El aula permanecía casi en silencio. El profesor,
Catedrático de Derecho de no se qué y Director del Grupo de Trabajo de no se
cuántos, cualquiera se acordaba de aquello ni mierda falta que me hacía,
parloteaba incesante con una cadencia rítmica y un tono prácticamente
inexistente, casi en susurros, leyendo de manera monótona y sistemática de una
pantalla de ordenador que le chivaba, palabra por palabra, todo lo que tenía
planeado enseñarnos en ese día, salvo algún chiste soso y fuera de lugar en
plan anécdota absurda. La gente escribía, dibujaba en las esquinas del cuaderno
o aparentaban prestar atención entre bostezos. Se oía de fondo el martilleo
constante del teclado de un portátil que un alumno sustituía por la antigua
hoja de papel y el clásico bolígrafo. Me parecía curioso su incesar golpeteo,
¿qué requería tanta reproducción escrita? ¿Lo que estaba diciendo el profesor?
Vamos hombre, si toda esa información estaba para nuestra consulta online en el
campus virtual de la universidad, y nos la mostraban además en una gran
pantalla desplegable colocada tras la larga mesa para el profesorado y los
ponentes.
Hablaba y hablaba, y me era del todo imposible seguir el
hilo de su charla. Podría leer lo que ponía en la pantalla y así evadirme de su
mini-voz durante diez o quince minutos, hasta que volviera a cambiar de texto,
volvías a leer el nuevo texto y a otra cosa durante otro largo rato.
Era un rollo pero claro, aquel seminario, de apenas tres
mañanas, me reportaría dos créditos y necesitaba uno u medio para mis
asignaturas. Y la gracia me había costado sesenta y cinco euros, así que
luchaba, de verdad, con ganas, para enterder lo que decía aquel buen señor
entrecano y aburrido, orgulloso de sus logros pero cansino y de nula
efectividad para el aprendizaje.
Era un hombre mayor, demasiado mayor, que más pareciera que
estaba contándole una historia resabida a niños de pecho, con una cadencia
pausada, una pose autosuficiente y la impresión de condescendencia a flor de
piel. Lo dicho, aburrido y anti-instructivo.
Ahí andaba yo, harta de leer del panel, harta de revisar las
motas marrones de las losas beige del suelo y hasrta de la estrechez del
asiento. Estaba hambrienta y somnolienta, contando los minutos y agradeciendo
que no hubiese relojes a la vista en ninguna pared.
Volví a oír teclear, con más fuerza. Miré al frente, habían
vuelto a cambiar el texto de la pantalla sin darme cuenta. Me atreví a echarle
un vistazo al móvil, las diez y cincuenta y siete. Ya llevaba casi dos horas y
me quedaban tres horas más, sin contar la hora de sugerencias y preguntas, al
que levantara la mano en esa hora y retrasara la salida, le peligraba, soñaba
con arrancársela de un mordisco, o cercenársela con una katana con un corte
limpio al más puro estilo Kill Bill, y ver cómo la extremidad volaba por los
aires, daba un par de vueltas de campana y aterrizaba en medio del pasillo,
empapando de sangre a todos los alumnos y oyentes de alrededor, seguro que eso
sí me espabilaría y me quitaba el sueño.
Fantaseé con el profesor, dispuesta a ir mucho más allá en
estas ensoñaciones. Podía darle un infarto. No, no podía. Con esa pasibilidad,
esa cadencia, antes me daba a mí un ataque de estrés por sopor, si es que eso
existía que lo dudaba, y me iba al otro barrio sin que el tipo se percatase.
¿Un aneurisma? Si mal no me equivocaba, eso se debía a un
fallo en la actividad cerebral o algo así, y a
ese señor actividad debía quedarme muy poca o ninguna, diez pulsaciones
por minuto si es que podría vivir con eso.
Lo mismo estaba muerto, era un zombie y sus reacciones
funcionaban al mínimo. Eso sí tendría sentido.
Cuanto me aburría, por Dios.
Había una chica justo delante de mí enganchada al wassup.
