La habitación es fría y oscura. Noto bruscos temblores en la
base del estómago y me palpita la cabeza con el dolor más fiero que sentí
jamás. Si la masa encefálica me hubiera crecido al doble de su tamaño y pugnara
por desparramarse por las cuencas de los ojos y por las fosas nasales, seguro
que no me dolería tanto.
Me encuentro encerrada en una estancia estanca, con apenas
una pequeña puerta de acceso de medio metro de alto, firmemente atrancada, que
a su vez dispone de una abertura alargada al centro por la que me suministran
periódicamente unos jugosos batidos de un fluido espeso, espumoso, algo amargo
y áspero, que al tragar con fluidez me inunda de un reconfortante calor, que se
esparce desde el esófago a todos los órganos corporales, revitalizándome al
instante y paliando parcialmente mi implacable migraña.
La habitación tiene exactamente veintiocho manos de largo
por veintisiete manos de ancho, medida que había repetido y comprobado durante
lo que me parecieron horas por mera distracción, así que el cálculo es
inequívoco, y eso teniendo en cuenta el fuerte dolor que me provoca el mero
hecho de estirar las manos por entero para usarlas a modo de regla. No sé si es
por la humedad pero siento los dedos agarrotados y rígidos. Los de los pies me
crujían al andar. De hecho, todo me crujía al andar, en desagradables
chasquidos secos.
A veces me siento enloquecer. A ratos dormito de pie, porque
recostarme me suponr una horrible tortura y en una de las primeras ocasiones en
que recuerdo intentarlo, me costó una eternidad alzarme desde el suelo liso y
frío.
No hay asientos ni cama ni mesa ni repisas. Ningún saliente
interrumpe mis paseos en derredor ni mis innumerables recuentos del tamaño del
lugar. Intento buscar ranuras, irregularidades, salientes, pero nada. Y el
techo queda demasiado elevado como para intentar adivinar su ubicación.
¿Y todo ello para qué? Me refiero a que no ganaba nada con
tanto cálculo y tanta búsqueda. Me siento débil, dolorida y no podría haber
corrido ni un paso, me hubieran atrapado nada más pisar el exterior del cuarto,
eso si hubiera tenido fuerzas para empujar la puerta que se percibía segura y
muy pesada. Y además hay otra razón para distraer mi atención. Bueno, en
realidad son tres las razones que me paralizan.
La primera y más acuciante: el hambre. Jamás había sentido
esta agonizante sensación de vacío, y no sólo en el estómago sino en todo mi
cuerpo. Siento la garganta reseca y rasposa por el desuso. Las venas de las
piernas y los brazos se palpan hundidas, huecas, y la piel mi pica por todos
lados, rugosa y costrosa.
Aquel caldo que me traían y del que desconozco los
ingredientes me revitaliza apenas unos minutos, sólo me proporciona escasos
momentos de lucidez y cordura, y luego recaigo en mi oscuridad, en mi espiral
de pesar y dolor, aún más adentro si cabe.
Otra de esas mencionadas razones es el profundo abismo de olvido
y decadencia que me consume. Sólo cuando me tomo aquel brebaje tengo atisbos,
flashes de lo que adivino como mi vida pasada. Son deliciosos destellos
luminosos, fotogramas vivientes entre la oscuridad absoluta de aquellas cuatro
paredes. Pero ni la amnesia ni el hambre me confunden como lo hace el hecho de
que no produciera excrementos. Cierto que apenas consumía alimento, y sin duda
eso debía frenar mi fabricación de ornas o heces. Pero es que no había nada.
¿Cuánto llevaría allí encerrada? ¿Semanas? ¿Meses? Muchos días, muchísimos, eso
con seguridad.
Y ni un atisbo de secreción. No fabrico orina, ni una sola
vez había tenido el mínimo escape, ni he padecido un solo o mínimo dolor
intestinal ni descomposición de ningún tipo. Y no sólo eso: no tengo mocos, no
impregno mi piel ni un ápice de líquido corporal ni sudor. Bien es cierto que
poco ejercicio realizo, pero nada. A pesar de que llevaba lo que me parecía una
eternidad en la más completa penumbra, sé que mi cuerpo no funciona con
corrección. Algo grave me ocurre. Algo muy grave. Incluso he probado repetidas
veces a llorar, he procedido a tocarme la pupila de los ojos con los dedos pero
no hay líquido ni molestia ni parpadeo, tan seco está como el resto de mi
cuerpo, seco y quebrado. De no ser por el impreciso y débil haz de luz que veía
colarse brevemente por el recuadro por el que me suministraban mi escaso
refriguerio, podría pensar que mis ojos están secos como el higo, tan podridos
como las uvas caídas. Pero no, he llegado a ver un parpadeo azulado a través de
la rendija, y una mano enguantada y temblorosa introduciéndose hasta dejar el
alto cuenco sobre un asidero que se plegaba al interior nada más retirar el
peso depositado en él, y luego volvía a plegarse al acercar el cuenco vacío
para tragárselo sin contemplaciones y dejar de nuevo la superficie suave y
regular.
