Ana me da el encuentro nada más entrar, casi salta del sofá,
con la cara roja y los ojos hinchados, húmedos. Me abraza y yo la sostengo un
rato, con fuerza. No hacen falta palabras. Le acaricio el pelo y la dejo que se
tranquilice sola, le hará bien desahogarse. Tras el berrinche, me coge de la
mano y me lleva frente al cristal. No conocí al difunto y sé que la intención
de Ana no es llevarme a verlo, sino que le dé ánimos para poder contemplarlo
por última vez sin derrumbarse. Me dejo llevar.
Tras el grueso vidrio que parece una gran ventana, hay un
recinto pequeño, con un ataúd abierto en su mitad superior, cuatro velas altas
y blancas que quedan una a cada esquina, y flores y referencias religiosas por
doquier. Del cadáver sólo puede verse parte del torso y la cara, con la típica
pose de las manos cruzadas sobre el pecho en un gesto de paz y serenidad.
Y ciertamente se vé relajado, nada de rictus forzando una
expresión de dolor. O no sufrió mucho al morir, o lo han manipulado
adecuadamente. De hecho, salvo por la tez azulada, demasiado azul diría yo
aunque mucho fiambre no he visto en mi vida, y varias venas saltonas que dan
asco en las manos y en la frente, no tiene tan mala pinta, creía que iba a
impresionarme más.
Tras un rato mirando a través del cristal, decido que ya es
suficiente y me llevo a Ana a la mesita con las sillas, que está vacía en estos
momentos y nos da más intimidad. La dejo sentada, me voy a darle el pésame a
sus padres y alguno que no conozco, familiares supongo, y me siento frente a
ella intentando buscar su mirada, un poco perdida, aturdida, con la mía.
- Tranquilízate, nada puede hacerse ya. Relájate un poco,
anda.- Le susurro, esos sitios tienen como un aura que me hace incómodo elevar
la voz, como si profanara el lugar.
- Gracias por venir. Mis padres están de los nervios y la
mayoría de los que han venido ni sé porqué están aquí. Mira, ese de ahí es un
tío que vivía en Málaga, en el pueblo del abuelo, y no iba a verlo ni una vez
al año, y cuando iba era para pedir. Y ahí está, cabeceando. Que se vaya a su
casa si viene a dormir.- Estaba enfadada y parecía a punto de saltar del
asiento.
- Éste no es lugar para enfrentamientos.- Le replico,
calmada, cogiéndole una mano helada. – Sabes que en todas las familias hay
gilipollas interesados sin escrúpulos. Luego se pelearán por el terreno y la
casa de tu abuelo. Son así, pero ya habrá tiempo. – Sé que no debería alentar
la conversación en esa dirección, sino desviarla. Pero me joden los familiares
convenidos.
- Sí, pero manda huevos. Si nunca le he visto la cara. Y
abuelo Manu echaba pestes de él, sólo iba a verlo para perdir favores. Mírale,
si se va a fracturar el cuello de las cabezadas que está pegando. He tenido que
aguantar a mi padre dos veces porque iba a levantarse para liarla. – Me dice,
pero algo más relajada. Parece que la rabia, el enfado hacia su tío le hace
olvidar momentáneamente el dolor.
- Bueno, si se parte el cuello, estamos en el sitio
adecuado, ¿no? – afirmo, sonriéndole.
- Sí, no estaría mal. – Me mira y sonríe, un gesto que me
alegra el corazón.
En ese instante, oigo un sollozo ahogado. Ana mira hacia el
cuartito, aunque el difunto no se ve desde ese ángulo. Le sigo la mirada.
Hay una señora de rodillas frente al cristal, con un clinex
retorcido entre las manos. Mira espantada hacia el interior. Ha perdido las
fuerzas y se ha caído al suelo. Odio los arrebatos exagerados de dolor, aunque
sean lógicos y estén justificados. Los odio.
