De lo más profundo de una garganta de mujer suena el alarido
más desgarrador que haya oído jamás. Es una mezcla de dolor y desesperación,
una última y desesperada llamada al aire, una oda a la desilusión, a la
desesperanza. Y tan nítido, tan lastimoso. Semeja en un principio un gruñido
nasal y gorgoteante a la vez, ahogado a la mitad y convertido en un aullido
ronco al final. Me deja paralizada. El sonido, imposible llamarlo grito pues
esa persona debe haberse roto alguna que otra cuerda bocal en el intento, se
queda retumbando dentro de mi cabeza como un eco ininterrumpido durante lo que
me parecieron minutos. El ascensor se abre ante mí e ilumina parte del
descansillo. No se ve más allá de aquel destello, que me sorprende y me deja
más aturdida aún. Pero ni aún la más acogedora de las luces hubiera mitigado el
desasosiego que me produjo aquel sonido, aún cuando no viniera acompañado de
ningún acto más.
Y la estupidez me lleva de nuevo hacia la puerta de donde
salió aquello. Avanzo a tal velocidad que, cuando acierto a tocar la sólida
madera gris con el pomo plateado, el silencio se ha apoderado del espacio que
me rodea. Apoyo el oído de nuevo y espero otro largo rato, o eso me parece, el
tiempo ha cambiado sus fundamentos motivado por los acontecimientos, y no noto
su paso. Y tampoco debí notar la primera vez que coloqué mi oreja que la puerta
no estaba cerrada del todo. O aquella vez sí lo estuvo, y algo ha hecho que
ahora permanezca tan levemente abierta que no he sido capaz de percibirlo
antes. Mismo dá. Respiro hondo, suelto el aire lentamente, lamentando mi
maldita curiosidad, y empujo la puerta con precaución mientras rememoro el gesto
asustado de la vecina y sonrío al pensar en dónde estará metida ahora. Pero la
sonrisa se me congela a la mitad y el aire se colapsa a medio salir de la boca.
El espectáculo es preocupante, nada alagueño.
El suelo rebosa de cristales en la pequeña entradita
alargada. Rebosa cristales y las paredes chorrean agua. Y no sólo cristales,
hay piedras pequeñas, restos de plástico y demás… alguien debió reventar el
acuario, que debía ser bastante grande a juzgar por los restos esparcidos por
el lugar, contra la puerta, lo que explicaría el golpe y todo el caos, pero allí
no hay ni el más mínimo resto de peces saltarines, que deberían estar boqueando
por unas últimas gotas de agua que les permitan subsistir. Y al entrar veo
fisuras y tierra pegada en el interior de la puerta de entrada.
Pero eso, aunque capta momentáneamente mi atención, no es
nada. Unos pasos más allá veo marañas de pelo marrón y gris mezcladas con
restos de carne y pegotes de sangre coagulada. Sin duda el perro, o los perros,
miserable suerte les ha tocado, la masa es tan indefinida que sería incapaz de
calcular si pertenecían a uno o a diez especímenes diferentes. Veo por ahí
parte de una cabeza con la pelambrera apelmazada y un ojo de mirada vacía me
mira petrificado, rodeado de astillas y pedazos de madera de las sillas y la
mesa del salón, totalmente destruidos y desperdigados sus restos por los
alrededores. Aquello parece un campo de batalla, no me atrevo ni a respirar ni soy
capaz de pensar en nada, sólo puedo mirar sin pestañear siquiera, abrumada por
lo que veo. Sé que debería darme la vuelta de inmediato, todo mi cuerpo está
atenazado, y todas las alertas están disparadas, diciéndome, gritándome que no
estoy haciendo lo correcto. Pero mis pies no responden. Y más cómico aún es la
idea que se me pasa por la cabeza de que debería haber llamado antes de entrar
y de que estoy cometiendo allanamiento, estoy cometiendo un delito. No creo que
el perro o los peces inexistentes vayan a denunciarme. Me parece que estoy
rozando el histerismo, no es momento de hacer bromas pero me río la gracia.
