- Este blog es una mierda. – Estaba hablando sola, en la
semioscuridad de mi cuarto, peleándome con el ordenador y con el teclado, que
poca culpa tenían de mi desidia y mi desorden. Intento actualizar un apartado
de fotos y hacer nuevas reseñas en mi blog pero llevaba tiempo poniendo
opiniones, novedades literarias y un poco de todo, y tan liado está el blog que
incluso a mí me está costando la misma vida encontrar los post atrasados que
pretendo poner al día, y además prentendía curiosear algunas recetas que tenía
allí posteadas, más para no perderlas que por otro motivo. Y encima ahora va y
me suena el móvil.
-Así no hay manera, joder, que agobio tengo. Ya va, ya va.-
me digo, mientras sigo refunfuñando por lo bajo. Abro la tapa del móvil con
brusquedad y contesto de malas maneras.
- ¿Quién es?- Mi tono agresivo me sorprende hasta a mí.
Demasiado elevado, me he pasado. Voy a disculparme cuando oigo la voz de Ana. –
Ah, Ana, eres tú. Perdona, hija, estoy peleándome con el ordenador y va
ganando. ¿Y esa voz? ¿Qué pasa? No me digas, coño. Sí, claro. Voy para allá. No
llores, tranquilízate. Venga, sé fuerte… - Bla. Bla. El abuelo de Ana ha
fallecido, y de sobras sé lo que Ana lo quería. Bueno, se veían poco, pero
siempre hablaba de él con cariño, me hablaba de sus conversaciones telefónicas
y de las veces que se quedaba unos días con él en el pueblo, y de su carácter
alegre y bonachón. Era un cúmulo de energía desbordada, rebosando como una olla
exprés llenada en exceso.
- Lo que faltaba, al carajo el blog. Ahora a pasar un mal
rato.- Rezongando ésta y otras barbaridades, pues vaya si Ana o el abuelo tienen
la culpa de lo sucedido y de mi mala uva, me visto con lo primero que encontré
a mano. Hace frío así que no me falta la bufanda, los guantes y unos calcetines
gruesos. Por último, lleno mi bolso con todo lo necesario, botella de agua y
cartera sobre todo, y con las llaves del coche y de la casa en las manos, salgo
a la calle y me subo en el Seat Toledo gris, de mis padres, que espera aparcado
frente al portal de la casa. Y, puesto en marcha, me enfrento a la carretera de
muy mala gana. No tengo el más mínimo interés ni por poner música o la radio, me
complazco maldiciendo mi suerte: - qué frío, joder. Qué frío hace.- Me duelen
los dedos de los pies y la calefacción no calienta el interior del vehículo, o
no es capaz de calentarme a mí del enfado que llevo encima. Estoy temblando.
Suena el móvil de nuevo. –No puedo cogerte, sorry.- Pienso,
mientras miro el aparato que, en el centro del asiento lateral, brincaba con un
soniquete repetitivo. Seguro que era Ana, desesperada por mi tardanza.
Ya deben ser las nueve de la noche, o casi, de mi casa al
tanatorio apenas se tardan unos quince minutos en coche.
Consigo encontrar estacionamiento con facilidad, gracias a
que a mis padres se les concedió la tarjeta de aparcamiento para minusválidos,
a las puertas del tanatorio que me indicó Ana. Afortunadamente, es el que queda
más cerca de mi vivienda.
Al bajar del coche veo a varios desconocidos merodeando por
los alrededores y por las escaleras y en la misma puerta me topo con un sujeto
enchaquetado, sobrio, con una calculada pose y mirada inexpresiva, fría. Haciendo
honor a su trabajo, tras darle el nombre del fallecido, me indica, con una
mueca contenida, que los familiares y el cuerpo presente del fallecido se
encuentran en la sala tercera.
El tanatorio está alojado en un amplio y espacioso edificio
acristalado, con unos seis o siete anchos peldaños a la entrada y, al pasar
ésta, quedan al a derecha, por este orden, un comedor funcional, una oficina de
información y varias salas alineadas, para mayor discreción por si hay varios
“servicios”.
Y vaya con los servicios ofrecidos, pienso. El resto del
espacio visible, y digo visible porque me consta que hay al menos una capilla y
varias dependencias para preparativos y el personal, es una extensa
sala-recibidor, con sofás, sillas y mesas bajas. Y todo con oportunos,
estudiados, colores ocres que van del marrón oscuro al beige y al crema.
La sala principal está vacía pero se oyen vocas y lamentos
conforme me acerco a la dichosa tercera entrada lateral. Nunca sé como actuar
en estos casos, lo paso fatal. Me paro a escasos dos pasos de la entrada, todo
aire y paso a través de ella.
Accedo a una salita despejada de muebles, con apenas dos
sofás de dos plazas cada uno en el lateral derecho, una mesa auxiliar de baja
estatura entre ellos, y otra mesita redonda rodeada de cuatro sillas en la
esquina izquierda. El resto del cuadrado, que conformaría un mini cuadrado
esquinado, confiriéndole a la sala forma de L, es un recinto aparte, con un
cristal en el lateral oculto desde la entrada y un acceso oculto limitado para
el personal. Y en su interior… el difunto.
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