Afortunada ella, yo llevaba la Nintendo 3DS en el bolso pero eso era muy
descarado y mi móvil apenas si tenía pantalla a color y cámara de fotos de
calidad patética. Y no pensaba hacerle una foto al tipo ése. Mira que no
traerme la tablet, mala sangre la mía.
Y hablando de sangre… este tipo será donante porque no le
queda. Madre mía. Ahora está contando batallitas, historias de humildad y falsa
modestia mezcladas con menciones subrepticias de escritores famosos a los que
conoce y lugares que ha visitado… Vale, vale. Que eres la caña, lo pillamos.
Lleva un buen rato parpadeando una bombilla sobre él. Debería
desprenderse, caer sobre él con un sonoro golpetazo, clavársele en el cráneo en
vertical y salirle por la boca. Todo sal picado y la garganta muda a mitad de
una de sus “fortuitas” expresiones. Quedaría clavado en el asiento, bañado en
su propio jugo, silencioso y carente de expresión facial. ¿Sorprendido? No, ni
siquiera tendría tiempo para eso.
Eso también me despertaría, merecería un móvil con una
cámara en condiciones y una buena conexión a internet para publicar la
primicia. Así mataríamos dos pájaros de un tiro. Así la luz dejaría de
molestar, y el insufrible sonido de la voz del tipo también. Se haría el silencio,
una apacible quietud… posteriormente interrumpida por gritos histéricos,
sollozos incontrolados, carreras frenéticas. Y yo me quedaría allí sentada, así
sí estaría cómoda en ese lugar, contemplando una hermosa puesta en escena, más
hermosa aún por ser fortuita, casual pero merecida. Una perfecta y sincronizada
mezcolanza entre la extrasiada explosión visual de armonía sobrenatural que me
deleitaba la vista, y el culmen, la guinda del pastelito, en la acompasada
plasmación auditiva de esa figura pictórica.
Sonido e imagen al servicio del placer del espectador, del
espectador que supiera apreciar la sublime excelencia del conjunto.
Vamos, que es lo suyo. Que el tipo la palme y la gente grite
ante el terror de la imagen de la muerte en vivo, de la pérdida de una vida en
directo antes sus ojos aterrados, ante mis ojos deleitados.
Corría una chica salpicada, con las manos a la altura de las
orejas, incapaz de mirárselas, con la sangre chorreándole por el pelo
planchado. Me vino a la cabeza la
significativa imagen de Carrie, despavorida y en shock con los ojos
desorbitados, en la película del mismo nombre. Eso por ir de empollona y querer
protagonismo. Tía pelota, ahora te jodes, traumatizada de por vida.
Bueno, cambio de texto, diapositiva nueva de powerpoint.
Nada interesante para leer, y avanzan lentamente los segundos sin novedades.
Y bebe agua. Bebe agua porque está sediento. Bebe agua para
hacer una pausa y aclararse porque se le ha acabado el repertorio y esto no da
para más. No da para más pero quedan unos tres cuartos de hora y a saber cómo
acabamos esto. Al menos yo quiero acabarlo viva. Distraida en estas
ensoñaciones, no noto nada raro en la monotonía de la clase salvo por el
silencio brusco del interlocutor, inmediatamente reemplazado por un gorgoteo,
por un cloqueo ahogado acompañado de una tos entrecortada.
Paro de escribir y observo al profesor, que aún sin soltar
el vaso de agua que tenía sobre la mesa, empieza a ponerse morado y parece que
le falta la respiración. Se está ahogando, pareciera que tuviese algo
profundamente enclavado al fondo de la garganta. Sus propias palabras confusas,
su propio fracaso y el desaire de sus alumnos. Todo eso tiene agarrado en la
laringe. Eso y, por supuesto, el agua estancada que no fluye hacia abajo con
naturalidad.
Curioso. Había oído hablar de atragantamientos, incluso
había padecido alguno leve, ahogamientos temporales por agua mal canalizada,
pero no que simplemente el agua se colapse y te impida la respiración (el agua
de un mero vaso, no el de una piscina o el del océano).