Ana se levanta y yo la sigo, sin pensar. Tratamos de
levantar a la mujer, de avanzada edad y negras vestiduras. Solloza entre
hipidos entrecortados, no respira bien y no deja de mirar al cristal. Debe
estar en shock. Ana la zarandea con violencia y, bajo el nombre de tía Ágata,
la conmina a reponerse.
Y al levantarme veo una sombra por el rabillo del ojo, en el
cristal. Es el abuelo. El abuelo está vivo, es lo primero que pienso. Pero no
puede ser.
Tanteo hacia abajo con la mano derecha, hipnotizada por lo
que observo. Agarro algo de Ana que sigue agachada, creo que el jersey por el
hombro, y tiro de ella con firmeza hacia arriba. La obligo a girarse y a mirar,
sin poder cerrar la boca por la sorpresa.
Mientras, más gritos y llantos histéricos, ensordecedores,
se suceden atrás nuestra. Todos han advertido lo ocurrido y están alterados,
enloquecidos. Pero el abuelo actúa raro. Ha conseguido sentarse en el ataúd
pero no puedo salir del todo y, arqueándose hacia delante, hacia nosotros, de
forma dolorosa, ha comenzado a palparlo y golpearlo. Y tira de su cuerpo con
tanta intensidad, feroz, sin lograr salir pues la mitad interior permanece
cerrada, que se está cortando la carne del abdomen. Y tanto tira, tan brutal es
su determinación que, mientras estira los brazos, golpea y forcejea, va
rajándose la zona. Duele verlo. Primero vemos sangre ennegrecida, en gruesos
pegotes, resbalando por los laterales al filo del ataúd, y manchando el forro
blanco con encajes de debajo, mancillándolo.
La gente sigue gritando, se agolpa ahora y nos empuja
adelante para poder ver. No quiero estar tan pegada, me retiro un par de pasos
y dejo pasar a algunos, y tiro de Ana para ponerla a mi lado. Me agarra del
brazo. La miro un instante.Llora, moquea pero tampoco osa pestañear.
El abuelo Manu está ahora agarrado a los pies del ataúd,
apretándose con fuerza al filo, rabioso. Sabe que así no puede llegar al
cristal y, con tanta actividad ante sus ojos vidriosos, la lucha por
alcanzarnos es despiadada. Tanto, que frota y corta hasta quebrar la carne y
parte de los intestinos y órganos se escapan, rebosan la tapa inferior del
ataúd y cuelgan por los laterales. Y sigue sin inmutarse, viendo su objetivo
más cercano, posible. No se oye pero diría que gruñe, con los ojos inflamados,
a punto de salirse de sus órbitas, palpitantes. Las encían le sangran de tanto
apretar los dientes por el esfuerzo por salir, chorreando y empapándole la
barbilla y el cuello, lo que le da un aspecto más aterrador, si cabe. La
chaqueta negra, la camisa, todo está ensangrentado. Es grotesco, espantoso.
Y por fín, con un sordo e inaudible crack, termina de
partirse en dos. La gente vocifera y me zumban los oidos. Aprieto a Ana contra
mí, me reconforta su tacto. Me empujan cuando al parecer alguien cae al suelo
desmayado pero mi atención está en lo único en lo que puede estar en ese
momento.
Y dos tipos, supongo que empleados del lugar que han sido
avisados o acudieron al oir el escándalo, entran por una pequeña puerta lateral
disimulada con la misma pintura blanca que recubre paredes, techo y suelo del
cuartito. Los vemos moverse y gesticular como en una película muda.
Cada uno, sudorosos e indecisos, coge por un lado del ataúd,
con el sitio justo para pasar. El lugar es muy estrecho. Manu, el supuesto
difunto, ya no sé como llamarlo, o mejor dicho, la mitad superior de Manu, se
dá la vuelta nada más oirlos entrar. Antes de llegar esos tipos había
conseguido alcanzar el cristal, arrastrándose sobre el ataúd, y todos dimos un
respingo y retrocedimos hasta chocar con la pared de detrás, pero incapaz de
dejar de mirar. En su empeño, pringa todo el cristal con sus restos viscosos,
intentando alcanzar a los del otro lado, pero logrando sólo encharcar todo el
vidrio con sangre y restos imprecisos. En su afán por mordernos, sus dientes
tropiezan con el cristal con tal ansia que los termina destrozando y dejando
trozos de ellos allí pegados.
