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sábado, 6 de abril de 2013

Relato Zombie: GolpeZ en el techo (Parte 2 de 2)



De lo más profundo de una garganta de mujer suena el alarido más desgarrador que haya oído jamás. Es una mezcla de dolor y desesperación, una última y desesperada llamada al aire, una oda a la desilusión, a la desesperanza. Y tan nítido, tan lastimoso. Semeja en un principio un gruñido nasal y gorgoteante a la vez, ahogado a la mitad y convertido en un aullido ronco al final. Me deja paralizada. El sonido, imposible llamarlo grito pues esa persona debe haberse roto alguna que otra cuerda bocal en el intento, se queda retumbando dentro de mi cabeza como un eco ininterrumpido durante lo que me parecieron minutos. El ascensor se abre ante mí e ilumina parte del descansillo. No se ve más allá de aquel destello, que me sorprende y me deja más aturdida aún. Pero ni aún la más acogedora de las luces hubiera mitigado el desasosiego que me produjo aquel sonido, aún cuando no viniera acompañado de ningún acto más.
Y la estupidez me lleva de nuevo hacia la puerta de donde salió aquello. Avanzo a tal velocidad que, cuando acierto a tocar la sólida madera gris con el pomo plateado, el silencio se ha apoderado del espacio que me rodea. Apoyo el oído de nuevo y espero otro largo rato, o eso me parece, el tiempo ha cambiado sus fundamentos motivado por los acontecimientos, y no noto su paso. Y tampoco debí notar la primera vez que coloqué mi oreja que la puerta no estaba cerrada del todo. O aquella vez sí lo estuvo, y algo ha hecho que ahora permanezca tan levemente abierta que no he sido capaz de percibirlo antes. Mismo dá. Respiro hondo, suelto el aire lentamente, lamentando mi maldita curiosidad, y empujo la puerta con precaución mientras rememoro el gesto asustado de la vecina y sonrío al pensar en dónde estará metida ahora. Pero la sonrisa se me congela a la mitad y el aire se colapsa a medio salir de la boca. El espectáculo es preocupante, nada alagueño.
El suelo rebosa de cristales en la pequeña entradita alargada. Rebosa cristales y las paredes chorrean agua. Y no sólo cristales, hay piedras pequeñas, restos de plástico y demás… alguien debió reventar el acuario, que debía ser bastante grande a juzgar por los restos esparcidos por el lugar, contra la puerta, lo que explicaría el golpe y todo el caos, pero allí no hay ni el más mínimo resto de peces saltarines, que deberían estar boqueando por unas últimas gotas de agua que les permitan subsistir. Y al entrar veo fisuras y tierra pegada en el interior de la puerta de entrada.
Pero eso, aunque capta momentáneamente mi atención, no es nada. Unos pasos más allá veo marañas de pelo marrón y gris mezcladas con restos de carne y pegotes de sangre coagulada. Sin duda el perro, o los perros, miserable suerte les ha tocado, la masa es tan indefinida que sería incapaz de calcular si pertenecían a uno o a diez especímenes diferentes. Veo por ahí parte de una cabeza con la pelambrera apelmazada y un ojo de mirada vacía me mira petrificado, rodeado de astillas y pedazos de madera de las sillas y la mesa del salón, totalmente destruidos y desperdigados sus restos por los alrededores. Aquello parece un campo de batalla, no me atrevo ni a respirar ni soy capaz de pensar en nada, sólo puedo mirar sin pestañear siquiera, abrumada por lo que veo. Sé que debería darme la vuelta de inmediato, todo mi cuerpo está atenazado, y todas las alertas están disparadas, diciéndome, gritándome que no estoy haciendo lo correcto. Pero mis pies no responden. Y más cómico aún es la idea que se me pasa por la cabeza de que debería haber llamado antes de entrar y de que estoy cometiendo allanamiento, estoy cometiendo un delito. No creo que el perro o los peces inexistentes vayan a denunciarme. Me parece que estoy rozando el histerismo, no es momento de hacer bromas pero me río la gracia.
