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domingo, 20 de abril de 2014

Relato zombie: El incensario roto




Era ya noche cerrada y hacía un frío invernal, a pesar de que ya la primavera debería estar intentando dejar paso al verano. Pero no, como siempre en Semana Santa, viento, frío y lluvia no podían faltar.
Tenía los pies doloridos pero afortunadamente la lluvia había cedido ante los deseos de los muchos fieles y el cielo, a pesar de verse tan gris como amenazador, se mantenía en calma desde las primeras horas de la tarde, y todas las Cofradías que tenían pendientes de sacar sus pasos procesales en ese día se habían decidido a hacerlo en vista de los favorables partes meteorológicos. Y a pesar de toda esa calma aparente, no había día menos apetecible, bueno, noche, mejor dicho, que aquella, para permanecer a la intemperie.
Había llegado con mis dos amigas a un pacto desde horas tempranas porque a mí todo eso de esperar horas y horas en un mismo lugar me destrozaba las piernas, y convenimos en que veríamos los pasos dándoles en encuentro por calles y bocacalles en vez de estancarnos en un mismo sitio, así ellas podían ver todo el repertorio e incluso escoger los sitios que les parecieran más adecuados, y yo al menos podía estirar un poco las articulaciones y relajar los pies acalambrados.
Corrimos por la Calle San Miguel y cortamos en dirección a la Calle Cervantes hasta tropezarlos con la encrucijada de la Calle Cervantes-Sagasta. Inmediatamente me vino un fuerte olor a incienso que me hizo tambalear. A nuestra derecha, al fondo, en la Calle Ancha, resonaba el retumbar de trompetas y tambores, anunciando la inminente llegada del paso que veníamos intentando interceptar.
Corrimos de nuevo calle arriba hasta tropezar con un tumulto aglutinado en la esquina con las dos calles, imposible acercarnos demasiado para poder ver bien el paso entrante, pero aún así mis amigas consiguieron avanzar entre la bulla y ponerse a una distancia considerable de la calle transversal y justo a tiempo…
El olor a incienso era ahora más pronunciado, diría que hacía el aire casi irrespirable. Conseguí adelantarme un poco más entre toses cuando un grupo de varios chicos, asfixiados ante aquel hedor, se decidieron a abandonar el lugar justo por donde nosotras acabábamos de acceder a él, y eso nos dejó hueco para avanzar un poco más y poder ver todo lo que ocurría delante nuestra.
Varios monaguillos e incluso gente cercana del público estaban agachados ante el paso, del que sólo se podía distinguir una porción delantera por estar parado algo más atrás, y por lo que podía discernir parecían estar recogiendo algo del suelo. Con más detalle vi luego que se trataba de los restos de un incensario que se debía haber caído y desperdigado por allí, de ahí la pestilente humareda que flotaba en el lugar y te hacía escocer los ojos.
Tras un rato recogiendo a puñados el contenido del recipiente volcado, la gente del interior del paso, los cargadores, empezaron a salir de debajo, arrastrándose entre sollozos, ahogos y espasmos. Se formó un caos monumental en el que se unían los que salían de debajo del paso, los que permanecían agachados entorpeciendo la fluidez de la masa y las gentes que escapaban de la peste que se te metía en la garganta, sin poder controlar la respiración y los quejidos, incluso la zona donde me encontraba empezó a colapsarse entre la gente que huía del lugar y aquella otra que, a la inversa, pretendían acercarse a la zona de conflicto porque tenían familiares allí, por curiosidad o por lo que fuera.
Yo no sabía que hacer, me quemaba la garganta pero mis pies se negaban a moverse, abrumada por el suceso y algo mareada, había perdido un poco el control.
Un chico joven salió de los últimos de debajo del paso, arrastrándose. En principio pensé que se estaba asfixiando pero desde un ubicación sólo podía sumar mis gritos inaudibles con los del resto de la marabunta caótica, así que mis protestas, mi débil intento de socorrer al muchacho en la distancia quedaron silenciados.
