Desperté en una superficie dura, en un entorno silencioso y
frío, bajo una tela blanca de aspecto rugoso. La aparté con la mano sin
esfuerzo. No sabía dónde estaba, no reconocía el lugar ni recodaba cómo había
llegado allí. Luché por enderezarme pero me dolía todo, sobre todo la espalda
en todo su recorrido vertical. Y la cabeza parecía que iba a explotarme, como
si me la hubieran rellenado con un peso extra. Notaba destellos al intentar
enfocar, estrellitas alrededor del contorno de los ojos, mirara donde mirara.
Levanté al fin la cabeza con gran trabajo, un esfuerzo descomunal. ¿Había
tenido un accidente? ¿Me habría jodido la espalda? Al alzar la cabeza, tras un
desagradable chasquido en la base del cuello, pude ver mejor donde me
encontraba. Era una sala clara y despejada salvo por varias camas a mi
alrededor con bultos tapados con sendas sábanas del mismo aspecto que la que
acababa de alejar de mí. No me era difícil deducir lo que había debajo de cada
una de ellas. ¿Dónde cojones estaba? Me sentía molesto, asustado y sobre todo
dolorido. Me propuse, pues tenía que proponérmelo con toda mi voluntad,
agarrarme a los lados de la cama para enderezarme, me sentía incapaz de mover
un solo músculo, estaba rígido como una tabla de planchar y no sólo mi espalda,
no había parte de mi cuerpo que sintiera capaz de activar con una movilidad
natural, ni una sola. Pero por más impulso que le apliqué, menos resultado
aplicable conseguí a cambio. Me sentía frustrado. Había pasado de sentir una
extraña mezcla de insensibilidad dolorosísima acompañada de una presión
generalizada como si un mamut se me hubiera sentado encima sin llegar a
aplastarme, a una suerte de oleadas de pinchazos a todo mi largo, de una punta
a otra a modo de circuitos eléctricos, calambrazos como cuando se te van
despertando los músculos después de quedársete adormilados pero con un empuje
colosal. Era muy molesto rozando lo insoportable.
Moví los ojos hasta donde me permitía mi postura estática y
ví un interruptor sobre mi cabeza, bajo una pequeña balda alargada que había en
el cabecero de mi cama. Suspiré y eso aumentó mi suplicio, el pecho me ardía y
el estómago se removía por el incesante movimiento de unos gases torturadores
que actuaban semejando serpientes rabiosas.
Tenía que tocar aquel interruptor pero la sola idea de
alcanzarlo me parecía utópica, imposible, de chiste. Menos mal que al menos la
luz permanecía encendida porque no veía ventanas ni posibles accesos a luz
natural. Y qué calor, sudaba y ese sudor
me producía picores, pero claro, rascarse… en fín. Cerré los ojos y me
concentré en mi mano derecha, la más cercana al botón. Luché y empujé pero
apenas la levanté lo que serían unos diez centímetros para tener que volver a
dejarla caer, agotado. Impensable dominar todo el brazo y pulsar, así que sólo
me quedaba otra opción que no era la que yo hubiera querido, gritar como un
poseso hasta que acudiera toda la ciudad a socorrerme, y sudaba aún más con
sólo pensarla.
Contuve el aliento, conté hasta tres y giré el cuerpo con un
rugido sordo hasta caer al suelo, para colmo bocabajo. Aullé de dolor y sólo
conseguí arañarme la garganta. Me ardía la cara del golpe y el pecho, además de
una rodilla que se me había quedado mal doblada, mala suerte la mía. A ver cómo
me daba la vuelta ahora. Notaban los pinchazos musculares más insidiosos.
Oí un ruido a mi espalda, muy cerca. Un ruido ronco, un
crack concentrado en un único sonido que reverberó en toda la sala. Intenté
hablar, una sílaba, algo que advirtiera sobre mi presencia, sobre mi “consciencia”.
De mi boca salió un rugido cavernoso proveniente del fondo de mi garganta sin
atisbo de significado. Realicé varios intentos, más gruñidos como de oso ronco,
con un toque nasal. Era un quejido ahogado más que un débil intento de
comunicación. Quizás por eso estaba allí, estaba enfermo. Y otro crujido. Me
volví lo más rápido que pude. Sólo había camas con cuerpos tapados. No, espera,
uno de los cuerpos se había enderezado y miraba a la nada sin moverse como si
no estuviera consciente. Parecía que jadeaba, pero más que jadear se diría que
intentaba lo mismo que yo, hablar sin éxito. Y otro cuerpo empezó a agitarse en
la camilla de al lado. Algo raro estaba ocurriendo, muy raro. Aquello no era
normal. Conseguí levantarme no sé bien cómo. Me crujía todo el cuerpo y las
articulaciones las sentía adormecidas y como oxidadas, herrumbrosas. Cada vez
que daba un paso me sentía como un robot. No, mejor aún. Como el monstruo de
Frankenstein o constreñida como la momia dentro de las vendas compresivas que
limitaba sus movimientos y los hacía ortopédicos y dificultosos.
