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viernes, 26 de abril de 2013

Relato zombie: Contracciones (Parte 2 de 2)



Debía dolerle horrores. Se contraían todos los músculos de su cuerpo a la vez, como una de esas películas de posesión demoníaca donde la víctima se retorcía y saltaba en la cama, convulsa.
Otro más. Y silencio. Se había quedado rígida. No podía negar que comencé a respirar algo mejor cuando se quedó quieta aunque me costaba hacer bajar la saliva por la garganta. Hasta se me habían pasado las contracciones del susto.
La miré. Esperaba que abriera los ojos pero su pecho no se movía. Había muerto. No la conocía y aún así me dolía verla así, sola y sin consuelo. Lo mismo había algún familiar suyo por ahí fuera sin saber nada de lo ocurrido. Y Dani, si hubiera venido a tiempo…
Y ocurrió lo que me pareció un milagro. Abrió los ojos. No me lo podía creer, no era posible.
- ¿Señora? ¿Señora, dígame algo!- Estiré la mano hacia ella, deseando que me mirara, que me dijera que estaba bien, que no me preocupara. Pero no hablaba. Tenía los ojos enrojecidos y la mirada perdida enalgún punto del techo blanco y homogéneo.
- Señora, ¿está mejor? – Y en cuanto dije eso, me arrepentí. Giró la cabeza con un crugido inhumano y me estudió con una expresión colérica, rabiosa. Me dio pavor. La mujer se tenía que haber roto el cuello al moverlo así. Ese chasquido no había sido natural ni mucho menos saludable. De hecho, saludable era lo contrario a lo que me inspiraba su color de piel y su mirada, lejana y abrasadora a la vez.
Volvió a enderezarse sin esfuerzo. Su peso contrastaba con la gracilidad de sus movimientos. Se deslizó de la cama sin preocuparse por la sábana enrededada entre sus piernas y sin apartar sus ojos ardientes de mí. Algo, ese sexto sentido oculto que se dice que tenemos, me instaba a huir. A esa tía le pasaba algo y no me estaba gustnado que se levantara. Pero era yo la que no podía levantarme, peligraba mi bebé, que había empezado a reptar por la bolsa amniótica provocándome nuevos dolores. Maldita sea, ahora no era el momento.
Sentí una explosión en mi interior y escuché un grito. El grito era mío, un quejumbriso maullido que me salió de los pulmones y me dejó sin aire. Y la explosión también era mía, un líquido pringoso, frío, me corría por el interior de los muslos. Había roto aguas.
Y tenía a una señora enorme de pie, mirándome como loca, con una extraña sonrisa torcida. Yo apenas podía respitar. Esa mujer estaba allí como si fuera una exhibición de circo. Me agarré a los laterales de la camilla y elevé un poco la parte superior del cuerpo. Mi hijo iba a salir ya.
La mujer estiró la mano y terminó de acercarse. Intenté empujar, el bebé luchaba por salir, tenía todo el bajo vientre adormecido y acalambrado. Y yo que quería la anestesia epidural para pasar con alivio el mejor momento. Para colmo, no tenía ni médico ni asistencia. ¿Dónde estaba todo el mundo? Me puso una mano de dedos redordetes y largas uñas ennegrecidas sobre el pecho y presionó inmovilizándome contra la camilla con brusquedad. Me hizo daño y me dejó sin aire de la sorpresa ¿Qué le pasaba a la loca aquella? Forcejeé sin fuerzas como si nada. Apretaba mucho. Noté cómo se intentaba ensanchar mi abertura vaginal y se me escapó la orina. No podía controlar aquello y esa mano me dificultaba aún más mi ya de por sí complicada labor.