Intento gritar. Llamar la atención. Golpear hasta astillarme
el hueso de la mano. Y nada. Oigo los golpes y esa especie de graznido que
emite mi garganta pero no exteriorizo ni voz ni sonido mínimamente inteligible.
No soy capaz de adivinar si la entrega de mi sustento la
hacen con regularidad, supongo que sí, y si eso es ciertamente así, y si no he
errado en mis estimaciones, llevo aquí
la friolera de
doscientos treinta y seis días.
Doscientos treinta y seis días de locura y soledad. Intentaba
contantemente no pensar en ello, dando vueltas despacio y sin rumbo alrededor
del recinto. Tras mucho rato así incluso he llegado a pensar que en el suelo se
debería estar formando ya un camino desgastado entre las lozas del suelo.
Hoy todo está, como era habitual, en completo silencio. Sólo
acierto a escuchar el arrastrar de mis pesados pies, descalzos. Estoy totalmente
desnuda y noto las costillas apretadas contra la piel que la rodeaba, y siento
un metódico vaivén, el de mis pechos colgantes sin vida. No noto mi respiración,
otra cosa que me inquieta, y mi escasa alimentación me ha dejado al límite de
mi peso mínimo. Tengo la piel fláccida en el vientre, debo haber tenido
sobrepeso en otra época, y el pellejo colga como un bolsillo raído. Y el de mis
brazos también, bamboleándose al compás de mi lento paseo. Mi cabello es otro
dato a destacar, escaso y enmarañado, también se ondea al ritmo de mis
movimientos y se engancha en las costras de mis hombros huesudos.
Intento concentrarme en mi físico para no dar rienda suelta
a mi imaginación, que lucha por correr hacia mis recuerdos perdidos o a mi
triste situación actual.
No quiero pensar cuánto tiempo seguiré así, cuánto llevo y
cuánto me queda. Ya lo hice de nuevo, ya volvía
pensar. No quiero hacerlo. Me clavo de nuevo las largas uñas retorcidas
y astilladas en la frente y reavivo mi dolor con un grotesco gruñido que me
deja la garganta al rojo vivo. Así el dolor me distraerá otro poco.
Oigo un ruido a mi espalda. Es nuevo, un click puntual y
nada. Y un poderoso haz de luz penetra en la habitación. Por último, un susurro
y unas pisadas que acaban a lo lejos con un fuerte portazo.
Me vuelvo y me encojo a la vez. La luz es infernal y me daña
los ojos. A pesar de ser una pequeña rendija, ilumina todo. No distingo bien el
lugar, mis ojos no enfocan y noto por primera vez otro rasgo extraño de lo que
llamo mi nueva condición física, y es que la piel de alrededor de mis ojos
permanece inmóvil y me es imposible pestañear. Gruño y me esfuerzo pero no se
cierran ni un poco. Quizá por eso veo borroso, porque no puedo refrescarlos. Es
igual.
Avanzo despacio hacia la puerta, curiosa, ansiosa por
alcanzarla en mi pasmosa lentitud y temerosa de lo que pudiera esperarme al
otro lado o de que me cerraran la estrecha abertura incluso antes de
alcanzarla.
Arrastro los pies entre rugidos y resuellos, los tobillos no
me responden bien. Me empujo con las manos en la pared y llego a la puerta
jadeante. Recuerdo que temía que mi escaso peso y mis nulas fuerzas físicas me
impidiesen salir pero, muy al contrario, sólo con apoyar la mano y dar un
ligero empujón, la puerta se desliza sola y se abre de par en par sin
protestas. Un torrente de luz me ilumina y me ciega.
Tardo minutos en apartar la mano y acostumbrarme a la luz y
al aire fresco. Me sobreviene un fuerte mareo y grito en vano por mi lentitud
de adaptación. Veo peor ahora, me pinchan los ojos. Me vuelvo y repaso el lugar
donde permanecí cautiva tanto tiempo. Mi cuerpo impide que la luz entre por
completo en el recinto y se recorta una gran sombra con mi silueta que lo
inunda todo. Aun así, veo por fín las grises losas que lo cubren todo. Grises y
llenas de inmundicias. Lo único que me sorprende es un gran espejo negro que
cubre casi todo un lateral pero que al tacto no se detectaba. Curioso.
