Iba con mi amiga Irene y su hermana Ana por la Plaza de San
Antonio, al que entramos por la Calle Zaragoza dando un rodeo, intentando no
toparnos de frente con ninguna procesión. Nuestra intención era cenar algo en
la Pizzeria que había en la misma plaza, en una esquina cómoda y apartada del
barullo, para hacer un intermedio entre paso y paso y llenarnos los estómagos.
A lo lejos, mientras accedíamos al local que ya andaba medianamente lleno, se
olía el inciendo y acababan de apagar las luces al paso de una procesión en la
que era tradición actuar así. Las luces de la procesión titilaban en la
oscuridad de la calle, y un extraño silencio, roto por el llanto de un bebé,
impregnaba el lugar dándole un toque mágico al momento, sólo roto por la
bofetada de olor a pizza que inundó mis fosas nasales al abrir la puerta del
local. Ni procesión ni leches, mi estómago rugía rabioso y la saliva se me
derretía en la boca.
Entramos atropelladamente entre risas escandalosas y nos
sentamos en una mesa del fondo. Teníamos un hambre lobuna, de locos, y nos
pusimos a pedir pizzas y aperitivos para un regimiento. Tardaron en llegar,
lógíco, y lo trajeron todo a la vez y con algún error en las comandas pero
bueno, todo bien.
Estaba rico, calentito, después de todo el día de un lado
para otro desde temprano, casi sin comer.
La gente nos miraba raros, por la que estábamos liando entre
risas y coñas.
Acabamos saliendo con fatiga y pesadez, pensando con desgana
todo lo que nos quedaba de noche, una larga y cansada noche de espera y sueño
contenido. Pero, como suele decir Ana, “sarna con gusto, no pica”, así que, a
joderse.
Nos acercamos a la calle Ancha. Aún seguían las luces
apagadas y la gente susurrrando para no molestar. El bebé ya no estaba por allí
llorando, pero había sido sustituido por el molesto retumbar lejano de un peque
tocando el tambor. De mal en peor, reí.
Parecíamos embriagadas, saturadas de comida, e irreverentes.
Cansadas, llenas de comida a rebosar, contentas del buen día que estábamos
teniendo, comenzamos a gastarnos bromas tontas y a reir con ganas, intentando
contenernos tapándonos las bocas sin ningún éxito.
La gente empezaba a mirarnos mal, y el ruido que hacíamos
anulaba parte del sonido del cantar de una saeta interpretada por un señor
mayor desde un balcón cercano de un primer piso.
Estábamos siendo malcriadas y maleducadas. Hubo varios
“sssshhh” y un par de claras protestas, pero eso aumentaba nuestras risas como
si se tratara de un chiste. Niñas traviesas.
Viendo que la cosa se estaba saliendo de madre y que se iba
a liar, tiré de mis amigas en dirección a la Alameda Apodaca, para ver si el
frescor de la noche nos despejaba un poco y pretendiendo que un paseo junto a
la brisa marina podría saturarnos de la copiosa cena reciente.
Las chicas reían por nada y yo seguía el juego. No hacíamos
nada malo, lo pasábamos bien. Caminábamos atropelladas sin mirar por donde
íbamos, y tropecé con algo. Fue un golpe seco, duro, doloroso. Algo cayó al
suelo. No algo, alguien. Era una señora delgada, desharrapada, sucia. Con el
pelo desmelenado en grisáceas ebras enmarañadas y las oscuras arrugas de la
cara incrustadas en profundidad. La mujer protestó con un extraño acento
cerrado, y se tocó una medalla de oro, colgada de una gruesa cadena, mirándonos
con desprecio. La sorpresa inicial se tornó asco al ver su aspecto, y del asco
pasó a la repulsión, y seguimos hacia la Alameda sin socorrerla ni nada. No
pensaba tocar esas manos con esas uñas tan asquerosas.
Continuámos con las risas hasta divisar el mar, agarrándonos
al barandal de piedra sin parar de reír ni mirar atrás. El mundo parecía
nuestro y el aire húmedo tenía un extraño efecto reparador. El estómago me dio
un vuelco, debían ser gases pero parecían gusanos enfurecidos. El dolor me
atravesó de la barriga al abdomen, de lado a lado, y desapareció al momento. Y
eso sin parar de reír. Era la comida, seguro, no podía sentarnos bien, y menos
con la carrera y el atropello. Ana se tocó las costillas, debía ser un ataque
de risa. Pero no, cayó de rodillas sujetándose a la baranda. Irene se agachó a
levantarla creyendo, como yo, que se caía de la risa. Pero no podía levantarla.
Mi dolor de gases aumentaba. No era el primer dolor por
gases que tenía, pero sí el más agudo. Las rodillas me temblaban, la cabeza me
daba vueltas. A pocos pasos había un banco adherido al filo del paseo, y me
senté acurrucada, agarrándome la barriga con fuerza.
Irene estaba en el suelo, tendida, mirando a Ana y
tendiéndole una mano, no sé si para intentar ofrecerle ayuda o para pedírsela.
La vista se me nublaba, y las náuseas subían por el esófago con ímpetu.
Se abracé abrumada por el dolor, deseando que acabara,
cerrando los ojos y arqueé el cuerpo hacia delante. El vómito era inminente,
todo se removía en mi interior….
Abrí los ojos a una fría luz salía del techo. Estaba en una
sala blanca, pequeña… era un hospital. Pulsé el interruptor que había en la
cabecera de mi cama y al rato llegó una enfermera. Pregunté por mis amigas, y
me dijo que estaban hospitalizadas en habitaciones contiguas, que todo estaba
bien. No quiso darme más datos, ni me dejó enderezarme de la cama.
Al rato, un doctor vino de visita, y con una mirada
inexpresiva me dijo que llevábamos cinco días hospitalizadas sin parar de
vomitar gusanos. Unos gruesos gusanos grises, alargados, y que era insólito que
las tres tuviéramos el mismo contagio y no hubiéramos tenido síntomas
anteriores.
¿Qué si eran por la comida? No, eran gusanos de tierra, no
parásitos, incapaces de desarrollarse dentro de un cuerpo vivo…
Nadie entendía nada, ni aún después de estar cuatro días más
vomitando bichos, pero jamás se me irá de la cabeza la mirada de profundo
rencor que me dirigió la mujer al irnos de donde quedó tirada y no ofrecerle
ayuda alguna.
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