Levanté la mano e intenté quitar la de ella. Imposible. Grité. No, llevaba ya un buen rato chillando y lagrimeando. Me resistí de nuevo, la mujer acercaba su cara a la míay yo trataba de alejarla. El sudor me goteaba por la nariz y se me colaba en los ojos hasta irritármelos. Gruñó enfurecida, abrí más las piernas sin pensar y cayeron a los lados de la camilla arañándome las piernas. El proceso seguía su curso, notaba los empujones, dolía de morirse. Y el mordisco también dolió. Ni me había dado cuenta pero debía molestarle mucho la mano con la que intentaba protegerme, y no debió encontrar mejor manera de inutilizarla, o quizás era eso lo que buscaba desde un principio. Con la otra mano le golpeé la cara para que me soltara pero nada, no parecía sentir mis golpes aunque tampoco es que fueran muy contundentes. Mi mano sangraba y seguía presionada entre sus dientes, manchándose la boca y la barbilla, incluso goteándole en el antes impoluto camisón. Gritaba sin apenas sonido, no podía más, estaba desesperada. Tenía mareos, estaba conmocionada y aún así forcejeaba con nulo éxito. Me sentía desfallecida y ni quería desmayarme, no podía permitírmelo. Entre brumas noté voces, gritos, un caos de ruidos ensordecedores que no conseguía identificar. Me latía la mano por donde me habían clavado los dientes pero ya no sentía dolor, y había dejado de sentir la agonía del parto. Me palpitaban las sienes y un extraño ardor me subía por muñeca de la mano herida, ramificándose, dispersándose por mi cuerpo a una velocidad de vértigo. Veía luces a intervalos intermitentes y también creí oír la voz de Dani por encima de las demás sensaciones, de las frases inconexas pero no podría asegurarlo. Ya no estaba en la sala, notaba movimiento, no estaba convencida de nada.
Alguien me tocaba la mano sana, ¿Dani? Y la otra latía y vibraba dentro de algún tipo de atadura, posiblemente un vendaje compresivo.
El calor, ese fuego interior que me consumía, me forzó la musculatura y me hizo tensar todos los músculos hasta subir por la garganta para taladrarme el cerebro. Y luego todo fue paz… o casi. Escuchaba infinidad de sonidos pero no discernía nada. Estaba en otro plano, en otro mundo. No sentía mi cuerpo, flotaba en un mar inexistente al suave compás de un mar en calma. Era relajante, místico. ¿Estaba en el cielo? ¿Había muerto?
Y volvió el dolor. Multiplicado por mil, en cada poro de mi piel sufrí un pinchazo, cada hueso de mi cuerpo cimbreaba como si fuera de plástico y se movían dentro de la carne. Quería rugir, bramar, maldecir pero no podía exteriorizar sonido alguno. No notaba la sensación de respirar. Entonces, ¿estaba muerta pero atrapada en mi cuerpo?
Luché más allá de mis fuerzas que sentía renovadas. El dolor extremo, más allá de lo humanamente soportable y, a la vez, sí a la vez deseable, me impulsó a abrir los ojos. Veís borroso. Me escocían y me pinchaban horrores. Miré en derredor, me crugió la base del cuello y fue delicioso y espantoso. Ahora entendía a la anciana un poco mejor, fue el mismo movimiento que hizo al despertar, al mirarme por primera vez. Lo hice de nuevo. Reía por dentro, parecía rota y recompuesta a lo loco pero con mayor eficacia. Y mi visión era sublime, sobrenatural. No entendía nada, molestaba y apenas podía abrirlos del todo. Dios, cuánto escocía. Intentaba retener algo con la mirada pero no podía. Así debían de sentirse los toros. Me habían dicho una vez que sólo veían bien algunos colores. O como aquellos insectos que te muestran en los documentales con una mirada multiparticionada y no se vé con claridad. Pero sí que veía con claridad, al menos en lo que tenía que fijarme. Más parecía una visión selectiva.
Veía sangre. Mucha sangre, cada partícula de ella. Pero no distinguía focos de luz, colores ni instrumentos brillantes. Sólo sangre por encima de todo lo demás. Sangre, dentro y fuera del cuerpo. Veía la roja esencia de la vida como pinturas fosforescentes en una noche cerrada, como carteles luminosos de neón en una oscura carretera. La veía brillar, relucir, enceguecerme en la camilla: bañando mis muslos, en los guantes del doctor y de la enfermera, en las manos de mi marido, por sus brazos… y en su cuello. Y en toda la superficie visible de mi bebé. Me desembotaba los sentidos. Parecía una radiografía sanguínea y la notaba palpitar por sus venas, recorriendo sus brazos, en la frente y viajando por el cuello distribuyéndose por el cerebro. Pero mi bebé. En mi bebé no corría, no fluía. Mi bebé no tenía sangre brillante en su interior, sangre viva. No tenía circulación sanguínea.
Me levanté con brusquedad. Oí un sollozo, un chillido agudo… pero nada importaba. Dani y mi bebé estaban ahí. Dani abrazaba al niño, lo abrazaba con fuerza, con dolor y con desesperanza. Sí, no me equivoco. Mi niño murió antes incluso de nacer. Él murió y yo, yo no sabía si había muerto o no pero estaba allí.