Mientras contemplaba este dato de excepcional interés, por
supuesto sin intención alguna de acudir a su socorro, ya de eso se encargaban
casi todos los demás oyentes, el vaso medio lleno cayó de la mesa y revotó en
el suelo, derramando el ya escaso contenido. Pero ese contenido no se
desparramó por la solería, ni una gota fue a salir del continente, del
recipiente. Aún cuando éste se había quebrado en diminutos pedacitos
brillantes.
El líquido ahora no parecía tal, era una masa compacta no
soluble, no había cambiado de aspecto a cuando estaba contenida, no era
líquido. No respondía a esas normas físicas de la naturaleza propia de los
líquidos y de la gravedad, que conocemos.
De hecho, sí cambió de aspecto pero no como debiera. Creció
un poco, luego otro poco, y nadie lo advertía. Yo observaba estupefacta,
fascinada y sin respiración. Curiosa por ver lo que sucedería y sobreexcitada.
¿Qué era aquello?
El profesor pasó de un rojo intenso a morado añil. Ya casi
habíad ejado de respirar y se convulsionaba en su asiento antes los solícitos
alumnos que lo zarandeaban y cacheteaban. Un par de ellos se apartaron del
cuerpo colapsado y salieron corriendo de la sala para buscar ayuda extra.
Ese líquido estaba vivo, parecía latir y crecerse ante el
dolor del profesor o el espanto de los espectadores. Parecía henchirse de
orgullo.
Creció más, ahora tenía más aspecto de babosa a medio construir,
y se arrastrba hacia el pie más cercano, el de una chica espantada que gritaba
“profesor, profesor” entre lágrimas. La criatura centelleaba ante el reflejo de
los cristales rotos al pasar entre ellos. Empezaba a ver algo en su interior,
lo que semejaba empiezos de órganos y conductos o venas, muy pálidas pero cada
vez más firmes.
Cubrió con más rapidez de a esperada la distancia entre el
pie y su lugar de caída y saltó a la pierna.
La chica gritó de dolor y sorpresa en cuanto la babosa
transparente tocó su piel. Debía de quemar o algo, su contacto era lesivo. Es
más, parecía haora una sanguijuela de tamaño considerable, al menos cogía
quince centñimetros de alto por diez de ancho, aplastada en toda su extensión,
y se elevaba. Latía o… no, succionaba.
La chica gritaba, chillaba enloquecida y se agitaba sin
control. Se agarró a un chico y a otro, ambos a sus lados. No hablaba, tenía
las pupilas dilatadas y casi sin color. Antes casi de darme cuenta, yacía en el
suelo dando saltos como en las películas de posesiones.
Era un movimiento inhumano, parecía que la estaban
electrocutando de mala manera. La pierna se le estaba oscureciendo, las venas
se le veían negras y se veían abultadas y palpitantes desde el exterior, y se
extendía por segundos. Y a cada uno de esos segundos, la cosa adherida se hacía
mayor y más morada. O el color le estaba cambiando o estaba absorviendo su
sangre y adquiriendo su color. Se veía más tangible ahora.
El profesor, constaté en un esfuerzo por apartar la vista
del cuerpo de la muchacha, llevaba rato sin moverse. La boca se le abrió sola y
otra masa oscura de esa monstruosidad salió de ella, gorda e hinchada,
satisfecha, al menos parcialmente, porque viendo tanta gente alrededor de la
chica tirada en el suelo, no pudo evitar evaluar con extrema rapidez cuál sería
la próxima presa más cercana y saltar a su cuello, concretamente por encima de
él, hacia el oído. En unos instantes estaba dentro de él, ante los inútiles y
lastimosos golpes de la víctima.
Igual hizo la de la pierna de la joven, en cuanto ésta dejó
de moverse: saltó sobre otra chica que insistía en reanimarla haciéndole la
respiración artificial. Yo lo observaba todo desde mi asiento en la parte de
atrás de la sala, sin poder moverme. Algunos aún intentaban revivir a los ya
muertos o ayudar a los recién atacados, sin saber cómo y sin intención de tocar
aquella cosa.
Otros, más avispados, acudieron a socorrerse a sí mismos
huyendo del lugar sin compasión. Como debía ser.
