Estaba en el Castillo de Santa Catalina, hoy convertido en museo,
en actitud meditativa. Estaba sola, algo triste por mis últimos acontecimientos
familiares y me regodeaba en mi miseria. Miraba al cielo y el poderoso viento
me traía palabras desagradables bañadas con la sal de un mar encrespado y
vigoroso.
Mis pasos me habían llevado hasta allí, vagando sin rumbo
fijo, más por la costumbre de pasear por el lugar cuando estaba ociosa que por
el placer de contemplar obras de arte o antigüedades. Y la zona, ya que el
tiempo no invitaba al paseo, estaba desierta salvo por los conserjes que se
resguardaban en el cuartito junto a la entrada.
Atravesando el patio empedrado accedí a la capilla en busca
de paz interior. No es que fuera creyente, pero lo cierto es que esos espacios
silenciosos me relajaban.
La puerta apareció cerrada ante mis ojos, pero al acercarse
se veía que quedaba una rendija abierta. Miré atrás y los conserjes no estaban
a la vista, así que empujé un poco más y me colé por el hueco. Cerré tras de mí
y aun así podía ver gracias a la luz que se colaba por las ventanas superiores,
iluminando toda la estancia.
La habitación era pequeña, de techos altos, al menos para
ser lo que era, y tenía una entrada a la derecha, casi junto al retablo
frontal, con un pasillo que daba acceso a unas escaleras viejas, de madera
quejumbrosa, para subir a una pequeña balconada con ventanas detrás que daban
al patio exterior, que servía, o bien para escuchar la misa desde una
perspectiva privilegiada, o bien para instalar un pequeño coro allí y
contribuir con una ceremonia cantada.
El lugar no estaba como lo recordaba la última vez, semanas
atrás, sino que ahora se encontraba repleto de escombros y sacos de yeso,
cemento y similar, incluso habían grietas ya repelladas y otras partes picadas
y a medio reparar.
Y el retablo no estaba en su lugar habitual, sino que
permanecía algo retirado de la pared donde se asentaba, y dejaba hueco para
pasar por un lado, a lo justo, y acceder a su parte trasera. Y eso hice,
esquivando calicha y escombros me colé por el resquicio. Al pasar me enganché
el jersey con una puntilla que sobresalía de un lateral del retablo y maldije
mi mala suerte al ver el boquete que se había formado en la lana.
Tras el retablo sólo había grandes bolas grises de polvo,
telarañas grandísimas con dueñas y víctimas incluidas, y mucha porquería
indefinida... mejor así.
Al acercarme al centro de la pared, llevándome todos los
residuos pegados al pelo y a la ropa, noté con más detalle un desnivel en el
muro que había llamado mi atención.
Era una forma rectangular de medio metro de alto, más o
menos. Estaba limpia la zona, recién pintada, tanto que al pasar la mano me
quedó pintura fresca entre los dedos. Arañé un poco con los dedos y se caía el
yeso o lo que fuera a trozos, al parecer no cuajaba bien con la humedad. Pasé
la mano por el contorno. Era una puerta, sin duda. Tanteé, arañé más, y di con
una cerradura sin pomo. La puerta estaba muy deteriorada, tenía lo que parecían
grandes rasgaduras, profundas marcas que habían llegado a atravesarla. De
hecho, me di la vuelta y vi que el retablo también estaba marcado con profundos
surcos a la misma altura. Empujé y con algo de empeño la puerta cedió con un crujido
seco.
Al principio me asusté un poco pero la curiosidad me pudo.
Con la potente luz de la linterna de mi móvil alumbré al interior. Era una
cavidad rocosa y húmeda que descendía en anchos escalones. Apenas cabría una
persona delgada y encogida, y por mucho que alumbrara, la oscuridad lo envolvía
todo tras la visión de 5 o 6 escalones.
Sin pensarlo entré por el hueco y bajé un par de ellos,
deseosa de ver lo que habría al final de ellos. Y no sé qué pasó luego, si
resbalé o me empujaron. Desperté al rato con la única luz de mi móvil tirado
junto a mí. Me dolía la nuca y un codo que me había pelado con las piedras de
la pared rugosa. Cogí el móvil y alumbré arriba. Tuve que subir unos 40
escalones hasta dar con la puerta arañada, ahora cerrada y clausurada con más
éxito que antes. Empujé, grité, lloré… pero ni se oía nada ni se abría. Insistí
mucho rato pero nada. Temblaba de frío y de miedo, segura de que habían vuelto
a colocar el retablo aprisionándome allí porque por las rendijas de las grietas
de la puerta no entraba luminosidad alguna.
