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domingo, 26 de mayo de 2013

Relato zombie: Vestigios de la G. C. Española



- Abuela, quiero ver una peli.- Le decía la niña a aquella anciana de cabello canoso recogido en una larga y menuda trenza funcional, que escuchaba pacientemente al filo de la cama las reiterativas protestas de su nieta. Sonreía con picardía, divertida.
- No, cariño mío. Ya es muy tarde y tu madre me lo ha dejado bien claro. Nada de ver la tele a partir de las diez. Ya lo sabes.- Replicó la mujer mientras se planchaba el bajo del pantalón con las manos en un movimiento mecánico, una especie de manía nerviosa. No sabía cómo volver a decirle lo mismo y, aunque la pequeña cabeceaba adormilada, con tozudez luchaba por no terminar de cerrar los ojos.
- Bueno, hagamos un trato. Cuéntame un cuento del monstruo del sótano. Hace tiempo que no me lo cuentas. Te prometo que me duermo después. Mamá no dijo nada de cuentos.- La abuela volvió a sonreír, redoblando sus esfuerzos por alisar el amplio camisón rosado. Era bueno que la niña supiera esa historia, que la asimilara bien, pero siempre le provocaba malestar, inquietud, al menos al principio.
- Si te la conté hace dos días, ¿no prefieres otra más alegre? La de la princesa y la rana, ¿qué te parece? – Protestó sin ganas, sabiendo que la batalla empezaba ya perdida.
- No. Quiero la del monstruo. La del monstruo. La del… -
- Vale, vale. Ya entendí. Pero calladita y sin interrumpir, que ya sabes cuánto me molesta. Y tápate bien que hace fresco.- Replicó la mujer sin más ganas de discutir. La niña asintió con una amplia sonrisa, satisfecha de su victoria, y se acurrucó entre la almohada y su descolorido perrito de peluche, Gordito, totalmente espabilada con el poco sueño que tuviera evaporado como si nunca hubiera estado allí.


