- Abuela, quiero ver una peli.- Le decía la niña a aquella
anciana de cabello canoso recogido en una larga y menuda trenza funcional, que
escuchaba pacientemente al filo de la cama las reiterativas protestas de su
nieta. Sonreía con picardía, divertida.
- No, cariño mío. Ya es muy tarde y tu madre me lo ha dejado
bien claro. Nada de ver la tele a partir de las diez. Ya lo sabes.- Replicó la
mujer mientras se planchaba el bajo del pantalón con las manos en un movimiento
mecánico, una especie de manía nerviosa. No sabía cómo volver a decirle lo
mismo y, aunque la pequeña cabeceaba adormilada, con tozudez luchaba por no
terminar de cerrar los ojos.
- Bueno, hagamos un trato. Cuéntame un cuento del monstruo
del sótano. Hace tiempo que no me lo cuentas. Te prometo que me duermo después.
Mamá no dijo nada de cuentos.- La abuela volvió a sonreír, redoblando sus
esfuerzos por alisar el amplio camisón rosado. Era bueno que la niña supiera
esa historia, que la asimilara bien, pero siempre le provocaba malestar, inquietud,
al menos al principio.
- Si te la conté hace dos días, ¿no prefieres otra más
alegre? La de la princesa y la rana, ¿qué te parece? – Protestó sin ganas,
sabiendo que la batalla empezaba ya perdida.
- No. Quiero la del monstruo. La del monstruo. La del… -
- Vale, vale. Ya entendí. Pero calladita y sin interrumpir,
que ya sabes cuánto me molesta. Y tápate bien que hace fresco.- Replicó la
mujer sin más ganas de discutir. La niña asintió con una amplia sonrisa,
satisfecha de su victoria, y se acurrucó entre la almohada y su descolorido
perrito de peluche, Gordito, totalmente espabilada con el poco sueño que
tuviera evaporado como si nunca hubiera estado allí.
Esta es la historia del Tío Edu. Tu tío Eduardo nació hará
este año cuarenta y siete veranos, en esta misma casa, en un calurosísimo día a
la hora en que el Sol luce más alto y más brillante, y falleció hace
veinticuatro años con tan sólo veintitres años de edad bajo una hermosa luna
velada por la pena y consumida por la tragedia que la Guerra Civil española
trajo a estas tierras. Se dice que se reunió aquella fatídica noche con cuatro
jóvenes más del lugar con el fin de asaltar un depósito de grano que usaban los
nacionalistas asentados en el pueblo como acuartelamiento y almacén para comida
y armas, un almacén donde guardaban y racionaban el escaso sustento que
teníamos, comida cultivada por nosotros mismos o fabricada con nuestras manos. Los
muchachos, hastiados de mendigar lo que era suyo por derecho, hartos de
humillaciones, de bajar la cabeza y observarse los puños apretados, se
decidieron a darles un escarmiento y mermar considerablemente sus provisiones
en nuestro provecho.
En la oscuridad de las montañas y con la bruma de la noche
helada flotando baja en el aire, la visibilidad se encontraba severamente
reducida, y eso les beneficiaba muchísimo pues esos chicos habían nacido y
crecido jugando en esos parajes y se conocían incluso a ciegas cada árbol, cada
elevación y cada saliente. Todo sería fácil y rápido, se decían. Entrar, robar
y salir, destrozando e inutilizando cuanto pudieran por el camino.
Sólo uno de ellos sobrevivió.
Las madres de los jóvenes de la aldea éramos mujeres
laboriosas, temerosas de Dios y muy, muy pacientes. Callábamos y dejábamos
hacer. Eran corazones ardorosos que no podrían ser sofocados por sus madres
amorosas. Pero no sólo éramos temerosas de Dios sino también del maligno, pues
todo ser creyente debería tener bien claro que no puede existir uno sin el
otro, como no hay cara sin cruz aún siendo las dos caras.