Me acerqué al tipo que se había sentado e intentaba algo más
pero, o no coordinaba bien o no sabía ni lo que quería, se veía atropellado e
indeciso, y quizás también se sintiera tan confuso como me sentía yo en
aquellos momentos. Hacía aspavientos torpes e inconexos, ni que espantara
moscas invisibles. Intenté tranquilizarlo, mi movilidad mejoraba por momentos,
pero me espanté al observarlo bien y me lo pensé mejor. No podía estar vivo con
esas heridas en el pecho. Tenía un amplio corte en forma de Y desde los hombros
hasta el estómago y se veía recosido con hiladas gruesas y atropelladas. Dios
mío, eso lo había visto en la tele. Era una autopsia. Tenía la piel blanca con
hinchadas varices verdosas, y el pelo se lo habían rapado al cero. Era grotesco
en su conjunto, y más aún por sus intentos frustrados de coordinar sus
movimientos. Y hablando de movimientos, miré alrededor y todos los cuerpos de
las camillas que estaban en la sala se convulsionaban y retorcían con idénticas
maneras orgánicas, artificiosas. Entonces yo… Bajé la cabeza y me miré el
torso. No tenía la cicatriz en forma de Y pero tenía un feo corte que iba desde
la axila derecha hasta donde quedaba el ombligo. Vamos, cruzaba de lado a lado.
Ahora empezaba a recordar pero la tensión en las sienes me perturbaba, creaba
una bruma en mi memoria. Recordaba la oficina, el reloj marcando las horas con
su cadencia martilleante segundos antes de la hora de salida. Y… ahora
recordaba aunque con lagunas. Recordaba el accidente de coche. Me toqué el
pecho, acaricié mi piel a todo lo largo de la profunda herida grapeada,
sostenida con pequeños ganchos de metal que impedían que mis órganos acabaran
desparramados por el enlosado gris. Eso era. Eso era lo que había ocurrido. Me
marché a casa puntual, con prisas, con intención de darme una buena ducha y
salir a tomar algo con Ángela. Pero no lo tengo claro, no recuerdo el choque,
sólo me ví venir aquel coche de frente. Sin embargo, la herida tenía que ser
del volante, coincidía en tamaño y localización. Y aún así, si realmente eso
era lo ocurrido y a estas otras personas les habían ocurrido cosas similares,
no entendía qué hacía allí, qué hacíamos levantándonos y caminando como si
estuviésemos vivos. Porque, una cosa estaba clara, no estábamos vivos, o al
menos no como antes.
Este dolor de cabeza anulaba mis pensamientos, no me dejaba
aclararme. Y las encías me palpitaban enloquecidas, como peces saltarines
luchando por respirar dentro de la bolsa del pescador, sin espacio para nadar
con fluidez.
Noté el cuerpo tembloroso y tenía espasmos, calambres en el
pecho. Por eso me tambaleaba al andar. Los bebés debían sentir las piernas
igual cuando estaban aprendiendo a andar. Todo parecía desproporcionado, las
distancias oscilaban y acercarse a algo se me antojaba dudoso. Inseguro era la
palabra.
Así que estoy muerto. En realidad la idea resultaba hasta
cómica, tentadora. ¿Por qué no? Lo malo eran las molestias, las punzadas y los
escalofríos. Pero seguro que nacer era infinitamente peor. Y esto me habría un
abanico de nuevas experiencias que pensaba disfrutar hasta el último momento.
Debía ser verdad que el alma se elevaba y se desvinculaba del cuerpo, porque no
sentía preocupación, arrepentimiento o pena, ni por mí ni por ninguno de mis
acompañantes. Al contrario, sonreía divertido y sólo pensaba en experimentar,
estaba embriagado con mi nueva forma de moverme, con esta nueva oportunidad, me
llevase a donde me llevase y durase cuanto pudiera. Pues “carpe diem” se ha
dicho.