Esta es la historia del Tío Edu. Tu tío Eduardo nació hará este año cuarenta y siete veranos, en esta misma casa, en un calurosísimo día a la hora en que el Sol luce más alto y más brillante, y falleció hace veinticuatro años con tan sólo veintitres años de edad bajo una hermosa luna velada por la pena y consumida por la tragedia que la Guerra Civil española trajo a estas tierras. Se dice que se reunió aquella fatídica noche con cuatro jóvenes más del lugar con el fin de asaltar un depósito de grano que usaban los nacionalistas asentados en el pueblo como acuartelamiento y almacén para comida y armas, un almacén donde guardaban y racionaban el escaso sustento que teníamos, comida cultivada por nosotros mismos o fabricada con nuestras manos. Los muchachos, hastiados de mendigar lo que era suyo por derecho, hartos de humillaciones, de bajar la cabeza y observarse los puños apretados, se decidieron a darles un escarmiento y mermar considerablemente sus provisiones en nuestro provecho.
En la oscuridad de las montañas y con la bruma de la noche helada flotando baja en el aire, la visibilidad se encontraba severamente reducida, y eso les beneficiaba muchísimo pues esos chicos habían nacido y crecido jugando en esos parajes y se conocían incluso a ciegas cada árbol, cada elevación y cada saliente. Todo sería fácil y rápido, se decían. Entrar, robar y salir, destrozando e inutilizando cuanto pudieran por el camino.
Sólo uno de ellos sobrevivió.
Las madres de los jóvenes de la aldea éramos mujeres laboriosas, temerosas de Dios y muy, muy pacientes. Callábamos y dejábamos hacer. Eran corazones ardorosos que no podrían ser sofocados por sus madres amorosas. Pero no sólo éramos temerosas de Dios sino también del maligno, pues todo ser creyente debería tener bien claro que no puede existir uno sin el otro, como no hay cara sin cruz aún siendo las dos caras.
Mi muchacho salió a hurtadillas al amparo del frío de aquella noche de invierno. No hay freno para los jóvenes de esas edades y todos debíamos luchar en aquella cruenta batalla contra el poder que intentaba subyugarnos a costa de matarnos de hambre, así que sufríamos en nuestras casas con cada paso que los alejaba de la falsa seguridad que nuestros hogares nos proporcionaban.
En la plaza del pueblo hacían la ronda dos sublevados, que por las vestimentas se adivinaban como soldados del gobierno militar. No les vieron pasar hacia el lado opuesto, envueltos en una provechosa oscuridad protectora, ni vieron las huellas que, al cabo de varios segundos, la humedad del suelo ya había consumido o difuminado hasta hacerlas desaparecer. Era una noche negra, cerrada en sí misma, y la nevada del día se había derretido con el calor de la tarde, todo parecía favorecerles, todo parecía “planeado” para facilitarles la incursión.
Así llegaron los chicos, hijos de nuestro amado pueblo, al a fachada lateral del Ayuntamiento y de ahí salieron del conglomerado de calles sinuosas y cuestas interminables a un bosquecillo de pinos albares de al menos treinta metros de altura, frondosos y de tronco recto que les ofrecían un escondite perfecto.
El depósito se encontraba más allá, a unos ciento cincuenta metros, distancia que recorrieron más aprisa que de costumbre para entrar en calor y acometer su tarea con celeridad. Al llegar al lugar lo encontraron silencioso y oscuro, iluminado permanentemente por la débil y apocada luminiscencia de una luna semioculta, al encontrarse en un claro despejado. No se veían centinelas ni custodio alguno en las inmediaciones e incluso los perros estaban a buen recaudo del frío, a buen seguro mejor alimentados y cuidados que todos los aldeanos de las inmediaciones juntos. Se acercaron como conejos a una madriguera rodeada de cepos, temerosos pero decididos. Del bosque al edificio, una enorme y viejísima construcción de ladrillo rojo, parcialmente cubierto de escarcha y gruesos canelones en los bordes del desgastado tejado en forma de pirámide achatada, de tejas parduzcas erosionadas por el calor del Sol y la humedad. Al igual que no podría decirse que el lugar se encontrara en ruinas, no había modo de decir que se encontrara sus mejores momentos.
Corrieron cuanto pudieron sin hacer demasiado alboroto. Atravesar el espacio despejado era la peor parte pues se encontrarían desprotegidos y a la vista de todo lo que pudiera estar al acecho. Rezaban, agarrándose los crucifijos encadenados al cuello, quienes los tuvieran, o sujetándose los dedos entre sí con firmeza, orientándolos hacia el cielo con fervor. Y lo hacían para no hacer ruido, para no ser descubiertos, para que todos anduvieran adormilados. Por todo eso y por sus almas atormentadas, y por vencer el miedo que les pegaba las suelas de los zapatos al suelo.
Nadie los paró y llegaron a la pared trasera de la construcción sin incidentes, algo asombrados por su buena fortuna. Por señas se recordaron las instrucciones preconcebidas relacionadas con sus próximos movimientos.
Dos de ellos optaron por montar guardia por los alrededores y avisar de alguna de las maneras acordadas, según las circunstancias y posibilidades, a los demás. Los otros tres iban al interior, uno en cabeza para inspeccionar con sigilo y rapidez y los restantes, por ser más corpulentos, servirían como cargadores de la mercancía. El primero en entrar fue mi chico, eso me dijeron y eso me decía el corazón. Era un muchacho espigado, silencioso como la nieve al desparramarse por la tierra seca, avispado como un zorro, un pilluelo de armas tomar. Era risueño y zalamero, inquieto, siempre saltando y curioseando por todos lados, conocedor de recovecos y cotilleos. Recuerdo cómo me contó, con pelos y señales, su primer despertar sexual al ver a una chica en un granero retozando con un mozo. Me vino exaltado, intentando entender lo que había visto. Le impresionó la piel blanca y semidesnuda de la mujer, una chica de apenas dieciséis años, y las maneras, los gemidos. Me lo contaba con una mezcla de euforia y sorpresa, buscaba explicaciones, parecía que hubiera hallado el mismísimo tesoro del galeón San José.
Tenía sólo catorce años cuando ocurrió y pronto debió aprender el significado de aquello puesto que dejó de presionarme con preguntas y comenzó a frecuentar las tardes con paseos nocturnos con una u otra muchacha. Era flaco pero fuerte de ayudar a arar los campos para sacarse unas monedas, y era aplicado, tenaz, incluso insistió en ir a la escuela cuando pudiera y acabó leyendo con soltura y constancia. Estaba tan orgullosa de él. No dudaba, por todo ello, de su capacidad de liderazgo en el grupo incursor.