Al doblar hacia el pasillo central, más allá del salón donde
me encuentro, que recorre y separa los dormitorios y el cuarto de baño en dos
filas paralelas, idéntica en la distribución a la de mi propia vivienta, veo la
atroz escena que inunda todo el corredor y un sollozo ahogado escapa de mi
garganta. Busco con la mano izquierda la pared para apoyarme en ella y no
desfallecer, pero queda demasiado lejos, tengo arcadas y no había notado hasta
ahora que mis ojos estaban empapados de lágrimas. Las rodillas se me doblan y
no encuentro fuerza en mis piernas que me sostengan en pie. Caigo y lloro, y me
ahogo con mi propia respiración. Me apoyo con las manos al suelo, temo flaquear
y perder el sentido, la cabeza me da vueltas. Sollozo. Oigo un ruido al fondo y
me tapo la boca. Me miro las manos, me toco la cara. Sangre. No es mía, está
todo el suelo empapado desde la entrada del pasillo y luego por todo él. Y la
niña…
Lo que queda de ella, me mira con una mueca de espanto y la
mandíbula desencajada. Veo parte de un ojo desprendido, un gran arañazo
recorriéndole la frente hasta la oreja derecha y varios dientes a su alrededor,
flotando en sus propios jugos corporales. Permanece estirada, con las piernas
dentro de la primera habitación que queda a la derecha, y la cabeza, lo que
queda intacto de ella, en un ángulo antinatural, medio apoyada contra la pared
opuesta, torcida con el cuello en forma de ele. Y no sólo los dientes están
fuera de lugar, tiene todo el abdomen desgarrrado y… otro sollozo, o un
gruñido, proviene de la habitación de más al fondo. Si supiera lo que ha pasado
allí. Mis manos tiemblan y mis piernas dudan cuando cruzo a través, sí, no hay
otra expresíon mejor que esa, a través, de los restos desperdigados de la niña.
Y sí, es una niña, el camisón que debía ser rosado, con dibujitos
inidentificables que parecen muñecas y bichejos graciosos, la delata. Veo al
pasar, y casi me los llevo entre los dedos, varios mechones de pelo con trozos
de cuero cabelludo adheridos a la pared. El paso no es muy ancho, y madre de
Dios, casi resbalo encima de aquello. Y otro ruido más al fondo, y además de
esa habitación proviene más luz, no sólo la que ilumina al resto de la casa
desde el exterior.
Acabo pasando como puedo, temblorosa, y sigo hasta el fondo.
La siguiente y última habitación queda a la derecha, justo al lado de la de la
pequeña, donde quedaría el dormitorio de mis padres en el piso inferior, pues
todo el bloque está construido con las mismas dimensiones.
Alcanzo el quicio de la puerta de esa habitación, y me
asomo.
La habitación está efectivamente iluminada con una luz
amarillenta, parpadeante. Proviene de una lamparita de noche que oscila,
colgando, balanceándose, a media caída gracias al corto cable que la une al
enchufe de la corriente eléctrica. El cuarto apenas contiene dos mesas de
noche, un armario a un lateral y una cama de matrimonio, una cama profanada por
un engendro infernal que, en cuclillas, se inclina sobre el cuerpo de una mujer
que permanecía estirada a todo lo ancho, de lado a lado, colgando por los
extremos. Y digo colgando sin temor a equivocarme, aunque miento en su
totalidad.
Una pierna, cercenada por la zona baja del muslo, con los
huesos sobresaliendo, astillados, yace a los pies de la cama, digamos pues que
esa extremidad ya no cuelga de ningún lado de la cama. Sí podría decirse que la
cabeza le cuelga, sujeta por escasos girones de carne y parte de la estructura
ósea de la garganta y el cuello, pero separada del resto del cuerpo en varios
centímetros, vacilante. Y el torso, si el cuerpo de la niña era repugnante,
teniendo en cuenta además la aberración extra que suponía su corta edad
arrebatada a la vida, este ya no tenía palabras. No hay apenas órganos en su
interior, desperdigados por la cama, las paredes y el suelo, y alguno permanece,
al menos en parte, dentro de la boca de la criatura, y lo masticaba sin cesar
como el que masca un chicle duro, o como el que come uno de esos caramelos que
se pegan a las encías, atiborrándose con
la carne fresca, goteante, de su víctima. Incluso veo entre los dientes
ennegrecidos restos de cabezas y raspas de pequeños peces.
