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viernes, 29 de mayo de 2015

Historia de terror: Calma eterna





Los ojos vacíos miraban al cielo, hacia un Sol inclemente que ya no podía hacerle ningún daño a sus retinas marchitas, desechas por el propio paso del tiempo inmisericorde, a través de una corriente ininterrumpida de agua fría y salada que enturbiaba la percepción de la luz y provocaban extraños efectos circulares y en espiral, ondulantes, haciendo que la esfera solar se difuminara en unas formas móviles sinuosas y torturadas.

Eso es lo que le hubiera parecido a aquellas cuencas secas, si no hubieran estado tan vacías e inapetentes. Pero ya no podían ver el Sol, ni aún deformado, ni sentir su calor infiltrarse entre sus cavidades.

El individuo permanecía quieto, inexpresivo, en una extraña paz eterna, entre el murmullo interminable del movimiento acompasado de las olas y la suave caricia del deambular curioso de las pequeñas criaturas marinas que habitaban en las inmediaciones. Era una quietud serena, gozosa, y era lo único que acertaba a comprender. Ya no quedaba nada de su humanidad, ni sus sufrimientos ni sus alegrías diarias. Ni siquiera los recuerdos de aquellos seres que tanta felicidad y pesar, a partes desiguales, habían logrado proporcionarle. Sólo sentía un extraño placer que rozaba lo místico, en el frío perpetuo, en la soledad coronada de luz de Sol o de estrellas titilantes, en la falta de anhelo por vivir. Sí, podía llamarse placer a la sensación de no sentir, o mejor aún, a la falta de sensaciones humanizadas, a la despreocupación por lo físico. Si vida se reducía ahora a un flotar acompasado, situado entre las fronteras de la conciencia y la inconsciencia, cada vez más cerca de la segunda que de la primera, cada vez más muerto, más ido, a una velocidad imperceptible.

El joven submarinista yacía boca arriba, a escasos centímetros del nivel del mar, atorado entre un grupo de rocas irregulares que habían destrozado parte de su carne, atrapando su castigado cuerpo maltrecho entre sus oquedades, impidiéndole escapar o ser arrastrado por la corriente hacia la orilla. El cadáver permanecía mecido por la marea pero sin soltar su agarre, mecido caprichosamente, cada vez más deteriorado pero insensible ya a esos conceptos mundanos. No quedaban en él restos de su equipo de buceo, ni apenas carne o musculatura adherida al hueso astillado. Llevaba demasiado tiempo siendo pasto de las inclemencias medioambientales, del ambiente húmedo y de la propia naturaleza animal, que, en justa sintonía divina, lo había devorado a conciencia, dejando el hueso carcomido y pelado en un meticuloso aprovechamiento de todo lo comestible.

La calma continuaba inmutable día tras día, mes tras mes, y a pesar de no ser ya más que una unión fortuita de huesos y cartílagos, algo quedaba en él. No vida, no sentimientos, no sensaciones… pero algo quedaba, algo que le hacía sentir bien, aunque sentir tampoco fuera la palabra. Estaba donde debía estar, justo en el momento y en el estado en el que era… feliz. Estable, tal vez. En realidad no era tan difícil de explicar. Ese era su sitio y allí debía permanecer todo el tiempo posible. Siempre había amado el mar hasta desear darle su vida y su esencia más profunda. Era su sitio, sin más por qués ni más historias.


Ese mismo día, unos chicos, jugando a ver cuál de los tres cogía más cangrejos para cocerlos con agua y sal y comérselos para la cena, encontraron el cuerpo de Jose Juan encallado entre unas rocas de difícil acceso. A las pocas horas, la policía rescataba sus restos. Minutos más tarde, alejado de su apacible lugar de eterno reposo, se vio tristemente forzado a partir, al menos lo que quedaba de su esencia, y descansar en paz, o eso pensarían sus seres queridos, sin saber que ya estaba descansando justo donde quería hacerlo, en su amado mar.