Me contaron una vez una historia, de esas que van de boca en
boca y nunca encontramos a sus protagonistas originales, variando en todo menos
en lo esencial.
En este caso el protagonista era Alan, un niño de once años
que tenía que viajar a Cádiz por primera vez por Navidad para pasar las fiestas
en casa de sus abuelitos, ya que éstos se encuentraban muy mayores y no estaban
en condiciones de hacer tan larga travesía.
Alan venía de Toledo en coche con sus padres, y el niño se pasó
aburrido e impertinente todo el viaje, fastidiado por no poder pasar esos días
en casa e invitar a sus amigos y primos cercanos, hasta que vió el cuarto que
le han preparado. Era el antiguo dormitorio de papá y aún conservaba casi todas
sus cosas. Nunca había pensado en la posibilidad de que su padre hubiera sido
más joven e incluso niño como él, aunque hubieran fotos que lo atestiguasen,
pero no se le parecían así que no debía ser él, o sí, daba igual.
Llegaron a última hora de la tarde, y al asomarse por la
ventana del cuarto o por la contigua del salón, podía ver una larga avenida de
dos carriles llamada Campo del Sur, con una ancha acera a un lateral que daba a
un hermoso mar gris verdoso, ahora anaranjado conforme el Sol desaparecía por
el horizonte y desparramaba parte de sus últimos y desesperados destellos a su
alrededor.
Pero lo que más le maravillaba era la potente luz
intermitente, como una estrella mareada, que despedía el faro que coronaba un
largo sendero de piedra vieja y gastada que partía a la playa de La Caleta en dos
(bueno, una y media, pensaba riéndose). Era un destello blanquecino e
hipnotizador.
Tuvieron una cena animada llena de besos, buenos deseos y…
sobre todo, muchos dulces y adornos rojos y dorados. El árbol de Navidad de
casi metro y medio de alto, que había junto al mueble del televisor del salón,
tenía una estrella de purpurina plateada arriba del todo, y Alan se imaginaba
que el faro de La Caleta sería parecido pero gigantesco. Era su árbol de
Navidad particular.
Se acostaron tarde. Alan estaba nervioso porque los abuelos
le prometieron un estupendo regalo de Papá Noél, y sus padres le recalcaron
que, si se portaba bien en la noche, lo mismo tendría más de uno.
Desde su cama veía, aintervalos, la portentosa luz del faro
colarse a raudales entre las finas cortinas blancas y pensaba en barcos y piratas cuando
consiguió caer en un sueño profundo hasta que un fuerte golpe lo despertó
sobresaltado.
Los abuelos le habían dicho que, al no tener chimenea (en su
casa sí que tenían), Papá Noél entraría por la ventana del salón, asíq ue Alan
pensó que esa sería su oportunidad de verlo. En su casa ponían la alarma por
las noches y no podía bajar las escaleas sin activarla, pero allí no había ni
lo uno ni lo otro.
Salió del cuarto de puntillas y descalzo para que nadie lo
oyera y cruzó el pequeño pasillo hasta la amplia sala. Con las cortinas
descorridas, el faro se veía en todo su esplendor y su luz se colaba hasta en
los últimos rincones, cuando no se iba y dejaba el lugar prácticamente a
oscuras.
Alan se asomó con cuidado con el estómago encogido y las
pulsaciones a mil. No vió nada. Esperó que la luz terminara el giro y volviera
a iluminarlo todo. Definitivamente allí no había nadie.
Salió del todo, sin reparo, seguro de estar solo allí, y
cruzó la estancia hasta el árbol de Navidad pensando encontrar algún paquete
con un envoltorio bonito y su nombre escrito sobre él con letras claras e
inequívocas, pero el sitio continuaba tan vació como cuando se acostó. Miró el
reloj de encima del mueble del televisor, eran las doce y media, apenas había
dormido media hora. Era temprano aún.
Decepcionado, se asomó a la ventana a admirar ere escenario
que tanto le maravillaba. Ese mar que ahora brillaba negro como el horizonte en
un todo sin distinción, que cuando se veía iluminado aparecía salpicado de
matices y reflejos plateados. Era hermoso.
Pegado con la frente y la nariz al cristal, no se había dado
cuenta del frío que hacía hasta entonces. Y al apartar la mirada hacia un
lateral del edificio, cuando la luz del faro se proyectó sobre el lugar, pudo
ver a un ser espantoso que le observaba agazapado en el muro vertical, como un
cangrejo encogido. Lo vió apenas un segundo. La fachada era gris y se cernía
sobre ella como una sombra podrida, contaminando la zona. Era grande pero no
mucho más corpulento que el propio chico, con la spatas o brazos a modo de
araña pero no parecía tener más de cuatro o seis extremidades.
No vió más, salvo que llevaba a su espalda lo que parecía
una descomunal joroba o un gran bulto deforme, que si no le hubiera sonado a
chiste, hubiera pensado que era un saco abultado lleno a rebosar. Y sus ojos,
un par de ojos redondos y amarillos, casi dorados, sin párpados, que le miraban
sin pestañear como si fueran los ojos de cristal de un muñeco grotesco.
Tras un breve momento de sorpresa y pavor, Alan reculó
aterrado y huyó hacia su cuarto. Corrió todo lo que pudo, se metió en la cama y
se tapó hasta la cabeza, hasta que el cansancio ganó la partida y se quedó
dormido.
Por la mañana se despertó fatal, cansado, pero cuando entró
en el salón y se espabiló, pensó que sólo había sido un mal sueño. Debajo del
árbol tenía tres cajas de distintos tamaños y colores con su nombre en
etiquetas sobre cada uno de ellos. Olvidó por un instante su extraña aventura y
corrió hacia los regalos, hasta que vió el cristal de la ventana por la que se
había asomado la noche anterior.
Nunca sabría si lo que había pasado había sido real o no, pero en el
cristal permanecían con claridad las huellas de sus manos y, al centro, un
punto ancho donde apoyó la nariz para observar la bonita luz del faro. ¿Sería
aquella cosa un emisario de Papá Noél, un verdadero monstruo peligroso o fruto
de la pesadilla más realista que hubiera tenido jamás?
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