La sensación era curiosa y me vino a la cabeza la idea de
que me sentía como si me pudriera por dentro y a cada segundo estuviera
descomponiéndome, y a la vez mi cuerpo vibraba como si acabara de nacer y
tuviera un cuerpo nuevo con el que experimentar y vivir. Vivir, curioso vocablo
para utilizar en estos momentos. Las
perspectivas habían cambiado, las distancias se hacían imprecisas pero el
conjunto era el correcto, como si antes todo estuviera en el ángulo equivocado
y ahora todo estuviera en su lugar. El ojo humano tiende a enfocar una parte
del entorno y centrarse en una porción, y así si vemos a lo lejos perdemos la
nitidez en las distancias cortas y viceversa. Pues se podría decir que yo veía
todo con la misma intensidad estuviera donde estuviera, el enfoque era
absoluto, perfecto. No veía mejor manera de explicármelo. Ahora lo abarcaba
todo, y ahora entendía que la vida limitaba el pensamiento y el desarrollo.
¿Hasta dónde podría llegar en mi actual estado? Los olores rozaban el interior
de la piel de mi nariz como si fueran tangibles, caricias que me hacían
cosquillas. Todo era más vívido y traumático a la vez. Me ardían hasta las
uñas, palpitan y las notaba crecer, esa era la sensación. Y las raíces de los
cabellos pugnaban vibrantes por salir, milímetro a milímetro, micra a micra.
Las encías seguían palpitando, me dolía cada diente. Al
tocarme, me miré las manos y tenía sangre. Es más, saboreaba la sangre. Estaba
sabrosa, algo ácida. Sabía deliciosa. No sólo deliciosa, exquisita. Era lo más
rico que había ingerido en toda mi vida. Otra vez esa palabra.
Me paré ya a poca distancia de la puerta de salida de la
habitación. Había un cartel que rezaba: Depósito de cadáveres. Por si me
quedaba alguna duda. Me miré la mano derecha, observando la vena de la muñeca,
todavía sentía una débil energía en circulación. Debía probarla. No era que me
apeteciera beber, todo mi universo se centra en ese riachuelo azul ya casi
cuajado. Y mordí. Sorbí poco a poco. Embriagaba pero no me satisfacía, no tenía
fuerza suficiente, era como vino aguado. Me relajaba, era energía pura pero diluida,
adulterada por la muerte. Y para colmo despertó en mí una extraña sed
insoportable. ¿Ahora era un vampiro? No, era algo más. Mi cuerpo se moría, ya
estaba muerto pero para seguir activo me pedía esencia vital, vida. Para vivir
necesitaba extraer vida, sangre fresca. Quería más. Pero no la de aquellos
muertos inútiles y acartonados ni la mía que era igual de inútil y acartonada,
sino sangre de verdad. Un poca que había bebida de mí mismo y me había aclarado
un poco las ideas y rebajado la náuseas. Al parecer había algo de sangre aún
latente y con dificultades para circular que quedaba en mis extremidades, y al
tragarla, había ido directa a mi sistema circulatorio y había reactivado mi cerebro.
Veía más nítido y aún sentía el entorno más activo.
Necesitaba más, más sangre. La boca se me hacía agua sólo de
pensar en ella, me excitaba. Me recorrió un calambre por la columna y me entró
la risa floja, una risa asmática, enfermiza. Me tiraba la piel del rostro,
debía de tener un aspecto espantoso. Eran más bien un conjunto de silbidos burbujeantes.
Ahora lo entendía todo. Y diría que no era el único. Veía en mis nuevos
compañeros de fatigas la misma sed, en sus ojos acuosos abiertos como platos y
atentos a cualquier reflejo, en sus andares zigzagueantes pero decididos,
imparables. Iríamos hasta el infierno por una gota de ese fluido vital.
Salí el primero de la sala. Sólo necesité empujar torpemente
las puertas abatibles y accedí a un pasillo que se perdía hacia los lados,
monótono y de luz fluorescente. Iba cogiendo el ritmo, desentumeciéndome. Seguí
caminando con lentitud pero pudiendo afianzar con más firmeza los pies al suelo
y flaqueaba menos. Beber de mi mismo líquido sanguíneo me había ayudado con la
jaqueca, como un elixir contra la resaca, pero sólo un poco. Y ya no veía
actividad en mis venas. Me chupé lo poco vivo que quedaba en mí.
Caminaba arrastrando un poco los pies. Cojeaba al principio
inclinándome a la derecha, tanto me daba un lado que otro. Todo el trayecto era
recto salvo por un par de puertas que comprobé y estaban bajo llave. Miré hacia
atrás sin aminorar y ví que me seguían. Era posible que aquellos no tuvieran ni
un ápice de iniciativa o me seguían con desidia y por simple inercia. Se veían
más apocados y torpes que yo, con andares artificiales. Debía ser que lo que
bebí me había aventajado y ahora me sentía como el líder de la manada.