Yo me levanté para irme. La criatura, ahora dos, volvían a
separarse de los cuerpos succionados y sus tamaños eran ya más que
considerables. Me recordaban a unav ersión sofisticada y mucho más dinámica de
la masa de la película Blob: El terror no tiene forma.
Salí de la sala por mi pie, tranquila y segura de que
aquello quedaba allí y de que la clase había finalizado, al menos por hoy, y
para ese profesor para siempre.
Y fui al baño porque ni profesor muerto ni nada, todo había
sido fruto de mi imaginación y el tipo seguía allí erre que erre en su mundo
particular, así que con tanto líquido me había dado ganas de ir al baño, me
hice un intermedio y fui unos instantes. A ver si me despertaba y acababa por
enterarme de algo.
Sigo observando a mi odiado interlocutor. Ahora ando
adormecida, con la cabeza apoyada en la mano, y
el brazo en el sillón. He llegado a cabecear porque la señora que tengo
al lado ya me ha dado dos toques con mala cara. Vergüenza ajena, mía no. Ojalá
pudiera echar un buen sueñecito, que falta me hace y así aprovecharía mi tiempo
de verdad, pero si me pillan lo mismo hasta me echan y me quedo sin aprobar mi
tan necesitado seminario.
Un grito de espanto, desgarrador, me hace pegar un salto en
el asiento. Joder, vaya escándola, ¿qué coño pasa ahora?
Una mujer de la primera fila que hasta hace un rato parecía
bastante interesada e incluso colaboradora en el discurso del profe con
preguntas y risotadas, se había levantado del asiento gritando como loca, se ha
remangado los bajos del vestido, y ante la mirada estupefacta de los presentes,
ha saltado sobre el profesor como una leona salvaje sobre su presa. El pobre
hombre (pobre por decir algo) no ha tenido tiempo ni de estañear, ni el resto
de los asistentes ha tenido capacidad para reaccionar, ni lo hemos visto venir
ni podríamos haberlo impedido.
La señora es grandota, gruesa y bastante pesada. Y aún así
no he visto persona más ágil a la hora de saltar un mueble y aferrarse a un
cuerpo con ese despliegue brutal de energía y vitalidad. Inhumano total.
No se contentó con caer sobre el tipo ni con aplastarlo
contra la pared posterior sino que procedió a clavarle las uñas, unas largas
uñas postizas de un rojo ordinario, en sus ojos achinados y, aún peor, a través
del cristal de las gafas, incrustando trozos de cristal en las pupilas y las pupilas
en viaje directo hacia la masa cerebral, sin obstáculos. Manó sangre de esos
ojos, y de esos dedos lacerados, pero no pareció importarle. La tipa siguió
escarbando con saña, y el profesor dejó de patalear y forcejear, aunque mucha
cosa no tuviera tiempo de hacer, casi ni gritar pudo. Tanto apretó, tanto
estrujó contra la pared posterior que también aquella quedó empapada, le había
roto la cabeza como una sandía aplastada y ahora sangre y fluidos y masa
encefálica se derramaba por todos los orificios ya habidos y los nuevos creados
por el impacto. Acabó arrugado y clavado como una pasa seca y marchita.
Luego, ya recuperada la gente (lo que puede recuperarse
alguien en unos instantes de una cosa así), acudieron a agarrarla entre varios
y reducirla, pegada al suelo como una calcomanía, intentando zafarse, boca
abajo, sin éxito, aprisionada entre al menos ocho manos. Ahí levanté la cabeza
con sobresalto. Esta vez sí me había quedado dormida. La mujer de al lado me
miró con enojo. Lo que le importaría a ella si duermo, envidiosa. En fin, sigue
la charla y ya queda menos para la salida.
Y volvía a aferrarme al asiento, ansiosa por ver pasar los
minutos, que no avanzaban, arañando el brazo del sillón y mordiéndome el labio.
Aún quedaba más de media hora y contando… contando por tediosos, agotadores
segundos.
Y observo la ahora vacía primera fila. Algunos asistentes
habían salido momentáneamente o directamente se habían largado. Yo no podía,
tenía cuestiones pendientes que debían esperar al final de la exposición del
profesor, aún vivo y tan campante. Si me
leyeran el pensamiento, mínimo estaría en la cárcel por tentativa de asesinato
con agravantes por reiterativa, o cuanto menos en un manicomio.