Al doblar hacia el pasillo central, más allá del salón donde me encuentro, que recorre y separa los dormitorios y el cuarto de baño en dos filas paralelas, idéntica en la distribución a la de mi propia vivienta, veo la atroz escena que inunda todo el corredor y un sollozo ahogado escapa de mi garganta. Busco con la mano izquierda la pared para apoyarme en ella y no desfallecer, pero queda demasiado lejos, tengo arcadas y no había notado hasta ahora que mis ojos estaban empapados de lágrimas. Las rodillas se me doblan y no encuentro fuerza en mis piernas que me sostengan en pie. Caigo y lloro, y me ahogo con mi propia respiración. Me apoyo con las manos al suelo, temo flaquear y perder el sentido, la cabeza me da vueltas. Sollozo. Oigo un ruido al fondo y me tapo la boca. Me miro las manos, me toco la cara. Sangre. No es mía, está todo el suelo empapado desde la entrada del pasillo y luego por todo él. Y la niña…
Lo que queda de ella, me mira con una mueca de espanto y la mandíbula desencajada. Veo parte de un ojo desprendido, un gran arañazo recorriéndole la frente hasta la oreja derecha y varios dientes a su alrededor, flotando en sus propios jugos corporales. Permanece estirada, con las piernas dentro de la primera habitación que queda a la derecha, y la cabeza, lo que queda intacto de ella, en un ángulo antinatural, medio apoyada contra la pared opuesta, torcida con el cuello en forma de ele. Y no sólo los dientes están fuera de lugar, tiene todo el abdomen desgarrrado y… otro sollozo, o un gruñido, proviene de la habitación de más al fondo. Si supiera lo que ha pasado allí. Mis manos tiemblan y mis piernas dudan cuando cruzo a través, sí, no hay otra expresíon mejor que esa, a través, de los restos desperdigados de la niña. Y sí, es una niña, el camisón que debía ser rosado, con dibujitos inidentificables que parecen muñecas y bichejos graciosos, la delata. Veo al pasar, y casi me los llevo entre los dedos, varios mechones de pelo con trozos de cuero cabelludo adheridos a la pared. El paso no es muy ancho, y madre de Dios, casi resbalo encima de aquello. Y otro ruido más al fondo, y además de esa habitación proviene más luz, no sólo la que ilumina al resto de la casa desde el exterior.
Acabo pasando como puedo, temblorosa, y sigo hasta el fondo. La siguiente y última habitación queda a la derecha, justo al lado de la de la pequeña, donde quedaría el dormitorio de mis padres en el piso inferior, pues todo el bloque está construido con las mismas dimensiones.
Alcanzo el quicio de la puerta de esa habitación, y me asomo.
La habitación está efectivamente iluminada con una luz amarillenta, parpadeante. Proviene de una lamparita de noche que oscila, colgando, balanceándose, a media caída gracias al corto cable que la une al enchufe de la corriente eléctrica. El cuarto apenas contiene dos mesas de noche, un armario a un lateral y una cama de matrimonio, una cama profanada por un engendro infernal que, en cuclillas, se inclina sobre el cuerpo de una mujer que permanecía estirada a todo lo ancho, de lado a lado, colgando por los extremos. Y digo colgando sin temor a equivocarme, aunque miento en su totalidad.
Una pierna, cercenada por la zona baja del muslo, con los huesos sobresaliendo, astillados, yace a los pies de la cama, digamos pues que esa extremidad ya no cuelga de ningún lado de la cama. Sí podría decirse que la cabeza le cuelga, sujeta por escasos girones de carne y parte de la estructura ósea de la garganta y el cuello, pero separada del resto del cuerpo en varios centímetros, vacilante. Y el torso, si el cuerpo de la niña era repugnante, teniendo en cuenta además la aberración extra que suponía su corta edad arrebatada a la vida, este ya no tenía palabras. No hay apenas órganos en su interior, desperdigados por la cama, las paredes y el suelo, y alguno permanece, al menos en parte, dentro de la boca de la criatura, y lo masticaba sin cesar como el que masca un chicle duro, o como el que come uno de esos caramelos que se pegan  a las encías, atiborrándose con la carne fresca, goteante, de su víctima. Incluso veo entre los dientes ennegrecidos restos de cabezas y raspas de pequeños peces.
