La gigantesca criatura embestía con fiereza contra los
bastos muros de la fortaleza, que se desmoronaba por momentos. Arremetía sin
piedad ni descanso, con una furia propia del desconocimiento y de la pura
terquedad. Los soldados y demás habitantes del fuerte permanecían al pie de las
almenas y en las zonas altas, con las armas que pudieron conseguir en posición
de ataque pero incapaces de realizarle al monstruoso ser ni un mínimo rasguño
desde aquella distancia.
Aquella cosa había aparecido desde las profundidades del
fondo marino, sin previo aviso, y se había dirigido hacia aquella construcción
de manera deliberada y sin meditar, quizá curiosa por aquella forma irregular
que se alzaba en medio del terreno desértico a capricho, quizá molesta por
permanecer ahí justo por donde se le antojaba echar el paso. Sea como fuere,
había cogido desprevenido a sus numerosos habitantes, que no se veían capaces
de repeler tamaño ataque de ninguna de las maneras, se veían como muñecos
estáticos colocados al azar en un castillo de arena.
El monstruo era inmenso, se alzaba, en proporción, con una
altura que rondaba las dos veces la distancia máxima desde la base de la
construcción hasta su parte más elevada. Contemplaba el interior desde aquella
posición panorámica, viendo todo el espacio desde arriba con aquellos dos ojos
saltones que tenía delante de aquel cuerpo ovalado, desproporcionado. Tenía
cuatro patas delgadas a cada lado del cuerpo, sosteniendo con firmeza aquella
estructura corpórea descomunal, de un rojo fuego que resaltaban aún más unos
gruesos pelos negros tan grandes como el brazo de un hombre. Pero lo peor era
las dos patas delanteras que alzaba como brazos, con un grosos dos o tres veces
mayor que las patas posteriores, de un tono rojizo más claro pero más brillantes,
y después utilizaba con fuerza contra los muros y la puerta reforzada
principal, a modo de arietes, destrozando cuanta protección tuvieran los
habitantes del recinto, incluso haciéndolos caer desde las alturas de las
almenas y torreones en una caída de la que no podrían recuperarse jamás.
La piel se veía dura, como un caparazón metalizado que
cegaba los ojos cuando la luz del Sol se reflejaba en ella, inclemente pero de
una belleza salvaje. Y no dejaba de mover las manos, que eran como dos dedos prensiles
de diferente tamaño, dañinos como sólo ellos podían serlo, que restallaban con
cada choque obnubilando los sentidos. Todo en él era fuerza, poder, bravura… un
toro desbocado adaptado a la vida marina. No teníamos nada que hacer contra
tamaño poder.
Combatía de lado, golpeando con un costado, moviéndose en
esa posición todo el tiempo en lo que parecía una cuidada estrategia para
protegerse el otro flanco y los ojos, que parecían su punto débil.
A la voz de “¡Disparen!”, “¡Flechas prestan para cargar!” y
otras lindezas, los altos cargos del débil ejército atacaban a la desesperada.
Una flecha salió disparada algo antes de tiempo, y al punto la siguieron otras
más, surcando el aire como finas gotas de rocío teledirigidas… y dieron contra
la dura piel sin dejar mancha alguna. Otra ráfaga siguió a la primera, y otra,
y otra… se sucedían sin descanso. El monstruo rugía furioso, expulsando una
especie de saliva espumosa por un pequeño orificio que tenía justo bajo los
ojos, muy pequeño, que debía ser la boca pero que no usaba un para defensa ni
para acompañar al ataque. Los ojos bailoteaban son descanso, dispares,
observándolo todo, y no cejaba en su empeño.
Parte de la estructura lateral de la zona que quedaba más
cerca del mar y parte del portalón de entrada y del delgado puente que separaba
el fuerte amurallado del terreno sólido habían sido ya casi totalmente
derribado, y la tropa se sentía ya fundadamente derrotada. Un par de ataques
más, y la criatura acabaría pisoteando todas las casas y recintos del interior,
y no quedaría nada en pie para defender.
Uno de los soldados, que debía estar herido desde el
principio de la contienda porque permanecía todo el tiempo medio arrodillado,
empezó la alzar la voz y a sustituir las continuas e incesantes voces de mando
por plegarias a un Dios que parecía inexistente. Montones de soldados yacían a
discreción, caídos, inmóviles, destrozados. No había esperanza y, sin embargo,
era lo único que sentía que le quedaba por hacer, así que rezó, rezó alto y
claro, con una energía que sólo podía provenir de la desesperanza, del
desamparo más profundo. Las voces de mando empezaron a perder fuerzas, a
debilitarse, y otras voces se alzaron a coro de la primera, en una última
oración de vida y muerte.
Y Dios acudió en su ayuda. Una enorme sombra, mil veces
mayor que la de la criatura atacante, oscureció el cielo con su sólida forma
corpórea, humanoide. No se veían sus rasgos, ocultados por la luz solar
inclemente que iluminaba su parte posterior ensombreciendo la contraria. Y se algo
una mano, una mano de un tamaño colosal, más grande que muchos de sus
compañeros juntos, y con un golpe magistral dado con el dorso de la misma con
brutal saña, a la par que un rugido profundo retumbaba en el aire, desplazo al
monstruoso atacante con una facilidad pasmosa, muchos metros más allá, y cuando
consiguió darse la vuelta y enderezarse con fingida dignidad, huyó mar adentro
tal y como había venido.
La silueta de la divinidad que nos había socorrido se alejó
a una velocidad inaudita y nos dejó débiles y esperanzados…
-
Cariño, deja ya de jugar en el castillo de arena, que
nos vamos a casa-.
-
¡Jo, mamá! ¡Un cangrejo enorme me ha roto tres soldados!
-.
-
Bueno, venga recógelos. Ya te compraré otros. Que se
hace tarde-.
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