Oí un crujido como de madera quebrada. Fue un ruido seco
pero contundente, que reververó en la sala e hizo, lamentablemente durante
escasos instantes, callarse al profesor.
Sin visas de novedad o alteraciones, ignorante del origen
del ruido, continuó con su retahíla dando ahora lentos paseos al frente de la
sala, de lado a lado, con el micrófono en la mano y el consiguiente y constante
acople del sonido con el altavoz.
Otro chasquido, más alargado, más rotundo, inundó la sala.
Fue como si el tiempo se parara (que no se pare, Dios mío) y todos dejásemos de
respirar. Nuestro orador dejó de nuevo de hablar (aleluya), se agachó a
inspeccionar el suelo, la gente miraba alrededor pero nada especial. Así que
siguió, algo molesto. Miré el reloj de mi móvil, veintitrés minutos y avanzando
a paso de caracol borracho.
Cuatro frase, inconexas y absurdas para no variar, y se
desató un alboroto descomunal. Varios crujidos ensordecedores anegaron la
habitación. El suelo retumbaba y se sacudía bajo nuestros pies al compás de las
vibraciones sonoras. Seguían los chasquidos, el estrépito, acompañados de
espantosos temblores, a pesar de encontrarnos en un primer piso. Varios
crujidos más, y el suelo comenzó a quebrarse por las primeras filas. Los
asideros de los asientos, esas grandes grapas que los sujetaban al suelo,
saltaron de manera sistemática, de un lado a otro de la larga fila, y las
sillas se liberaron de su agarre.
Los brazos de los asientos cimbrearon, chasquearon
violentamente y se movieron, ahora vivos, como desperezándose, dando
circulación y movimiento a sus extremidades largo tiempo aletargadas. Al
unísono, se estiraron sobre las patas anteriores como piernas y se flexionaron
varias veces. Simulaban ser soldados coordinados a la perfección, un ejército
perfertamente entrenado.
El profesor estaba atónito, todos los estábamos, paralizados
como lo estuvieran esos asientos momentos antes. Los sillones, ahora criaturas
vivas con movimientos humanizados aunque algo ortopédicos, cerraron filas
alrededor del profesor.
Los alumnos habían corrido a la parte posterior de la sala,
algunos, y al exterior, otros. Sólo un par de ellos seguían sentados, yo
incluida, fascinados, hipnotizados ante tan asombrosa escena.
El profesor gritaba. Estaba aterrado, encogido, sin
atreverse a rozar siguiera alguno de los asientos vivientes. Éstos formaron en
un círculo compacto y cargaron contra el individuo, estrujándolo literalmente,
cerrando filas, haciéndolo puré. Cuando se separaron del cuerpo, cayó inerte al
suelo en una masa poco definida de sangre, huesos parcialmente a la vista y
carne triturada. Agujereado, la mayor parte de los órganos aparecían
desparramados por el suelo manchado. Con el mismo estrépito con el que se
habían reavivado, aquel grupo amenazador, en la misma correcta coordinación
pero a la inversa, ahora mancillados con fluidos y restos corporales, pasaron a
recolocarse en el mismo lugar en el que descansaran pacíficamente momentos
antes.
Crujiendo, arañando el suelo, volvieron a sus posiciones, se
afianzaron donde estaban las losas rotas de las que se alejaran y se
desactivaron de nuevo. Volvieron a ser asientos, cómodos asientos de un aula de
universidad, sillones acolchados, útiles, funcionales. ¿Qué les había ocurrido?
¿Quién podría decirlo…? Lo mismo estaban como yo, hartos de tanta charla
ridícula.
Pero no. Nada de todo eso había ocurrido. El profesor seguía
charlando, de hecho me hablaba a mí. De hecho… estaba sola en la clase, en mi
rincón alejado co el tipo ese mirándome fijamente. La exposición había
terminado y todos se habían ido. El tipo me conminaba a marcharme.
Avergonzada, recogí con presteza y, con una tímida disculpa
y la cabeza gacha, me levanté y me fui a la carrera.
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