Mi muchacho salió a hurtadillas al amparo del frío de
aquella noche de invierno. No hay freno para los jóvenes de esas edades y todos
debíamos luchar en aquella cruenta batalla contra el poder que intentaba
subyugarnos a costa de matarnos de hambre, así que sufríamos en nuestras casas
con cada paso que los alejaba de la falsa seguridad que nuestros hogares nos
proporcionaban.
En la plaza del pueblo hacían la ronda dos sublevados, que
por las vestimentas se adivinaban como soldados del gobierno militar. No les vieron
pasar hacia el lado opuesto, envueltos en una provechosa oscuridad protectora,
ni vieron las huellas que, al cabo de varios segundos, la humedad del suelo ya
había consumido o difuminado hasta hacerlas desaparecer. Era una noche negra,
cerrada en sí misma, y la nevada del día se había derretido con el calor de la
tarde, todo parecía favorecerles, todo parecía “planeado” para facilitarles la
incursión.
Así llegaron los chicos, hijos de nuestro amado pueblo, al a
fachada lateral del Ayuntamiento y de ahí salieron del conglomerado de calles
sinuosas y cuestas interminables a un bosquecillo de pinos albares de al menos
treinta metros de altura, frondosos y de tronco recto que les ofrecían un
escondite perfecto.
El depósito se encontraba más allá, a unos ciento cincuenta
metros, distancia que recorrieron más aprisa que de costumbre para entrar en
calor y acometer su tarea con celeridad. Al llegar al lugar lo encontraron
silencioso y oscuro, iluminado permanentemente por la débil y apocada
luminiscencia de una luna semioculta, al encontrarse en un claro despejado. No
se veían centinelas ni custodio alguno en las inmediaciones e incluso los
perros estaban a buen recaudo del frío, a buen seguro mejor alimentados y
cuidados que todos los aldeanos de las inmediaciones juntos. Se acercaron como
conejos a una madriguera rodeada de cepos, temerosos pero decididos. Del bosque
al edificio, una enorme y viejísima construcción de ladrillo rojo, parcialmente
cubierto de escarcha y gruesos canelones en los bordes del desgastado tejado en
forma de pirámide achatada, de tejas parduzcas erosionadas por el calor del Sol
y la humedad. Al igual que no podría decirse que el lugar se encontrara en ruinas,
no había modo de decir que se encontrara sus mejores momentos.
Corrieron cuanto pudieron sin hacer demasiado alboroto.
Atravesar el espacio despejado era la peor parte pues se encontrarían
desprotegidos y a la vista de todo lo que pudiera estar al acecho. Rezaban,
agarrándose los crucifijos encadenados al cuello, quienes los tuvieran, o
sujetándose los dedos entre sí con firmeza, orientándolos hacia el cielo con
fervor. Y lo hacían para no hacer ruido, para no ser descubiertos, para que
todos anduvieran adormilados. Por todo eso y por sus almas atormentadas, y por
vencer el miedo que les pegaba las suelas de los zapatos al suelo.
Nadie los paró y llegaron a la pared trasera de la
construcción sin incidentes, algo asombrados por su buena fortuna. Por señas se
recordaron las instrucciones preconcebidas relacionadas con sus próximos movimientos.
Dos de ellos optaron por montar guardia por los alrededores
y avisar de alguna de las maneras acordadas, según las circunstancias y
posibilidades, a los demás. Los otros tres iban al interior, uno en cabeza para
inspeccionar con sigilo y rapidez y los restantes, por ser más corpulentos,
servirían como cargadores de la mercancía. El primero en entrar fue mi chico,
eso me dijeron y eso me decía el corazón. Era un muchacho espigado, silencioso
como la nieve al desparramarse por la tierra seca, avispado como un zorro, un
pilluelo de armas tomar. Era risueño y zalamero, inquieto, siempre saltando y
curioseando por todos lados, conocedor de recovecos y cotilleos. Recuerdo cómo
me contó, con pelos y señales, su primer despertar sexual al ver a una chica en
un granero retozando con un mozo. Me vino exaltado, intentando entender lo que
había visto. Le impresionó la piel blanca y semidesnuda de la mujer, una chica
de apenas dieciséis años, y las maneras, los gemidos. Me lo contaba con una
mezcla de euforia y sorpresa, buscaba explicaciones, parecía que hubiera
hallado el mismísimo tesoro del galeón San José.