El ser semeja un hombre mutado o algún tipo de animal humanoide, con las facciones hinchadas, incluso sangrantes por múltiples fisuras, rasgaduras de la piel supurante. Le faltan matas de pelo de la cabeza, aquí y allá, y se ve el interior por debajo de las calvas. Venas azuladas palpitan por toda la piel, blanquecina y de un brillo pringoso, como grasiento. No es exactamente sudor ni pus, pero parece más espeso que el primero pero más líquido que el segundo, y le confiere un resplandor espectral, enfermizo. Da asco, repulsión. Hasta que veo sus ojos. Son una explosión de sangre, doloroso sólo de mirarlos. Teñido de rojo púrpura, el interior del ojo era un todo vivo, se dilata y se contrae como un reptil retorciéndose en un espacio limitado, furioso, encolerizado. Parece una cuenca vacía con líquido animado, rojo y negro, variando la intensidad de sus matices por momentos. Algo ocultos tras una expresión de cólera incontenida, me miran con crueldad, con rabia, con una fiereza y una pasión endiabladas. No expresaban curiosidad, ni sorpresa. Son puro deseo, anhelo, hambre…
Ante el sonido de mis sollozos o la imagen de carne viva, el extraño ser de ojos exaltados flexiona la espalda hacia atrás en un movimiento imposible para un ser vivo, hasta casi doblarse por la mitad  y me mira con tal brutalidad que me hace tambalear y jadear a la vez. Olfateando en mi dirección, se relame los fluidos y cuajarones que cuelgan de sus labios y su barbilla chorreante, con glotonería, entornando aún más los ojos y exhibiendo una sonrisa fría y burlona. El cabrón se esta deleitando, y no sólo eso, no me había fijado en que está desnudo, y ahora que lo veo estirado, de rodillas sobre las ruinas humanas que aún quedan sin roer bajo él, me doy cuenta de la tremenda erección, inflamación, o no sé cómo llamarlo, que padece. Está excitado, en éxtasis, plenamente satisfecho. Y a la vez quiere más, necesita mi carne, no sexualmente sino que quiere comerla, desmenuzarla e ingerirla lentamente.
Ese gesto, todo lo que transmite su mirada y su expresión corporal, son el cúlmen de lo insoportable. En unos segundos me vuelvo y recorro el pasillo, pisando las blandas esencias de los restos de la joven víctima, casi cayendo sobre ella al patinar en su jugo y terminando de desperdigar aquella masa ya indefinida. Corro como poseída, sin saber si soy perseguida o no, sólo escuchando los latidos de mi corazón desbocado dentro de mis oídos, con una fuerza brutal, ensordeciéndome, y mi respiración agónica y entrecortada. No penso en volver la cabeza ni una décima de segundo para comprobar si me sigue.
Atravieso la puerta, alcanzo y sobrepaso el ascensor, ya cerrado de nuevo, bajo las escaleras sin levantar la cabeza, encogida, temerosa de notar en mi espalda sus repugnantes manos chorreantes de vida arrebatada, cruzo la entrada de mi vivienda y cierro con tal fuerza que salgo despedida y caigo agotada de rodillas en mitad de la sala.
Allí me qiedo, temblando como una flor bajo una nevada, vomitando todo lo que tengo en el estómago, e incluso un poco más, hasta que me quedo vacía, sin emociones y sin fuerzas, exhausta.
El resto, no sólo de la noche sino de los días sucesivos, permanecen como un confuso y contínuo desfile de fotos difusas y desordenadas. Intento recolocarlas en mi cabeza pero me es inposible. Me bloqueo, no puedo cerrar los ojos, la comida me sabe amarga y un poco a óxido.
Aparte de las enloquecidas escenas de mutilaciones y las imágenes de los ojos y los cabellos y toda esa sangre… recuerdo haber hablado con algunos policías, ya de día, que vinieron a casa a hacernos preguntas. Recuerdo a la vecina con la nieta, llorando desconsolada en el descansillo de su planta. Y algo escucho, relacionado con la familia que vivía allí, sobre el marido, el padre de la pequeña, un celador que fue contagiado por un enfermo recién hospitalizado, y no sé qué detalles que no alcanzo a recordar. Ni siquiera su nombre, no puedo darle un nombre humano a aquella cosa, aunque antes lo tuviera.

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