Era ya noche cerrada y hacía un frío invernal, a pesar de
que ya la primavera debería estar intentando dejar paso al verano. Pero no,
como siempre en Semana Santa, viento, frío y lluvia no podían faltar.
Tenía los pies doloridos pero afortunadamente la lluvia
había cedido ante los deseos de los muchos fieles y el cielo, a pesar de verse
tan gris como amenazador, se mantenía en calma desde las primeras horas de la
tarde, y todas las Cofradías que tenían pendientes de sacar sus pasos
procesales en ese día se habían decidido a hacerlo en vista de los favorables
partes meteorológicos. Y a pesar de toda esa calma aparente, no había día menos
apetecible, bueno, noche, mejor dicho, que aquella, para permanecer a la
intemperie.
Había llegado con mis dos amigas a un pacto desde horas
tempranas porque a mí todo eso de esperar horas y horas en un mismo lugar me
destrozaba las piernas, y convenimos en que veríamos los pasos dándoles en
encuentro por calles y bocacalles en vez de estancarnos en un mismo sitio, así
ellas podían ver todo el repertorio e incluso escoger los sitios que les
parecieran más adecuados, y yo al menos podía estirar un poco las
articulaciones y relajar los pies acalambrados.
Corrimos por la Calle San Miguel y cortamos en dirección a
la Calle Cervantes hasta tropezarlos con la encrucijada de la Calle
Cervantes-Sagasta. Inmediatamente me vino un fuerte olor a incienso que me hizo
tambalear. A nuestra derecha, al fondo, en la Calle Ancha, resonaba el retumbar
de trompetas y tambores, anunciando la inminente llegada del paso que veníamos
intentando interceptar.
Corrimos de nuevo calle arriba hasta tropezar con un tumulto
aglutinado en la esquina con las dos calles, imposible acercarnos demasiado
para poder ver bien el paso entrante, pero aún así mis amigas consiguieron
avanzar entre la bulla y ponerse a una distancia considerable de la calle
transversal y justo a tiempo…
El olor a incienso era ahora más pronunciado, diría que
hacía el aire casi irrespirable. Conseguí adelantarme un poco más entre toses
cuando un grupo de varios chicos, asfixiados ante aquel hedor, se decidieron a
abandonar el lugar justo por donde nosotras acabábamos de acceder a él, y eso
nos dejó hueco para avanzar un poco más y poder ver todo lo que ocurría delante
nuestra.
Varios monaguillos e incluso gente cercana del público
estaban agachados ante el paso, del que sólo se podía distinguir una porción
delantera por estar parado algo más atrás, y por lo que podía discernir
parecían estar recogiendo algo del suelo. Con más detalle vi luego que se
trataba de los restos de un incensario que se debía haber caído y desperdigado
por allí, de ahí la pestilente humareda que flotaba en el lugar y te hacía
escocer los ojos.
Tras un rato recogiendo a puñados el contenido del
recipiente volcado, la gente del interior del paso, los cargadores, empezaron a
salir de debajo, arrastrándose entre sollozos, ahogos y espasmos. Se formó un
caos monumental en el que se unían los que salían de debajo del paso, los que
permanecían agachados entorpeciendo la fluidez de la masa y las gentes que
escapaban de la peste que se te metía en la garganta, sin poder controlar la
respiración y los quejidos, incluso la zona donde me encontraba empezó a
colapsarse entre la gente que huía del lugar y aquella otra que, a la inversa,
pretendían acercarse a la zona de conflicto porque tenían familiares allí, por
curiosidad o por lo que fuera.
Yo no sabía que hacer, me quemaba la garganta pero mis pies
se negaban a moverse, abrumada por el suceso y algo mareada, había perdido un
poco el control.
Un chico joven salió de los últimos de debajo del paso,
arrastrándose. En principio pensé que se estaba asfixiando pero desde un
ubicación sólo podía sumar mis gritos inaudibles con los del resto de la marabunta
caótica, así que mis protestas, mi débil intento de socorrer al muchacho en la
distancia quedaron silenciados.
Salió como pudo, rojo, lloroso… y ensangrentado. Debía
haberse hecho daño, lo habrían pisado, pensé al verle la mano herida, pero no.
Tras él salió otro tipo más adulto y corpulento y se tiró sobre el más joven
con fiereza. Tenía los ojos encharcados en sangre y la cara deformada por la
rabia.
De un mordisco le arrancó un trozo de piel del hombro. El
chico se arrastraba, gritaba e intentaba separarse de aquel tipo, pero lo único
que consiguió fue que su atacante consiguiera interceptar varios dedos de su
mano derecha, que usaba para protegerse, y arrancárselos de cuajo con los
dientes, creando un surtidor de sangre que, como una fuente incontrolada,
salpicaba a todos los que estaban cerca. Así que ya no se sabía bien por qué
gritaba cada uno. Una señora que estaba sentada en primera fila se percató del
suceso e intentó huir calle abajo, que estaba algo despejada ahora pues la
mayoría de los músicos se habían retirado, con su cochecito de bebé, pero
apenas avanzó unos pasos antes de que otro cargador cayera enloquecido sobre
ella, que cayó de espaldas, e intentara
acceder a dentelladas a través del cuero cabelludo, cabello incluido, hacia el
interior de su cabeza, y la mujer pataleaba y coceaba sin energías.
Un señor entrado en años debió recuperar la cordura e
intentó ayudar al chico antes herido, que se agarraba la mano apenas sin dedos.
Había empezado a sufrir extrañas convulsiones y espumeaba por la boca, lívido
como un cadáver. El agresor del chico lo derribó sin miramientos y le arrancó
un ojo metiéndole los dedos en la cuenca y escarbando con las uñas. La cuenca
del ojo aparecía ahora vacía, sangrante, y el tipo se agarraba a la celosía del
paso, con aspecto tembloroso y desfallecido, intentando huir con la vista
nublada. El agresor se metió el ojo en la boca, relamiéndose con verdadero
placer, mientras se incorporaba y salía corriendo calle abajo, gruñendo como un
oso enfurecido.
El chico caído se levantó, menos mal pensé, hasta que le vi
la cara. Aquello no era humano ni estaba vivo.
Aún había gente delante del paso y más sucesos simultáneos
que no alcanzaba a ver. Había mucho lío en la zona donde se derramó el
incienso, acólitos y hermanos de la Cofradía intentando en vano poner orden,
ajena a lo que ocurría algo más atrás. El chico, con una fuerza sobrenatural, atrapó
a uno de los monaguillos, manchándole el roquete con una rojiza huella que
resultaba perturbadora con el blanco contraste del color de la prenda. El
muchacho, de apenas unos once años, que estaba de espaldas pendiente la
recogida de la sustancia caída, se asustó y se golpeó con una silla de las de
la carrera oficial, que yacía volcada cerca de él, y se quedó aturdido, momento
que aprovechó el otro chico para clavarle los dientes en el cachete y llevarse
parte de él en el retroceso. Más gritos se sumaron a los anteriores, más caos,
gente acercándose a ayudar que sólo empeoraba la situación…
Se me nubló el escenario por la fatiga del olor aún
condensado, o por el dolor de lo que veían mis ojos, por la impotencia… hasta
que alcé la vista a la talla de la virgen que miraba al frente impasible, pero
ya no miraba al frente, me miraba a mí, y su semblante sereno y adusto se había
transformado en una máscara demoníaca, enrojecida, con un aura de fuego que
relucía colérica a su alrededor, majestuosa y grotesca en su dualidad, fundida
al fondo con la luna llena carmesí que coronaba el cielo. Me miraba con una
pasión vehemente, violenta... profana, que taladraba mi corazón, estrujándolo
hasta pulverizarlo, diciéndome, con una sonrisa desproporcionada y una mirada
divertida que eso era lo que nos merecíamos, que su gozo era infinito por
vernos sufrir de dolor…
Y ya no recuerdo más salvo que desperté mareada y confusa en
una cama de hospital.
Me corroboraron horas más tarde, que mucha más gente que se
encontraba en la zona había sufrido, al igual que yo, episodios agudos
alucinatorios fruto de la intoxicación por inhalación de una cantidad colosal
de incienso adulterado con sustancias estupefacientes. No constaban ingresos
con heridas físicas de ningún tipo.
Por supuesto, obvié mis vivencias de esa noche y guardé mi
historia como un recuerdo incómodo, aunque me persiga algunas noches en mis
sueños.
Vaya nochecita.