Mi niño empujó la puerta trasera del depósito con la esperanza de que estuviera encajada, sin pestillos y ataduras. No había llaves ni cerraduras en el pueblo, nunca se habían utilizado amarres, la privacidad se respetaban y las casas eran de todos como una gran familia. Y ésta no era una puerta especial ni diferente. Los orgullosos y altaneros soldados no podían, no creían posible que unos mugrientos pueblerinos domesticados fueran a levantarse en armas, no nos consideraban capaces de robos ni triquiñuelas, sabedores, y nosotros también lo sabíamos, de cuales serían las represalias. ¿Pero acaso no sabe todo el mundo que hasta el perro más fiel muerde al amo que lo maltrata y lo deja sin comer?
Mi chico entró… Entró, y no volvió a salir. Ninguno sospechó que aquello no era normal. La juventud es espabilada pero inexperta, imprudente. Y uno de ellos vendió a los demás, un Judas condenado al infierno por regalar la vida de sus hermanos a cambio de algunos beneficios, comida quizás, inmunidad… privilegios menores, ganancias vacías.
¿Qué cómo lo sabemos? Porque vivió. Lo dejaron vivir, supongo que esa sería una de las condiciones del trato, sin tener en cuenta que aquello lo delataría, lo señalaría sin dudas. Lo dejaron vivir para su vergüenza y la de su familia. Le dieron lo que le habían ofrecido, y entre todo aquello estaba la inmunidad. Sí, inmunidad de su parte, no protección de los demás. De los dolientes, de los magullados.
Abrió la puerta, despacio para aliviar el chirriante rodar de las visagras. No se oía nada ni se veía un alma. Volvió la vista a los compañeros que iban detrás y sonrió, victorioso. Ya casi estábamos, debió pensar. Terminó de abrir y les hizo señas para entrar. Miró bien, lo mejor que pudo.
El interior era espacioso y oscuro como caverna perdida en el Centro de la Tierra. Sus ojos estaban acostumbrados a la penumbra de fuera, al mínimo de luz lunar filtrada entre las nubes creando haces de luz plateados que convertían la escarcha y los restos de nieve en diminutos cúmulos de estrellas titilantes. Vislumbraba el interior a duras penas, esa poca luminosidad obstaculizada por sus propios cuerpos, y vio algunos bultos ordenados, sacas de comida, grandes cajones alineados unos sobre otros en altas pilas pegadas a la pared para ayudar en su equilibrio, y alguna mesa de madera con su correspondiente silla, al lado opuesto. Y algo más alejados hacia el centro, junto a un grueso pilar, montones de garrafones, bidones y tinajas en un corrillo irregular.
Confiados y codiciosos acabaron de entrar los tres. Justo al entrar el último de ellos se cerró la puerta por la que acabaran de pasar y, en la más completa oscuridad, fueron golpeados hasta perder el conocimiento y la vida.
Nadie sabe detalles de sus últimas horas. Nadie dijo nada, nadie que estuviera allí adentro soltó prenda. Sólo tenemos el testimonio del superviviente, que volvió sollozando al cabo de las horas, aterrorizado y arrepentido de lo que había hecho. Sabía lo que le pasaría, no podría seguir viviendo en el pueblo. Huiría, prometió. Suplicaba perdón y piedad para sus familiares. Enloquecido había salido corriendo de la casa de una de las vecinas, donde nos habían convocado. Lloré amargamente. Lloré sin pronunciar ni una sola sílaba, ahogada en mi pesar.
Los cuatro muchachos aparecieron dos noches más tarde juntos, entre unos arbustos, hinchados y amoratados hasta casi aparecer irreconocibles, pero eran ellos, no cabía duda. Lloré por su muerte, y lloré por mi alma que quedaría condenada por lo que iba a hacer. Por último, lloré una sola vez más por el castigo que me sería infringido en el futuro. Dios era misericordioso, entendía el equilibrio que la vida, la existencia, necesitaban para subsistir. Entendería la fe dividida y la dualidad porque ¿quién dice que Dios sólo quiere que lo adoremos a él? ¿No estaba acaso la paz, la justicia, amparada en el equilibro? ¿Qué sería el uno sin el otro?
Recogimos a nuestros difuntos y los reunimos en uno de los pajares de una de mis hermanas. Cada madre acudió aún cuando no formara parte del grupo, más que dispuestas a colaborar, todas como una única voluntad. Seguimos padeciendo enmudecidas, no podíamos acusar ni destapar que conocíamos las intenciones de los chicos. Incluso callamos el hallazgo de sus cuerpos maltrechos.  Ellos lo sabían y nosotros también. Y todo se silenciaba con los límites más que establecidos.
Los reunimos en un círculo con la parafernalia usual, invocamos a nuestro señor oscuro y le ofrecimos nuestras almas. Más de medio pueblo cedió su descanso eterno con gusto, hartos ya de penurias y doloridos hasta el cansancio. Esa noche se celebró la mayor bacanal de nuestra historia, proporcional a la injuria soportada. Sacrificamos animales domésticos y salvajes previamente cazados en los alrededores, y el cuerpo masacrado del delator. Llovió sangre y la bebimos, nos bañamos en ella, la masticamos.
A la mañana siguiente, los cuatro chicos caminaban por su propio pie aún cuando su carne seguía pudriéndose y su hambre era una maldición, la maldición de los alzados de sus tumbas y la de sus familiares vivos…

- Pronto llegará tu momento, pequeña. ¿Olivia, cariño? ¿Ya te dormiste?- Acabó aquí la narración. La niña llevaba ya un buen rato dormida pero siempre que comenzaba esa historia tenía que acabarla y pensaba contársela noche tras noche hasta que la impregnara a fuego en su memoria. Cansada, se quitó las gafas y, con un sonoro bostezo, las limpió con el bajo del amplio camisón y se las volvió a poner. Satisfecha, sonrió ante la beatífica expresión de su querida nieta y afianzó las sábanas a su alrededor. Por último salió del dormitorio apagando la luz y cerrando la puerta tras ella. Suspiró. Aún tenía cosas que hacer antes de irse a descansar.
Bajó las escaleras y se dirigió a la cocina. Oyó un crujido lejano, un golpe seco, y otro más, tras la entrada al sótano.
Rezongaba por lo bajo, fatigada, la artrosis le hacía cada vez más difícil su tarea.- Ya voy, mi niño. Sé que tienes hambre pero yo no estoy tan ágil como antes. Tendrás que volver a comer sesos congelados. Sé que no son de tu gusto, lo sé. Pronto habrá otro espíritu joven que cuidará de ti, pronto tu sobrina Olivia ocupará mi lugar.-

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