El ser semeja un hombre mutado o algún tipo de animal
humanoide, con las facciones hinchadas, incluso sangrantes por múltiples
fisuras, rasgaduras de la piel supurante. Le faltan matas de pelo de la cabeza,
aquí y allá, y se ve el interior por debajo de las calvas. Venas azuladas
palpitan por toda la piel, blanquecina y de un brillo pringoso, como grasiento.
No es exactamente sudor ni pus, pero parece más espeso que el primero pero más
líquido que el segundo, y le confiere un resplandor espectral, enfermizo. Da
asco, repulsión. Hasta que veo sus ojos. Son una explosión de sangre, doloroso
sólo de mirarlos. Teñido de rojo púrpura, el interior del ojo era un todo vivo,
se dilata y se contrae como un reptil retorciéndose en un espacio limitado,
furioso, encolerizado. Parece una cuenca vacía con líquido animado, rojo y
negro, variando la intensidad de sus matices por momentos. Algo ocultos tras
una expresión de cólera incontenida, me miran con crueldad, con rabia, con una
fiereza y una pasión endiabladas. No expresaban curiosidad, ni sorpresa. Son
puro deseo, anhelo, hambre…
Ante el sonido de mis sollozos o la imagen de carne viva, el
extraño ser de ojos exaltados flexiona la espalda hacia atrás en un movimiento
imposible para un ser vivo, hasta casi doblarse por la mitad y me mira con tal brutalidad que me hace
tambalear y jadear a la vez. Olfateando en mi dirección, se relame los fluidos
y cuajarones que cuelgan de sus labios y su barbilla chorreante, con glotonería,
entornando aún más los ojos y exhibiendo una sonrisa fría y burlona. El cabrón
se esta deleitando, y no sólo eso, no me había fijado en que está desnudo, y
ahora que lo veo estirado, de rodillas sobre las ruinas humanas que aún quedan
sin roer bajo él, me doy cuenta de la tremenda erección, inflamación, o no sé
cómo llamarlo, que padece. Está excitado, en éxtasis, plenamente satisfecho. Y
a la vez quiere más, necesita mi carne, no sexualmente sino que quiere comerla,
desmenuzarla e ingerirla lentamente.
Ese gesto, todo lo que transmite su mirada y su expresión
corporal, son el cúlmen de lo insoportable. En unos segundos me vuelvo y recorro
el pasillo, pisando las blandas esencias de los restos de la joven víctima,
casi cayendo sobre ella al patinar en su jugo y terminando de desperdigar
aquella masa ya indefinida. Corro como poseída, sin saber si soy perseguida o
no, sólo escuchando los latidos de mi corazón desbocado dentro de mis oídos,
con una fuerza brutal, ensordeciéndome, y mi respiración agónica y entrecortada.
No penso en volver la cabeza ni una décima de segundo para comprobar si me
sigue.
Atravieso la puerta, alcanzo y sobrepaso el ascensor, ya
cerrado de nuevo, bajo las escaleras sin levantar la cabeza, encogida, temerosa
de notar en mi espalda sus repugnantes manos chorreantes de vida arrebatada,
cruzo la entrada de mi vivienda y cierro con tal fuerza que salgo despedida y caigo
agotada de rodillas en mitad de la sala.
Allí me qiedo, temblando como una flor bajo una nevada,
vomitando todo lo que tengo en el estómago, e incluso un poco más, hasta que me
quedo vacía, sin emociones y sin fuerzas, exhausta.
El resto, no sólo de la noche sino de los días sucesivos,
permanecen como un confuso y contínuo desfile de fotos difusas y desordenadas. Intento
recolocarlas en mi cabeza pero me es inposible. Me bloqueo, no puedo cerrar los
ojos, la comida me sabe amarga y un poco a óxido.
Aparte de las enloquecidas escenas de mutilaciones y las imágenes
de los ojos y los cabellos y toda esa sangre… recuerdo haber hablado con
algunos policías, ya de día, que vinieron a casa a hacernos preguntas. Recuerdo
a la vecina con la nieta, llorando desconsolada en el descansillo de su planta.
Y algo escucho, relacionado con la familia que vivía allí, sobre el marido, el
padre de la pequeña, un celador que fue contagiado por un enfermo recién
hospitalizado, y no sé qué detalles que no alcanzo a recordar. Ni siquiera su
nombre, no puedo darle un nombre humano a aquella cosa, aunque antes lo
tuviera.
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