Chillé hasta quedarme ronca, pensando que los obreros me
habrían dejado allí dentro por error. Pasaron lo que me parecieron horas pero
nada ocurría, y no sabía cuánto más iba a durarme la batería del móvil, así que
tiré en la única dirección posible: escaleras abajo y pasillo adelante.
Avancé a buen paso, teniendo que decidir de vez en cuando la
intersección a escoger. Para no perderme, dejaba grandes trozos de hilo de mi
llamativo jersey pinchados entre las rugosidades de las esquinas por las que me
decidía a torcer.
Tiritaba de frío, la humedad me cortaba la respiración y el
aire viciado me dificultaba aún más la marcha. La luz de la linterna era escasa
y el entorno parecía envolverla, comérsela, pero al menos evitaba que tropezara
y alejaba las diminutas siluetas reptantes de los insectos y pequeñas criaturas
que poblaban el lugar. El suelo crujía y prefería no ver con detalle. Tenía 2
sensaciones desagradables: una, que iba ligeramente cuesta abajo; y otra, que
no estaba sola. Oía crujidos que de seguro no eran míos, respiraciones que
quería creer que era por la reverberación de mi propia respiración. Me volvía y
no había nada… pero no siempre. En una de las bifurcaciones me asustó una
especie de chasquido, y me volví demasiado rápido.
Era, y no encuentro mejor descripción, como una descomunal
rata mojada, sucia y con pústulas. Estaba a pocos pasos de mí, casi pegada a mi
espalda. Era algo más baja que yo, encorvada y pestilente, asquerosa. Su olor a
podrido me abofeteaba la nariz. Y esos ojos rojos, todo rojos, como
luminiscentes, penetraron hasta lo más profundo de mis entrañas. Me miró largo
rato, o eso me pareció porque estaba paralizada, sin pestañear ni moverse.
Varios dientes superiores torcidos, amarillentos, asomaban amenazadores y
enloquecí de terror al verlos.
Corrí. Corrí sabiendo que me despedazaría la espalda con sus
uñas curvadas, segura de que esas garras eran las que habían intentado
atravesar el altar. Corrí, tropecé
varias veces y caí otras tantas, convencida de que cada paso sería el último.
Ya no indicaba mi camino con los hilos de mi jersey, estaba totalmente perdida.
El suelo empezó a hacerse cuesta abajo y a volverse más mojado, con pequeños
charcos y desniveles. Seguí huyendo como un elefante en estampida que lo arroya
todo a su paso. Y el suelo siguió bajando, y los pequeños charcos se
convirtieron en lagunas y en hondonadas llenas de agua de mar, salada y helada.
En algunos me metía hasta las rodillas y en otras casi nadaba. Y llegó un
momento en el que todo era agua y avanzaba como podía, ciega de pavor, sin
atreverme a mirar atrás.
El agua era ahora… no sé, como más salvaje. Me empujaba con
fuerza y apenas tenía hueco hasta el techo para sacar la cara y respirar. Tenía
miedo. Y de repente ya no nadaba, al contrario, me dejé las yemas de los dedos
entre los salientes de la pared para intentar frenar mi avance o al menos
controlar el movimiento. Pero no podía. La corriente era brutal.
En uno de mis intentos de respirar, de no ahogarme más bien,
noté una fuerte luminosidad al fondo del túnel y una brisa de aire helado me
apartó el pelo de la frente.
Y con un último empujón salí a un espacio abierto, y me
desorienté. Nadé y nadé hasta conseguir salir a flote.
Estaba en La Caleta, junto a los muros de la fortificación
que había al lado opuesto de la playa, cerca del Faro, flotando a la deriva paralela
a las rocas, mecida por fuertes y contradictorias corrientes marinas. Nadé
agotada, sorteando con más o menos éxito los peñascos y rocas salientes hasta
la orilla, y allí me rescataron unos chicos que me vieron medio desmayada. No
he contado esto a nadie ni he vuelto a visitar el lugar. ¿Quién creería la
existencia de aquella criatura? ¿De qué manera explico como atravesé la playa
de lado a lado por debajo de la misma?
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