El corredor giraba algo más adelante y se bifurcó en un par
de ocasiones. Caminábamos a la aventura sin rumbo prefijado, no conocía el
plano del lugar. Y accedimos a unas escaleras con un elevador que indicaba que
sólo debía ser utilizado por personal autorizado. No creía probable que nadie
nos fuera a autorizar, al menos nadie en su sano juicio, estaba chistoso y todo
aquello me divertía.
Me disponía a llamar al ascensor pero antes de pulsar el
botón, un “clin” nos anunció la inminente llegada y apertura de las puertas. Y
al abrirse nos encontramos delante de un tipo bajito, de poco más de metro y
medio, canoso y con entradas, rondaría los cuarenta y cinco o cincuenta años.
Venía silbando una melodía, con una camilla vacía al lado y se le acababa de
cortar el ritmo al toparse frente a frente conmigo y mis nuevos amigotes.
Debíamos ser un espectáculo digno de admirar, de los que quitaban el hipo. O
más bien lo provocábamos. O incluso pudiera ser que le quitáramos el hipo, el
aire y… hasta las vísceras.
Era como un faro en la oscuridad. Toda la piel visible de su
cuerpo relucía ante nuestra hambre como fuego en la noche. Era hermoso.
Hermoso… y suculento. No podía pensar, ronroneaba de satisfacción con la saliva
amontonada en la garganta y se me escapaban ruiditos extraños.
El tipo abrió los ojos, gesticuló y balbuceó incoherencias, trastornado.
Pero yo no atendía a nada más que a su bombeo corporal, que me gritaba de tal
manera que ahogaba sus llantos y súplicas. Toda su circulación sanguínea se me
aparecía como una radiografía, me quemaba los ojos, eran fuegos artificiales de
una belleza sin par. Saturaba todos mis sentidos. Y, mientras el tipo intentaba
estrujarse contra la pared trasera del ascensor, contra la esquina más alejada
e interponer la camilla entre nosotros, me abalancé sobre él como ave de
rapiña, camilla incluida, y le corto profundamente en el estómago al oprimirlo
entre la camilla y la pared. Forcejeaba, vaya que sí. Y lo alcancé escalando
sobre la camilla. Si me hacía daño no lo sentía, no advertía nada ajeno a mi
objetivo. Le clavé las uñas en los hombros para afianzarlo. Estaba paralizado
de terror, temblaba descontrolado. Sollozaba. Con el esfuerzo, para colmo, se
le resaltó una vena en la frente. Se iluminó para mí. Noté peso detrás, todos
empujaban para alcanzarlo pero era mío. Hinqué los dientes en la cabeza y le
arranqué, entre alaridos de dolor del tipo, un buen pedazo de carne que sabía a
gloria, y la sangre empezó a borbotear, a salir a chorro como un grifo. La
bebí, la saboreé, me empapé con su olor. Estaba borracho, eufórico. De
inmediato sentí una oleada de poder. Lo noté fluir por cada arteria, por cada
vaso conductor, por todo mi cuerpo. No podía parar. Y no sólo por la sangre, la
carne me caía hacia el estómago y jamás me había sentido igual. Poco a poco me
iba saciando, le había comido parte de la masa cerebral, y era lo más rico, el
interior, el relleno del pastel. Ya no se convulsionaba, y yo estaba saturado y
satisfecho por el momento. Me retiré a la esquina opuesta, embotado. Pulsé sin
querer con el codo y el ascensor comenzó a desplazarse. Subía pero no sabía a donde
íbamos. Seguía como hipnotizado y vigorizado a la vez. Adios a las migrañas, al
entumecimiento, a los espasmos. Me siento Dios. Los demás se estaban ensañando
con el cuerpo, mejor así, había que aprovechar la comida. Lo habían
despedazado. A un lado me ví a un tipo orondo, grasiento, devorando un brazo
con avidez, conforme con su parte del festín. Los demás andaban pringándose
entre vísceras y sesos. Todo estaba salpicado. Todo olía y lucía de maravilla,
como con bombillas de neón.
El ascensor se paró con un leve saltito, sonando otro
chasquido, y llegamos al piso cuarto, rezaba iluminado en rojo el pulsador
corresspondiente.
Éramos cinco en total, cinco nuevas formas de existencia.
Cinco individuos con mucha, mucha hambre, tanta hambre que podría asegurar que
seríamos capaces de comernos el mundo.
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