Irma insistió tanto que me fue imposible negarme. No me
gustan demasiado las fiestas que monta, ni sus amigos chulitos, con las babas
caidas ante cualquier teta que merodee a su alrededor. Son como viejos salidos,
dan asco. Pero si consigo escaparme un rato, podría disfrutar de una gran luna
llena sobre un mar negro de suaves compases. Quizás incluso me venga la
inspiración para algún relato. Y vaya si me vino que aquí estoy escribiendo
esta historia.
Estoy aterrorizada y mi escritura es temblorosa. En este
estrecho cobertizo apenas se filtra la luz y no hay cojones de salir. Esas
cosas deambulan por todos lados. Pero voy a dejar de divagar pues sólo tengo un
par de hojas y un lápiz que encontré tirados por aquí.
Como decía, Irma me propuso una barbacoa en una playa
recóndita de Roche, a apenas una hora de la capital de Cádiz, donde residimos.
Me apetecía una noche relajada y pensaba escaparme unas horas a cualquier
pedrusco apartado y ocultarme entre la fina arena y el oscuro cielo estrellado,
lo menos que quería era música estridente, alcohol y sexo.
Quedamos para el siguiente fín de semana, a la caída de la
tarde. Íbamos yo, Irma, su novio Alex y su hermano Fran, otro listillo sobón,
pero inofensivo, bastaba con ignorarlo y además el alcohol le sentaría fatal,
como siempre, y acabaría borracho perdido sin enterarse de nada.
En el coche, ya emprendido el viaje, desconecté de todos
poniendo música en mi tablet, e incluso dormité un poco, cabeceando contra el
vibrante cristal del asiento posterior al del conductor. Entre canciones oí
algunas quejas pero pasé de todo y para cuando me dí cuenta ya estaba oscuro y
habíamos llegado.
Al abrir la puerta del vehículo, una brisa cortante me
espabiló. Pero resultaba agradable, al menos a corto plazo. Bajé y me puse la
sudadera. Metí el iphone en la mochila, la dejé sobre mi asiento y me adelanté
a la arena. Estaba algo fresca pero era suave y agradable al tacto. No había
nadie más allí y estaba bastante oscuro. Una enorme luna y millares de
estrellas titilaban en el cielo y en su gemela ondulante, fundiéndose ambas en
un mismo color, con la diferencia de que las de abajo se mecían por el viento y
parecían más vivas. Y el sonido era tan relajante. No me dio tiempo a disfrutar
de mi soledad. Detrás de mí aparecieron Irma y Alex, dando gritos y bailando,
con un mp4 que llevaba enchufados unos altavoces bastante potentes que
aplastaban el apacible sonido del oleaje. Resignada, fui al coche a ayudar a
transportar la comida y la barbacoa a la arena seca. Fran era solícito y revoloteaba
a mí alrededor como un pavo real de cortejo, agotador. Al parecer le bastaba
con mis monosílabos y sutiles esquivas. Tras varios viajes, todo estaba
montado. Lo que no sabía es que dos parejas más habían sido invitadas y
acababan de aparcar junto a nuestro coche.
Lo que me faltaba: la estúpida de Elena y su herman Alba,
con sus respectivos. La cosa comenzaba a mejorar, pensé con sarcasmo. Esas dos
se pasarían todo el tiempo con indirectas de lo más directas sobre mis rarezas
de carácter y mi dilatada soltería. Miré a Irma indignada, y se limitó a encogerse
de hombros, sonreír con picardía y dar brincos mientras subía al camino a
recibir a los sorpresivos invitados, sorpresivos sólo para mí, claro estaba.
Alex y Fran encendían la barbacoa, no sin alguna que otra discusión.
Irma seguía riéndose como una hiena, agasajando a los nuevos invitados como si
fuera la anfitriona de la mejor celebración del año.
Voy a la orilla, grité, segura de que el pesado de Fran
acudiría en un rato a incordiar, a intentar meter mano sin éxtito, pobre. De
todos modos, mejor un pesado predecible y manejable que un grupo de memos
insufribles.
Caminé hasta la orilla y luego un rato en paralelo,
jugueteando con las pequeñas olas que rompían contras mis tobillos, ya sin
energías. El mecer del agua fría y el rítmico siseo eran tan agradables… escuchaba
ahora a los chicos charlando, con la música más alta. Habían sacado las
botellas y las colocaron sobre la mesa plegable, y a sus pies estaba la nevera
con el hielo. Ya se estaban despachando cubatas.