Salió como pudo, rojo, lloroso… y ensangrentado. Debía haberse hecho daño, lo habrían pisado, pensé al verle la mano herida, pero no. Tras él salió otro tipo más adulto y corpulento y se tiró sobre el más joven con fiereza. Tenía los ojos encharcados en sangre y la cara deformada por la rabia.
De un mordisco le arrancó un trozo de piel del hombro. El chico se arrastraba, gritaba e intentaba separarse de aquel tipo, pero lo único que consiguió fue que su atacante consiguiera interceptar varios dedos de su mano derecha, que usaba para protegerse, y arrancárselos de cuajo con los dientes, creando un surtidor de sangre que, como una fuente incontrolada, salpicaba a todos los que estaban cerca. Así que ya no se sabía bien por qué gritaba cada uno. Una señora que estaba sentada en primera fila se percató del suceso e intentó huir calle abajo, que estaba algo despejada ahora pues la mayoría de los músicos se habían retirado, con su cochecito de bebé, pero apenas avanzó unos pasos antes de que otro cargador cayera enloquecido sobre ella, que cayó de espaldas,  e intentara acceder a dentelladas a través del cuero cabelludo, cabello incluido, hacia el interior de su cabeza, y la mujer pataleaba y coceaba sin energías.
Un señor entrado en años debió recuperar la cordura e intentó ayudar al chico antes herido, que se agarraba la mano apenas sin dedos. Había empezado a sufrir extrañas convulsiones y espumeaba por la boca, lívido como un cadáver. El agresor del chico lo derribó sin miramientos y le arrancó un ojo metiéndole los dedos en la cuenca y escarbando con las uñas. La cuenca del ojo aparecía ahora vacía, sangrante, y el tipo se agarraba a la celosía del paso, con aspecto tembloroso y desfallecido, intentando huir con la vista nublada. El agresor se metió el ojo en la boca, relamiéndose con verdadero placer, mientras se incorporaba y salía corriendo calle abajo, gruñendo como un oso enfurecido.
El chico caído se levantó, menos mal pensé, hasta que le vi la cara. Aquello no era humano ni estaba vivo.
Aún había gente delante del paso y más sucesos simultáneos que no alcanzaba a ver. Había mucho lío en la zona donde se derramó el incienso, acólitos y hermanos de la Cofradía intentando en vano poner orden, ajena a lo que ocurría algo más atrás. El chico, con una fuerza sobrenatural, atrapó a uno de los monaguillos, manchándole el roquete con una rojiza huella que resultaba perturbadora con el blanco contraste del color de la prenda. El muchacho, de apenas unos once años, que estaba de espaldas pendiente la recogida de la sustancia caída, se asustó y se golpeó con una silla de las de la carrera oficial, que yacía volcada cerca de él, y se quedó aturdido, momento que aprovechó el otro chico para clavarle los dientes en el cachete y llevarse parte de él en el retroceso. Más gritos se sumaron a los anteriores, más caos, gente acercándose a ayudar que sólo empeoraba la situación…
Se me nubló el escenario por la fatiga del olor aún condensado, o por el dolor de lo que veían mis ojos, por la impotencia… hasta que alcé la vista a la talla de la virgen que miraba al frente impasible, pero ya no miraba al frente, me miraba a mí, y su semblante sereno y adusto se había transformado en una máscara demoníaca, enrojecida, con un aura de fuego que relucía colérica a su alrededor, majestuosa y grotesca en su dualidad, fundida al fondo con la luna llena carmesí que coronaba el cielo. Me miraba con una pasión vehemente, violenta... profana, que taladraba mi corazón, estrujándolo hasta pulverizarlo, diciéndome, con una sonrisa desproporcionada y una mirada divertida que eso era lo que nos merecíamos, que su gozo era infinito por vernos sufrir de dolor…
Y ya no recuerdo más salvo que desperté mareada y confusa en una cama de hospital.
Me corroboraron horas más tarde, que mucha más gente que se encontraba en la zona había sufrido, al igual que yo, episodios agudos alucinatorios fruto de la intoxicación por inhalación de una cantidad colosal de incienso adulterado con sustancias estupefacientes. No constaban ingresos con heridas físicas de ningún tipo.
Por supuesto, obvié mis vivencias de esa noche y guardé mi historia como un recuerdo incómodo, aunque me persiga algunas noches en mis sueños.
Vaya nochecita.



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