Me doy la vuelta pero sólo encuentro un espacio abierto
frente a mí con dos asientos alargados a cada lado y un pasillo a cada lateral
que mi vista me impide acotar. Con una mano a modo de visera oteo el contorno
pero no saco más en claro. Oí una puerta cerrarse cuando abrieron la mía, o eso
creo, así que alguna salida debe de haber cerca. Si pudiera pensar con
claridad, pero es como si la sangre que debiera circular por mi cuerpo, lo
hiciera sólo por delante y detrás de los ojos, punzando con intensidad. Y la
luz, esa luz tan incisiva que proviene de los fluorescentes del techo, me quema
las pestañas. Sigo avanzando a trompicones, con los músculos todavía
entumecidos, levantando apenas la cabeza para ocultarme de la intensidad
luminosa. Busco una puerta, una salida, un cambio en el decorado, hasta que mis
manos palpan un filo irregular en la pared. A duras penas intento enfocar entre
explosiones de dolor hasta dar con un pomo circular y, aunque tengo problemas
para girarlo porque me cuesta flexionar los dedos y agarrar el frío acero,
consigo accionarlo y empujar la puerta. Intento hablar, a ver si hay alguien
que me responda y me ofrezca ayuda, pero sólo articulo un gemido nasal
impreciso.
Tras la puerta imperan las sombras y un ligero alivio se
aleja de mis ojos lastimados. No está oscuro del todo y aquella escasa
luminosidad es apaciguadora. Hasta que no termino de abrir la puerta no veo lo
que hay al otro lado, y en mala hora.
Nada más terminar de entornar la puerta observo con horror
aquella cámara de pesadilla donde se desata la locura. El olor es nauseabundo,
repugnante. Todo está impregnado de espesas salpicaduras negruzcas de fluido
vital. De inmediato, una luz rojiza llena la sala y una estridente alarma
inunda el lugar, todo el edificio. Bramo de dolor por lo que veo y por las
sacudidas que me provoca aquel sonido dentro de mi cabeza. Grito colérica de
impotencia.
Hay camillas por todos lados, desperdigadas. En la más
cercana hay un tipo delgadísimo, en los puros huesos, parece un cadáver
desenterrado tras su completo proceso de descomposición. Está cortado por la
mitad. Mejor dicho, sólo está la mitad superior y sus órganos intestinales se
desparraman por la camilla y rebosan hasta colgar por los lados. No debería
tener órganos y restos internos cuando del exterior casi no queda nada, pero
así es. Y lo peor es que, si no estuviera amarrado, y aún estando a trozos,
sigue luchando con los brazos extendidos hacia mí, y parece implorarme ayuda
con los ojos huecos, vacíos, y la boca desencajada. Al enfocar la vista un poco
mejor, algo más acostumbrada al rojo intermitente de las múltiples luces de
emergencia que parpadean furiosas, veo otra camilla junto a la pared más
cercana con el resto de aquel individuo, y patalean sus piernas, impotentes
pero incansables.
En otras camas similares hay varias manos de distintas
tonalidades y pelambre, todas humanas y todas alfileteadas como las mariposas
disecadas con sus coloridos marcos de madera, sólo que éstas se agitan
frenéticas buscando algo a lo que afianzarse.
Todo aquello es insano, monstruoso.
Suena un pitido estridente seguido de una serie de
interferencia sy chisporroteos, y una voz delicada y femenina pero taladradora
indica con claridad y sin emoción que el sujeto veintiseis ha entrado en la
sala de experimentación. De inmediato, la luz roja se apaga y la alarma queda
silenciada por fín. Aquel silencio supuso un gran alivio, un alivio demasiado
breve.
De inmediato, la sala se ilumina con la misma intensidad
blanquecina que reina en el pasillo del que procedo, cegándome por completo de
nuevo. Toda la pared frontal se revela como un gran cristal transparente y
varios indivduos con túnicas blancas, jóvenes veinteañeros en su mayoría,
observan desde su posición de seguridad de detrás del cristal cómo varias
personas vestidas con gruesos trajes similares a los de los astronautas entran
por la puerta por la que había accedido a la sala y por otra similar que hay al
lado opuesto de la habitación, y se acercan para agarrarme, cautelosos, entre
gestos lentos y voces susurrantes pero firmes que, en mi aturdimiento, no
alcanzo a comprender. Hasta que observo mi reflejo brumoso en el cristal. Estoy
escuálida, con la poca carne que aún conservo hecha jirones, colgante y
ennegrecida. Eso que veo en el cristal a duras penas se parece a mí, pero sin
duda soy yo, un yo de pesadilla, venido a menos. Un yo como los que yacían a
trozos en las camillas.
Rujo enfurecida y eso parece intimidar un poco a los tipos
que se acercan, pero no dejan de aproximarse y yo apenas si puedo mantenerme en
pie.
Forcejeo con ellos cuando me acorralan e intento morderles y
arañar con mulo éxito. Me amarran a una de esas camillas, sucia y reutilizada.
No dejo de dentellear, creo que nunca dejaré de hacerlo sin nada a mi alcance a
lo que dar un mordisco.
A saber cuánto llevo así, mutilada, muerta sin descansar en
paz. Ya no tengo brazos, ni dedos, y creo que ni cuerpo, no lo sé bien porque
no puedo alzar la cabeza para comprobarlo.
Y a pesar de todo, lo que veo cuando los miro es odio y
hambre, a partes iguales, y que sin dudar les desgarraría la carne y me comería
sus entrañas. Y aún así, pienso que realmente yo no soy el monstruo de esta
historia.
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