Un poco más allá la playa se estrechaba, y las rocas de lo
que parecía una alta ladera, carcomida por la humedad y el rocío, ocultaban el
resto del camino. Además, había piedras grandes en medio que dificultaban el
paso, pero aún así había hueco. Allí tendría más intimidad, y había menos luz.
Pasé las piedras y procuré no resbalar con algas y sedimentos. Al otro lado la
playa volvía a ensancharse y se perdía tras el recodo que creaba la ladera.
En una de las rocas bajas encontré un saliente donde
sentarme. Era algo rugoso, pero para un rato bastaba. Me apretujé dentro de la
sudadera, allí combatía más el viento, y el agua me bañaba los pies con espuma
blanca. Observaba su ir y venir cuando ví una gran alga, algo brillante, que sobresalía
a unos metros de la orilla, meciéndose cada vez más cerca. Y no era una, eran
varias. Flotaban como a la deriva pero no era cierto. Iban acercándose poco a
poco a la orilla. Era raro. Si analizabas bien el movimiento notabas que se
movían a contracorriente, en una sola dirección, la mía.
Me levanté y entré un poco en el agua para ver mejor. No
eran algas, las algas tienen como hojas más parecidas a los flecos de la
fregona. Era pelos. Sí, pelos. De hecho… Dios mío. A cierta altura comenzaron a
sobresalir sobre el nivel del mar, y los pelos se pegaron, chorreantes, a una cabeza
que emergía. Y no una, ahora veía decenas de cabezas sobresaliendo del agua. De
inmediato reculé todo lo que pude hasta que el líquido apenas si lamía los
dedos de mis pies.
Estaba aterrorizada. ¿Cuánto tiempo llevaban sumergidos? No
podían estar vivos. Eran muertos. Y si el tiempo que permanecieran bajo agua no
era suficiente prueba, el aspecto del más cercano, que ya tenía hasta los
hombros emergidos, era nauseabundo. Tenía verdín, sedimentos por todo el
espacio visible como los que tienen algunas rocas y moluscos a causa de la
humedad. Y le faltaba parte de la mandíbula. Diría que me miraba pero no veía
si tenía ojos o las cuencas estaban vacías. Tanto me daba, me llené de pánico y
corrí, esquivando rocas más mal que bien, y sorteando los montículos de arena
como podía, en dirección a barbacoa.
Gritaba enloquecida pero la música tapaba todos mis
bramidos. Y gesticulaba con las manos. Al alejarme del cúmulo de rocas ví que
no me seguían, no había nadie detrás pero no aminoré. Vislumbré a Fran, solo,
terminando de abanicar el fuego de la barbacoa para igualar el calor.
- Fran, ¿dónde están los demás? – Chille, ronca y sin aire.
Me dolía el pecho y los dedos de los pies de tropezar con piedras y restos.
- Eva, ahora iba a ir a verte. ¿Te echo un cubata?- Me dice,
Se vé que ya se ha bebido al menos un par de vasos. Está alegre, en su mundo.
- No, te digo que dónde están los otros. Tenemos que irnos
ya, me oyes. Pero ya.- Miré en derredor. Las luces de los coches estaban
apagadas.
- ¿Irnos? ¿Por qué? Si aún ni hemos comido nada. Ven al
fuego, tonta. Espera que los demás vengan de bañarse, ¿ok?- Se me cortó la
respiración al oír aquello. Estaban en el agua. No, no, no. Sin darle tiempo a
que me agarrara por el hombro, salí disparada hasta la orilla sin dejar de
lanzar miradas hacia las rocas de las que había huido, pero no veía nadie por
allí. Estaba histérica y llorosa.
- Irma.- Gritaba, estridente, con las manos a modo de
bocina. – Irma. Sal de ahí. Sal ya. Corred. Salid del agua.- Pero no me oían.
Seguía sin ver a los muertos, pero dentro del agua no se veía nada, lo que era
aún peor.
Ya en la orilla los ví. Irma estaba sobre los hombros de
Alex y las hermanas sobre los de sus novios. Luchaban para tirarse, y reían. Y
chapoteaban. A lo lejos ví un destello. Sí, se movían. Y había más.