Tenía sólo catorce años cuando ocurrió y pronto debió
aprender el significado de aquello puesto que dejó de presionarme con preguntas
y comenzó a frecuentar las tardes con paseos nocturnos con una u otra muchacha.
Era flaco pero fuerte de ayudar a arar los campos para sacarse unas monedas, y
era aplicado, tenaz, incluso insistió en ir a la escuela cuando pudiera y acabó
leyendo con soltura y constancia. Estaba tan orgullosa de él. No dudaba, por
todo ello, de su capacidad de liderazgo en el grupo incursor.
Mi niño empujó la puerta trasera del depósito con la
esperanza de que estuviera encajada, sin pestillos y ataduras. No había llaves
ni cerraduras en el pueblo, nunca se habían utilizado amarres, la privacidad se
respetaban y las casas eran de todos como una gran familia. Y ésta no era una
puerta especial ni diferente. Los orgullosos y altaneros soldados no podían, no
creían posible que unos mugrientos pueblerinos domesticados fueran a levantarse
en armas, no nos consideraban capaces de robos ni triquiñuelas, sabedores, y
nosotros también lo sabíamos, de cuales serían las represalias. ¿Pero acaso no
sabe todo el mundo que hasta el perro más fiel muerde al amo que lo maltrata y
lo deja sin comer?
Mi chico entró… Entró, y no volvió a salir. Ninguno sospechó
que aquello no era normal. La juventud es espabilada pero inexperta,
imprudente. Y uno de ellos vendió a los demás, un Judas condenado al infierno
por regalar la vida de sus hermanos a cambio de algunos beneficios, comida
quizás, inmunidad… privilegios menores, ganancias vacías.
¿Qué cómo lo sabemos? Porque vivió. Lo dejaron vivir,
supongo que esa sería una de las condiciones del trato, sin tener en cuenta que
aquello lo delataría, lo señalaría sin dudas. Lo dejaron vivir para su
vergüenza y la de su familia. Le dieron lo que le habían ofrecido, y entre todo
aquello estaba la inmunidad. Sí, inmunidad de su parte, no protección de los
demás. De los dolientes, de los magullados.
Abrió la puerta, despacio para aliviar el chirriante rodar
de las visagras. No se oía nada ni se veía un alma. Volvió la vista a los
compañeros que iban detrás y sonrió, victorioso. Ya casi estábamos, debió
pensar. Terminó de abrir y les hizo señas para entrar. Miró bien, lo mejor que
pudo.
El interior era espacioso y oscuro como caverna perdida en
el Centro de la Tierra. Sus ojos estaban acostumbrados a la penumbra de fuera,
al mínimo de luz lunar filtrada entre las nubes creando haces de luz plateados
que convertían la escarcha y los restos de nieve en diminutos cúmulos de
estrellas titilantes. Vislumbraba el interior a duras penas, esa poca
luminosidad obstaculizada por sus propios cuerpos, y vio algunos bultos
ordenados, sacas de comida, grandes cajones alineados unos sobre otros en altas
pilas pegadas a la pared para ayudar en su equilibrio, y alguna mesa de madera
con su correspondiente silla, al lado opuesto. Y algo más alejados hacia el
centro, junto a un grueso pilar, montones de garrafones, bidones y tinajas en
un corrillo irregular.
Confiados y codiciosos acabaron de entrar los tres. Justo al
entrar el último de ellos se cerró la puerta por la que acabaran de pasar y, en
la más completa oscuridad, fueron golpeados hasta perder el conocimiento y la
vida.
