
pero nada importaba. Dani y mi bebé estaban ahí. Dani abrazaba al niño, lo
abrazaba con fuerza, con dolor y con desesperanza. Sí, no me equivoco. Mi niño
murió antes incluso de nacer. Él murió y yo, yo no sabía si había muerto o no
pero estaba allí.
Casi resbalé al apoyarme sobre mis pies pero me sostengo con
precariedad. Me temblaban las rodillas y los tobillos titubeaban, como si me
sostuviera de puntillas tras meses sin caminar. Al alzar la cabeza intentando
enderezarme, observé mi reflejo en un armarito de metal atornillado a la pared
repleto de utensilios y medicamentos con etiquetas. Me reconocía en la imagen
pero a duras penas. Tenía los ojos saltones, desproporcionados y dilatados. Las
ojeras eran descomunales y su oscuro contraste se acentuaba más aun por
encontrarse rodeadas de piel blancuzca, casi transparente, espectral, llena de
venas verdosas que me daban un desagradable aspecto a cadáver putrefacto. Tenía
el cabello apelmazado, pegajoso. Para colmo estaba toda llena de sudor
amarillento y espeso, que junto con la sangre cuajándose de cintura para abajo
resultaba aterrador. Y daba asco. Además estaba chupada, incluso el pellejo me
colgaba un poco de las mejillas y la barbilla. Si no me había quedado claro ahí
tenía la prueba gráfica de mi fallecimiento. Sollozo pero nada sale de mi
garganta, más por repugnancia y animadversión que por pena, y ni un suspiro ni
una queja. Morí en el parto. Nosé cómo sigo en este mundo pero morí.
Me volví al fín hacia mi familia. Dani seguía temblando con
la cara enterrada en el pequeño cuerpecito de nuestro bebé difunto. Me costaba
volver a llamar difunto a un hijo pero esta vez todo era distinto, no estaría
solo.
Miré de soslayo y avisté al doctor aterrorizado en un
lateral de la habitación. Sostenía débilmente un bisturí en una mano
temblorosa, y la enfermera estaba en el suelo, agachada tras él, o debería
decir bajo él, oscilando encogida. No le veía la cara. La del doctor sí la veía
y rozaba el espanto, la locura. No me interesaban mientras siguieran ahí.
Me acequé lentamente, más lenta de lo que pretendía, a Dani.
Aún no coordinaba bien, no sabía cómo la vieja gorda pudo levantarse con esa
rapidez, me habría debilitado con el parto y la pérdida de sangre. Dani estaba
como en trance y no me oyó acercarme, sólo se sobresaltó cuando notó mi mano
helada en su hombro. Se sorprendió y me miró boquiabierto. Debía parecerle un
monstruo, un espectáculo grotesco, abominable y terrorífico. No se movía, no
hacía ni decía nada.
Lo miré con fingido afecto aunque no sabría decir si mi
gesto sería bien entendido dados mis rasgos distorsionados.
Miré luego al bebé. Sonreí y se me escapó una lágrima, o
quizás fuera secreción purulenta. Levanté despacio los brazos, no quería
asustar a Dani, y por eso maniobraba ahora con deliberada lentitud. Cogí al
bebé con cuidado como si estuviera vivo. Claro que ya ni sentía ni padecía.
Dani me dejaba hacer. Terminé de agarrarlo y lo acerqué a mi pecho. No
respiraba, no desprendía calor. Igual que yo. Lo aprieto contra mí. Miré a Dani
de nuevo, le acaricié la cara y me fui hacia la puerta del quirófano. Salí al
pasillo y de ahí a la salida del hospital, paso a paso. Todo el que me veía
huía o se retorcía de terror pero nadie osaba pararme ni se cuestionaba mi existencia, sólo me
esquivaban aterrorizados. Mejor así.
Empezaba a entender a la anciana, su ansiedad, su arrebato
descontrolado. Era como una maldición y a la vez me sentía cómoda, todo se me
revelaba con más viveza que nunca. Como si al estar muerta, el contraste con lo
demás fuera exponencial. Y los vivos dejaran en todo lo que no estuviera muerto
su huella, su color. Pero sí que parecía ser una maldición, pues no veía a la
gente exactamente como comida pero su luminosidad era tan perturbadora, tan
atrayente como la más fuerte de las drogas,
Veía a la gente alejarse de mí y, si no hubiera sido por el bebé que
sostenía en las manos, nada me hubiera impedido hincarles el diente, clavarles
las uñas. Daría lo que fuera por palparlo, sentirlo, saborear ese líquido
lividinoso que me gritaba y susurraba palabras de deseo. Anhelaba su calor, mi
garganta estaba reseca y mi lengua atrofiada. Seguro que calmaría mis
dolencias.
Pero lo primero era lo primero. Debía llevar a mi bebé al
cementerio de la localidad a conocer a sus hermanos no natos. Después, ya
veríamos.
La sed podía esperar, al menos de momento.
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