- Por el amor de Dios, salid del agua. Salid.- Mis alaridos
eran bestiales. Desde la orilla repetía que salieran. Y esas cosas se
acercaban. Ahora veía decenas. Y se agrupaban a su alrededor.
- Irmaaaa. Por favor. Por favor. – Me dolía la garganta, no
podía elevar la voz más.
- Venga, chica. Métete. Está buenísima.- Me coreaban todos.
Al parecer sí me oían pero estaban en su juego y claro, la aburrida de Eva no
les iba a cortar el rollo.
Yo seguía clavada en el sitio, sin dar crédito a lo que
estaba pasando. Hablaba en susurros, tenía la garganta destrozada, y repetía de
manera mecánica las mismas frases desesperadas.
Ya estaban sobre ellos. Al unísono, como respondiendo al
sonido de una única orden, los más cercanos asomaron las cabezas. Irma gritó y
chapoteó sin éxito, parecía haberse olvidado de cómo se nadaba. El más cercano
se abalanzó sobre ella, con la boca de par en par, y mordió en la parte alta de
la cabeza mientras la sumergía. Incluso diría, no veía bien, que su sangre
estaba volviendo el tono del agua más brillante, más espesa.
Oscar, el novio de Alba, y Elena comenzaron a nadar hacia
mí, pero con los nervios no avanzaban lo rápido que deberían. Guille estaba en
shock, incapaz de moverse, y fue el siguiente en ser succionado, a ese ni lo ví
venir.
Alba lloraba, sollozaba convulsa, y Alex se zambulló a
buscar a Irma. No volvió a salir.
Yo ya no poseía fuerzas ni para susurrar. Tenía la garganta
al rojo. Me tapaba la boca con las dos manos, incrédula. Ni noté que Fran decía
barbaridades justo a mi lado e insultaba a los cadáveres, sin saber lo que
estaba ocurriendo.
Oscar y Elena aceleraron y ganaron terreno hasta llegar a
aguas poco profundas, entonces siguieron su avance más rápido, corriendo. Elena
iba más retrasada pero parecía que esas monstruosidades eran mucho más lentas.
Aún así, mientras la mayoría de aquellos avanzaba hacia la orilla a su ritmo,
exponiendo poco a poco más partes de su cuerpo, tres acorralaron a Alba, que
temblaba como un papel en una ventisca. No sé movía, no podía. Escuché su
último alarido, desde lo más profundo de su garganta, justo cuando uno se
posicionaba tras ella y le tiraba del pelo hacia atrás hasta exponer su vulnerable
cuello, otro le clavaba los dientes en él y el tercero tiraba de su brazo
derecho con tal fuerza que sin duda su intención era arrancarlo.
Oscar alcanzó mi posición, la sobrepasó y, sin reparar en
nosotros, siguió adelante playa arriba. Elena llegó luego, cayó de rodillas
frente a mí y me abrazó por la cintura con fuerza, jadeante y espasmódica. Yo
seguía inmóvil sin responder a ningún estímulo. Estaban muertos. Eran muertos,
monstruos. Y además eran caníbales.
Algunos ya tenían casi todo el torso al aire, y los veía
ahora con más claridad. No podía dejar de observarlos. Tenían costras, la piel
rugosa y lacerada, con indicios de putrefacción, y algunos soportaban heridas
descomunales, imposible que sobrevivieran con ellas. Incluso varios, ahora estaban
más cerca, estaban mutilados, sin dedos o sin parte de un brazo, y uno en
concreto tenía con un gran boquete entre las costillas de manera que se veían
éstas y parte de los órganos que quedaban detrás.
Ya no pude más. Empujé a Elena. Estaban demasiado cerca. Y
corrí, corrí hasta dejar atrás la barbacoa y la arena. Uno de los coches
faltaba. De todos modos a saber dónde estaban las llaves, y yo no sabía
conducir. Y encontré, tras mucho correr y tropezar, una especie de minicabaña o
cobertizo.
Veo sombras entre las tablas de las paredes que dan al
exterior, están ahí y son muchos. Dios mío, los oigo olfatear, gruñir. Diría
que me acechan, me esperan. Y tienen todo el tiempo del mundo.
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