Páginas

sábado, 6 de abril de 2013

Relato zombie: La defunción del abuelo Manu (Parte 1 de 2)



- Este blog es una mierda. – Estaba hablando sola, en la semioscuridad de mi cuarto, peleándome con el ordenador y con el teclado, que poca culpa tenían de mi desidia y mi desorden. Intento actualizar un apartado de fotos y hacer nuevas reseñas en mi blog pero llevaba tiempo poniendo opiniones, novedades literarias y un poco de todo, y tan liado está el blog que incluso a mí me está costando la misma vida encontrar los post atrasados que pretendo poner al día, y además prentendía curiosear algunas recetas que tenía allí posteadas, más para no perderlas que por otro motivo. Y encima ahora va y me suena el móvil.
-Así no hay manera, joder, que agobio tengo. Ya va, ya va.- me digo, mientras sigo refunfuñando por lo bajo. Abro la tapa del móvil con brusquedad y contesto de malas maneras.
- ¿Quién es?- Mi tono agresivo me sorprende hasta a mí. Demasiado elevado, me he pasado. Voy a disculparme cuando oigo la voz de Ana. – Ah, Ana, eres tú. Perdona, hija, estoy peleándome con el ordenador y va ganando. ¿Y esa voz? ¿Qué pasa? No me digas, coño. Sí, claro. Voy para allá. No llores, tranquilízate. Venga, sé fuerte… - Bla. Bla. El abuelo de Ana ha fallecido, y de sobras sé lo que Ana lo quería. Bueno, se veían poco, pero siempre hablaba de él con cariño, me hablaba de sus conversaciones telefónicas y de las veces que se quedaba unos días con él en el pueblo, y de su carácter alegre y bonachón. Era un cúmulo de energía desbordada, rebosando como una olla exprés llenada en exceso.
- Lo que faltaba, al carajo el blog. Ahora a pasar un mal rato.- Rezongando ésta y otras barbaridades, pues vaya si Ana o el abuelo tienen la culpa de lo sucedido y de mi mala uva, me visto con lo primero que encontré a mano. Hace frío así que no me falta la bufanda, los guantes y unos calcetines gruesos. Por último, lleno mi bolso con todo lo necesario, botella de agua y cartera sobre todo, y con las llaves del coche y de la casa en las manos, salgo a la calle y me subo en el Seat Toledo gris, de mis padres, que espera aparcado frente al portal de la casa. Y, puesto en marcha, me enfrento a la carretera de muy mala gana. No tengo el más mínimo interés ni por poner música o la radio, me complazco maldiciendo mi suerte: - qué frío, joder. Qué frío hace.- Me duelen los dedos de los pies y la calefacción no calienta el interior del vehículo, o no es capaz de calentarme a mí del enfado que llevo encima. Estoy temblando.
Suena el móvil de nuevo. –No puedo cogerte, sorry.- Pienso, mientras miro el aparato que, en el centro del asiento lateral, brincaba con un soniquete repetitivo. Seguro que era Ana, desesperada por mi tardanza.
Ya deben ser las nueve de la noche, o casi, de mi casa al tanatorio apenas se tardan unos quince minutos en coche.
Consigo encontrar estacionamiento con facilidad, gracias a que a mis padres se les concedió la tarjeta de aparcamiento para minusválidos, a las puertas del tanatorio que me indicó Ana. Afortunadamente, es el que queda más cerca de mi vivienda.
Al bajar del coche veo a varios desconocidos merodeando por los alrededores y por las escaleras y en la misma puerta me topo con un sujeto enchaquetado, sobrio, con una calculada pose y mirada inexpresiva, fría. Haciendo honor a su trabajo, tras darle el nombre del fallecido, me indica, con una mueca contenida, que los familiares y el cuerpo presente del fallecido se encuentran en la sala tercera.
El tanatorio está alojado en un amplio y espacioso edificio acristalado, con unos seis o siete anchos peldaños a la entrada y, al pasar ésta, quedan al a derecha, por este orden, un comedor funcional, una oficina de información y varias salas alineadas, para mayor discreción por si hay varios “servicios”.
Y vaya con los servicios ofrecidos, pienso. El resto del espacio visible, y digo visible porque me consta que hay al menos una capilla y varias dependencias para preparativos y el personal, es una extensa sala-recibidor, con sofás, sillas y mesas bajas. Y todo con oportunos, estudiados, colores ocres que van del marrón oscuro al beige y al crema.
La sala principal está vacía pero se oyen vocas y lamentos conforme me acerco a la dichosa tercera entrada lateral. Nunca sé como actuar en estos casos, lo paso fatal. Me paro a escasos dos pasos de la entrada, todo aire y paso a través de ella.
Accedo a una salita despejada de muebles, con apenas dos sofás de dos plazas cada uno en el lateral derecho, una mesa auxiliar de baja estatura entre ellos, y otra mesita redonda rodeada de cuatro sillas en la esquina izquierda. El resto del cuadrado, que conformaría un mini cuadrado esquinado, confiriéndole a la sala forma de L, es un recinto aparte, con un cristal en el lateral oculto desde la entrada y un acceso oculto limitado para el personal. Y en su interior… el difunto.

No hay comentarios: