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jueves, 13 de febrero de 2014

Relato de terror Aventura bajo la Playa



Estaba en el Castillo de Santa Catalina, hoy convertido en museo, en actitud meditativa. Estaba sola, algo triste por mis últimos acontecimientos familiares y me regodeaba en mi miseria. Miraba al cielo y el poderoso viento me traía palabras desagradables bañadas con la sal de un mar encrespado y vigoroso.
Mis pasos me habían llevado hasta allí, vagando sin rumbo fijo, más por la costumbre de pasear por el lugar cuando estaba ociosa que por el placer de contemplar obras de arte o antigüedades. Y la zona, ya que el tiempo no invitaba al paseo, estaba desierta salvo por los conserjes que se resguardaban en el cuartito junto a la entrada.
Atravesando el patio empedrado accedí a la capilla en busca de paz interior. No es que fuera creyente, pero lo cierto es que esos espacios silenciosos me relajaban.
La puerta apareció cerrada ante mis ojos, pero al acercarse se veía que quedaba una rendija abierta. Miré atrás y los conserjes no estaban a la vista, así que empujé un poco más y me colé por el hueco. Cerré tras de mí y aun así podía ver gracias a la luz que se colaba por las ventanas superiores, iluminando toda la estancia.
La habitación era pequeña, de techos altos, al menos para ser lo que era, y tenía una entrada a la derecha, casi junto al retablo frontal, con un pasillo que daba acceso a unas escaleras viejas, de madera quejumbrosa, para subir a una pequeña balconada con ventanas detrás que daban al patio exterior, que servía, o bien para escuchar la misa desde una perspectiva privilegiada, o bien para instalar un pequeño coro allí y contribuir con una ceremonia cantada.
El lugar no estaba como lo recordaba la última vez, semanas atrás, sino que ahora se encontraba repleto de escombros y sacos de yeso, cemento y similar, incluso habían grietas ya repelladas y otras partes picadas y a medio reparar.
Y el retablo no estaba en su lugar habitual, sino que permanecía algo retirado de la pared donde se asentaba, y dejaba hueco para pasar por un lado, a lo justo, y acceder a su parte trasera. Y eso hice, esquivando calicha y escombros me colé por el resquicio. Al pasar me enganché el jersey con una puntilla que sobresalía de un lateral del retablo y maldije mi mala suerte al ver el boquete que se había formado en la lana.
Tras el retablo sólo había grandes bolas grises de polvo, telarañas grandísimas con dueñas y víctimas incluidas, y mucha porquería indefinida... mejor así.
Al acercarme al centro de la pared, llevándome todos los residuos pegados al pelo y a la ropa, noté con más detalle un desnivel en el muro que había llamado mi atención.
Era una forma rectangular de medio metro de alto, más o menos. Estaba limpia la zona, recién pintada, tanto que al pasar la mano me quedó pintura fresca entre los dedos. Arañé un poco con los dedos y se caía el yeso o lo que fuera a trozos, al parecer no cuajaba bien con la humedad. Pasé la mano por el contorno. Era una puerta, sin duda. Tanteé, arañé más, y di con una cerradura sin pomo. La puerta estaba muy deteriorada, tenía lo que parecían grandes rasgaduras, profundas marcas que habían llegado a atravesarla. De hecho, me di la vuelta y vi que el retablo también estaba marcado con profundos surcos a la misma altura. Empujé y con algo de empeño la puerta cedió con un crujido seco.
Al principio me asusté un poco pero la curiosidad me pudo. Con la potente luz de la linterna de mi móvil alumbré al interior. Era una cavidad rocosa y húmeda que descendía en anchos escalones. Apenas cabría una persona delgada y encogida, y por mucho que alumbrara, la oscuridad lo envolvía todo tras la visión de 5 o 6 escalones.
Sin pensarlo entré por el hueco y bajé un par de ellos, deseosa de ver lo que habría al final de ellos. Y no sé qué pasó luego, si resbalé o me empujaron. Desperté al rato con la única luz de mi móvil tirado junto a mí. Me dolía la nuca y un codo que me había pelado con las piedras de la pared rugosa. Cogí el móvil y alumbré arriba. Tuve que subir unos 40 escalones hasta dar con la puerta arañada, ahora cerrada y clausurada con más éxito que antes. Empujé, grité, lloré… pero ni se oía nada ni se abría. Insistí mucho rato pero nada. Temblaba de frío y de miedo, segura de que habían vuelto a colocar el retablo aprisionándome allí porque por las rendijas de las grietas de la puerta no entraba luminosidad alguna.
Chillé hasta quedarme ronca, pensando que los obreros me habrían dejado allí dentro por error. Pasaron lo que me parecieron horas pero nada ocurría, y no sabía cuánto más iba a durarme la batería del móvil, así que tiré en la única dirección posible: escaleras abajo y pasillo adelante.
Avancé a buen paso, teniendo que decidir de vez en cuando la intersección a escoger. Para no perderme, dejaba grandes trozos de hilo de mi llamativo jersey pinchados entre las rugosidades de las esquinas por las que me decidía a torcer.
Tiritaba de frío, la humedad me cortaba la respiración y el aire viciado me dificultaba aún más la marcha. La luz de la linterna era escasa y el entorno parecía envolverla, comérsela, pero al menos evitaba que tropezara y alejaba las diminutas siluetas reptantes de los insectos y pequeñas criaturas que poblaban el lugar. El suelo crujía y prefería no ver con detalle. Tenía 2 sensaciones desagradables: una, que iba ligeramente cuesta abajo; y otra, que no estaba sola. Oía crujidos que de seguro no eran míos, respiraciones que quería creer que era por la reverberación de mi propia respiración. Me volvía y no había nada… pero no siempre. En una de las bifurcaciones me asustó una especie de chasquido, y me volví demasiado rápido.
Era, y no encuentro mejor descripción, como una descomunal rata mojada, sucia y con pústulas. Estaba a pocos pasos de mí, casi pegada a mi espalda. Era algo más baja que yo, encorvada y pestilente, asquerosa. Su olor a podrido me abofeteaba la nariz. Y esos ojos rojos, todo rojos, como luminiscentes, penetraron hasta lo más profundo de mis entrañas. Me miró largo rato, o eso me pareció porque estaba paralizada, sin pestañear ni moverse. Varios dientes superiores torcidos, amarillentos, asomaban amenazadores y enloquecí de terror al verlos.
Corrí. Corrí sabiendo que me despedazaría la espalda con sus uñas curvadas, segura de que esas garras eran las que habían intentado atravesar el altar.  Corrí, tropecé varias veces y caí otras tantas, convencida de que cada paso sería el último. Ya no indicaba mi camino con los hilos de mi jersey, estaba totalmente perdida. El suelo empezó a hacerse cuesta abajo y a volverse más mojado, con pequeños charcos y desniveles. Seguí huyendo como un elefante en estampida que lo arroya todo a su paso. Y el suelo siguió bajando, y los pequeños charcos se convirtieron en lagunas y en hondonadas llenas de agua de mar, salada y helada. En algunos me metía hasta las rodillas y en otras casi nadaba. Y llegó un momento en el que todo era agua y avanzaba como podía, ciega de pavor, sin atreverme a mirar atrás.
El agua era ahora… no sé, como más salvaje. Me empujaba con fuerza y apenas tenía hueco hasta el techo para sacar la cara y respirar. Tenía miedo. Y de repente ya no nadaba, al contrario, me dejé las yemas de los dedos entre los salientes de la pared para intentar frenar mi avance o al menos controlar el movimiento. Pero no podía. La corriente era brutal.
En uno de mis intentos de respirar, de no ahogarme más bien, noté una fuerte luminosidad al fondo del túnel y una brisa de aire helado me apartó el pelo de la frente.
Y con un último empujón salí a un espacio abierto, y me desorienté. Nadé y nadé hasta conseguir salir a flote.
Estaba en La Caleta, junto a los muros de la fortificación que había al lado opuesto de la playa, cerca del Faro, flotando a la deriva paralela a las rocas, mecida por fuertes y contradictorias corrientes marinas. Nadé agotada, sorteando con más o menos éxito los peñascos y rocas salientes hasta la orilla, y allí me rescataron unos chicos que me vieron medio desmayada. No he contado esto a nadie ni he vuelto a visitar el lugar. ¿Quién creería la existencia de aquella criatura? ¿De qué manera explico como atravesé la playa de lado a lado por debajo de la misma?

domingo, 9 de febrero de 2014

Relato parcial: Criatura descomunal

Escribí un fragmento, que básicamente es una descripción de una criatura sin contexto ni nada, la podría colocar dentro de cualquier historia pero de momento no la voy a usar, así que probablemente la archive y se quede guardada mucho tiempo. Os la pongo por si os gusta:




La criatura era descomunal pero aún así era capaz de desplazarse, deslizarse sería más adecuado, con una gracilidad antinatural. Era de piel correosa, como húmeda, carente de vello, similar a la de los peces pero parecía ofrecer a la vista la carne viva, sin piel ni pellejo alguno que intermediara entre el aire y la materia misma.
Dos grandes ojos se percibían a los laterales, a la altura donde los humanos tenemos las orejas, junto a unos conductos que se perdían hacia el interior que sí parecían “adminículos” auditivos. Pero no sólo tenía esos 2 ojos, pues al frente, justo al centro de la cara, exhibía otros 2 más pequeños sobre un orificio que parecía hacerlas veces de boca y nariz a la vez y se veía como apenas un burdo corte irregular a medio terminar, y se cerraba y abría con unas solapas laterales a intervalos espaciados, asíncronos.
El cuerpo sí parecía tener una clara base humanoide, que no humanizada. 2 piernas “retractiles” con lo 2 rodillas al centro en cada una de ellas, una a cada lado, lo que le confería una extraña movilidad giratoria hacia el frente, los lados e incluso atrás, con maniobras más complejas y precisas que las nuestras.
En conjunto, parecía una megaevolución de la raza humana, con casi 3 metros de cuerpo fibroso y esbelto y manos con uñas a modo de garras. ¿Quién se sentía capaz de enfrentarse a aquello?

domingo, 2 de febrero de 2014

Poesía Quien puede abarcar la mar pensando que no hay orilla



Quien puede abarcar la mar pensando que no hay orilla,
Quien puede amar su mirar sin ver la luz de la vida,
Quien puede al cielo cantar cuando no encuentras la rima.
Todo el reglón va seguido y no se puede acabar,
Porque si cortas en hilo… si el hilo has de contar…

Lo mismo encuentras la orilla que no querías hallar
O te enredas en la vida sin poderla acaparar,
Y de seguro se acaba el ritmo de tu canción
Y la rima del destino se tropieza en el renglón.
En el reglón del olvido…en el último rincón…

Queda claro que la orilla se esconde en el horizonte
Y la vida que escudriñas la pierdes por no mirar
Y el canto se torna llanto, y el llanto al compás no silva,
Como el reglón que se tuerce por no saberlo templar.
Torcido queda, torcido… torcido está….

La vida espera en la orilla que decidas por tu suerte
La orilla queda sin vida si no alcanzas a nadar,
El renglón donde tú escribes no canta sin corazón
Y la rima del latido se pierde si no hay amor.
La rima, el ritmo, el ritmo, el son…

Así que coge tu rima y cantala en La Caleta,
Al barquito que a la orilla se dispone a fondear,
Siguiendo el reglón abrupto que dibujas en las olas,
Siguiendo el hilo del cuento que te acabo de cantar.
En la orilla de tu playa, embriagada con su sal…

Poesía a La caleta en Navidad



La Caleta en estas fechas
No amanece en la nevada.
La Estrella de los Pastores
No alumbra su oscuridad.
Los muñequitos nevados
No asoman sobre la arena
Y el muérdago colorido
No alegra la Navidad.

En Cádiz estos festejos
Se celebran diferente.

La nieve no baña el suelo,
Pero el aire huele a mar
Y el salitre nos refresca
Dándonos arte al cantar.

La Estrella de aquellos Magos
No nos guiará gozosos,
Pero el faro en mi playita
Orientará nuestros ojos.

No hay muñequitos de azúcar
A la vera del camino,
Mas Iglesias no nos faltan
Con sus santitos benditos.

Y no hay hierba que te incite…
No hay verdor con más fragancia
Que el del “Parque” y “La Alameda”
En festejo o en bonanza.

Dibujos de los Animaniacs