Casi resbalé al apoyarme sobre mis pies pero me sostengo con precariedad. Me temblaban las rodillas y los tobillos titubeaban, como si me sostuviera de puntillas tras meses sin caminar. Al alzar la cabeza intentando enderezarme, observé mi reflejo en un armarito de metal atornillado a la pared repleto de utensilios y medicamentos con etiquetas. Me reconocía en la imagen pero a duras penas. Tenía los ojos saltones, desproporcionados y dilatados. Las ojeras eran descomunales y su oscuro contraste se acentuaba más aun por encontrarse rodeadas de piel blancuzca, casi transparente, espectral, llena de venas verdosas que me daban un desagradable aspecto a cadáver putrefacto. Tenía el cabello apelmazado, pegajoso. Para colmo estaba toda llena de sudor amarillento y espeso, que junto con la sangre cuajándose de cintura para abajo resultaba aterrador. Y daba asco. Además estaba chupada, incluso el pellejo me colgaba un poco de las mejillas y la barbilla. Si no me había quedado claro ahí tenía la prueba gráfica de mi fallecimiento. Sollozo pero nada sale de mi garganta, más por repugnancia y animadversión que por pena, y ni un suspiro ni una queja. Morí en el parto. Nosé cómo sigo en este mundo pero morí.
Me volví al fín hacia mi familia. Dani seguía temblando con la cara enterrada en el pequeño cuerpecito de nuestro bebé difunto. Me costaba volver a llamar difunto a un hijo pero esta vez todo era distinto, no estaría solo.
Miré de soslayo y avisté al doctor aterrorizado en un lateral de la habitación. Sostenía débilmente un bisturí en una mano temblorosa, y la enfermera estaba en el suelo, agachada tras él, o debería decir bajo él, oscilando encogida. No le veía la cara. La del doctor sí la veía y rozaba el espanto, la locura. No me interesaban mientras siguieran ahí.
Me acequé lentamente, más lenta de lo que pretendía, a Dani. Aún no coordinaba bien, no sabía cómo la vieja gorda pudo levantarse con esa rapidez, me habría debilitado con el parto y la pérdida de sangre. Dani estaba como en trance y no me oyó acercarme, sólo se sobresaltó cuando notó mi mano helada en su hombro. Se sorprendió y me miró boquiabierto. Debía parecerle un monstruo, un espectáculo grotesco, abominable y terrorífico. No se movía, no hacía ni decía nada.
Lo miré con fingido afecto aunque no sabría decir si mi gesto sería bien entendido dados mis rasgos distorsionados.
Miré luego al bebé. Sonreí y se me escapó una lágrima, o quizás fuera secreción purulenta. Levanté despacio los brazos, no quería asustar a Dani, y por eso maniobraba ahora con deliberada lentitud. Cogí al bebé con cuidado como si estuviera vivo. Claro que ya ni sentía ni padecía. Dani me dejaba hacer. Terminé de agarrarlo y lo acerqué a mi pecho. No respiraba, no desprendía calor. Igual que yo. Lo aprieto contra mí. Miré a Dani de nuevo, le acaricié la cara y me fui hacia la puerta del quirófano. Salí al pasillo y de ahí a la salida del hospital, paso a paso. Todo el que me veía huía o se retorcía de terror pero nadie osaba pararme  ni se cuestionaba mi existencia, sólo me esquivaban aterrorizados. Mejor así.
Empezaba a entender a la anciana, su ansiedad, su arrebato descontrolado. Era como una maldición y a la vez me sentía cómoda, todo se me revelaba con más viveza que nunca. Como si al estar muerta, el contraste con lo demás fuera exponencial. Y los vivos dejaran en todo lo que no estuviera muerto su huella, su color. Pero sí que parecía ser una maldición, pues no veía a la gente exactamente como comida pero su luminosidad era tan perturbadora, tan atrayente como la más fuerte de las drogas,  Veía a la gente alejarse de mí y, si no hubiera sido por el bebé que sostenía en las manos, nada me hubiera impedido hincarles el diente, clavarles las uñas. Daría lo que fuera por palparlo, sentirlo, saborear ese líquido lividinoso que me gritaba y susurraba palabras de deseo. Anhelaba su calor, mi garganta estaba reseca y mi lengua atrofiada. Seguro que calmaría mis dolencias.
Pero lo primero era lo primero. Debía llevar a mi bebé al cementerio de la localidad a conocer a sus hermanos no natos. Después, ya veríamos.
La sed podía esperar, al menos de momento.

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