Nadie sabe detalles de sus últimas horas. Nadie dijo nada,
nadie que estuviera allí adentro soltó prenda. Sólo tenemos el testimonio del
superviviente, que volvió sollozando al cabo de las horas, aterrorizado y
arrepentido de lo que había hecho. Sabía lo que le pasaría, no podría seguir
viviendo en el pueblo. Huiría, prometió. Suplicaba perdón y piedad para sus
familiares. Enloquecido había salido corriendo de la casa de una de las
vecinas, donde nos habían convocado. Lloré amargamente. Lloré sin pronunciar ni
una sola sílaba, ahogada en mi pesar.
Los cuatro muchachos aparecieron dos noches más tarde
juntos, entre unos arbustos, hinchados y amoratados hasta casi aparecer
irreconocibles, pero eran ellos, no cabía duda. Lloré por su muerte, y lloré
por mi alma que quedaría condenada por lo que iba a hacer. Por último, lloré
una sola vez más por el castigo que me sería infringido en el futuro. Dios era
misericordioso, entendía el equilibrio que la vida, la existencia, necesitaban
para subsistir. Entendería la fe dividida y la dualidad porque ¿quién dice que
Dios sólo quiere que lo adoremos a él? ¿No estaba acaso la paz, la justicia,
amparada en el equilibro? ¿Qué sería el uno sin el otro?
Recogimos a nuestros difuntos y los reunimos en uno de los
pajares de una de mis hermanas. Cada madre acudió aún cuando no formara parte
del grupo, más que dispuestas a colaborar, todas como una única voluntad.
Seguimos padeciendo enmudecidas, no podíamos acusar ni destapar que conocíamos
las intenciones de los chicos. Incluso callamos el hallazgo de sus cuerpos
maltrechos. Ellos lo sabían y nosotros
también. Y todo se silenciaba con los límites más que establecidos.
Los reunimos en un círculo con la parafernalia usual,
invocamos a nuestro señor oscuro y le ofrecimos nuestras almas. Más de medio
pueblo cedió su descanso eterno con gusto, hartos ya de penurias y doloridos
hasta el cansancio. Esa noche se celebró la mayor bacanal de nuestra historia,
proporcional a la injuria soportada. Sacrificamos animales domésticos y
salvajes previamente cazados en los alrededores, y el cuerpo masacrado del
delator. Llovió sangre y la bebimos, nos bañamos en ella, la masticamos.
A la mañana siguiente, los cuatro chicos caminaban por su
propio pie aún cuando su carne seguía pudriéndose y su hambre era una
maldición, la maldición de los alzados de sus tumbas y la de sus familiares
vivos…
- Pronto llegará tu momento, pequeña. ¿Olivia, cariño? ¿Ya
te dormiste?- Acabó aquí la narración. La niña llevaba ya un buen rato dormida
pero siempre que comenzaba esa historia tenía que acabarla y pensaba contársela
noche tras noche hasta que la impregnara a fuego en su memoria. Cansada, se
quitó las gafas y, con un sonoro bostezo, las limpió con el bajo del amplio
camisón y se las volvió a poner. Satisfecha, sonrió ante la beatífica expresión
de su querida nieta y afianzó las sábanas a su alrededor. Por último salió del
dormitorio apagando la luz y cerrando la puerta tras ella. Suspiró. Aún tenía
cosas que hacer antes de irse a descansar.
Bajó las escaleras y se dirigió a la cocina. Oyó un crujido
lejano, un golpe seco, y otro más, tras la entrada al sótano.
Rezongaba por lo bajo, fatigada, la artrosis le hacía cada
vez más difícil su tarea.- Ya voy, mi niño. Sé que tienes hambre pero yo no
estoy tan ágil como antes. Tendrás que volver a comer sesos congelados. Sé que
no son de tu gusto, lo sé. Pronto habrá otro espíritu joven que cuidará de ti, pronto tu sobrina Olivia ocupará mi lugar.-
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