Los dos individuos enchaquetados, y reconozco que ahora es
difícil ver, entre tanta porquería, lo que sucede al otro lado, cogen, cada uno
por un brazo, a la medio criatura, no puedo llamarla persona, y lo arrastran
hacia atrás para meterlo en el ataúd de nuevo. Se les vé impresionados pero no
flaquean en su labor.
La cosa forcejea, parece que incluso siendo medio ser
cercenado, no ha perdido potencia, persevera rabioso. Los dos individuos
consiguen arrastrarlo, pero se escapa del de la derecha y se tira encima del
otro. Debe estar gritando enloquecido cuando lo muerde en la frente y le
arranca un trozo de carne y piel. El tipo lucha, lo empuja pero le es imposible
zafarse. Es como una niña pequeña intentando desplazar un armario de cuatro
puertas.
Manu muerde con los restos de dientes que aún le quedan,
arranca trozos de cara y los escupe, dispuesto a despedazarle entero, bocado a
bocado, sin signos de cansancio ni fatiga.
A su vez, el otro sujeto, un chico mucho más joven y
delgado, de unos veinte años, pasado el aturdimiento ante tamaña monstruosidad,
se tira encima del muerto para rescatar a su compañero pero el cadáver,
enloquecido, se lo quita de encima de un manotazo, parece que le rugue con
todas sus fuerzas, como una fiera marcando su territorio, y sigue
mordisqueando. Hasta que su víctima deja de moverse.
Manu lo agarra por las solapas, lo zarandea, y cuando se ha
asegurado de que ya no le va a dar problemas, procede acabar con el otro de la
misma manera abominable, arrastrándose impulsado con los codos. El chico estaba
semi inconsciente, aturdido por el golpe, y no consigue detener el ataque, ni
siquiera opone resistencia.
Cuando sabe que éste tampoco será un problema, se para,
apoya las dos manos y con todas sus fuerzas se aupa en toda su altura, se da la
vuelta, nos mira con una sonrisa demencial, irónica y malvada como si fuera el
mismísimo demonio, irreconocible ahora con tanto resto pegado a la piel, y
corre (no sé si correr es la palabra, pero la velocidad es tal que quita el
hipo) hacia la puerta abierta hasta cruzarla.
Mierda, no me acordaba que la puerta seguía abierta. Tras
unos segundos en los que todos nos quedamos paralizados, la gente empieza a
reaccionar. Cojo a Ana y empujo. Intento correr y, aunque tengo las manos
sudadas y temblorosas, no pienso soltarla. Y no somos los únicos en intentar
salir de allí. Todos empujan, corren sin miramientos. Creo que alguien resbala
y hay caos, gritos, cualquier cosa vale con tal de salir con vida de allí, con
tal de alejarnos de ese horror.
A medio camino de la salida, con Ana arrastrada a trompicones,
oigo que me grita una y otra vez lo mismo: mis padres.
Coño, mierda, joder… Estoy furiosa. Nos paramos entre
empellones. Veo a los padres y algo peor, veo a lo lejos al abuelo Manu salir
por una puerta del fondo y avanzar de forma antinatural, inhumana, hacia una
anciana tambaleante que avanza poco y mal con un bastón. La observo caer cuando
la cosa esa salta y la derriva con un crujido descomunal. Se ha roto algo,
seguro.
Los padres de Ana nos alcanzan y seguimos corriendo hasta la
salida, no todo lo rápido que me gustaría pero afortunamente, y manda huevos
que piense esto, no somos los más lentos.
Bajo las escaleras de dos en dos, ya sin agarrar a Ana. Subo
al coche y, mientras enciendo el motor y arranco, ya estamos los cuatro dentro.
Ni cinturón ni nada, conduzco tras otros vehículos que ya han huído de allí,
como alma que lleva el diablo, aunque en este caso, más bien somos almas
huyendo de él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario