El despertador sonó impertinente, repetidamente y con sorna,
mientras despertaba a la dura realidad de una mañana que aún no había nacido.
Con los ojos aún adormilados y el mal humor que acostumbra a invadirme cuando
tengo que levantarme a esas horas vesperinas en las que todavía el sol está
lejos de espabilarme, apagué el atronador sonido que me torturaba y procedí a
encender el móvil, como tenía por costumbre hacer cada vez que tenía quedada
con mi grupo de senderismo y debía comprobar novedades en la programación. Miré
a través de la ventana mientras el teléfono se volvía activo y funcional, y una
luna aún alta y luminosa inundaba el cielo despejado. El viento soplaba con
fuerza, zarandeando las ramas más altas de los árboles que poblaban la acera
opuesta de la calle donde quedaba mi vivienda. Observé que no había
cancelaciones ni cambios en los horarios, así que me vestí con la ropa que
había dejado preparada la noche anterior (noche, qué ironía, como si ya fuera
de día) y me bebí un vaso de colacao caliente con los grumitos flotando en una
nube oscura, burbujeante. Ultimé los detalles con rapidez y salí al frío aire
de mediados de enero con la nariz enrojecida por el frío y las manos
agarrotadas.
Una compañera de sendero me había asegurado que el primer autobús
de la mañana salía los domingos a eso de las cinco de la madrugada, así que
salí corriendo para coger el transporte urbano que me llevara al punto de
encuentro desde el que partiríamos la porción del grupo que salía de Cádiz
capital y extramuros, rumbo a un sendero boscoso que prometía cascadas de agua
cristalina, profusa vegetación y secciones rocosas de piedras milenarias.
Esperaba ansiosa en la parada más cercana a mi vivienda, con
el aire cortante como única compañía, mi palo de senderismo a un lado y la gran
mochila azul descansando en el suelo al otro lado, infatigables compañeros de
aventuras. Intentaba paliar el doloroso frío dando pataditas en el suelo con
las gruesas botas y las manos debajo de las axilas, resoplando dentro de la
bufanda revuelta en torno al cuello. Era insoportable, arreciaba con furia y no
había marquesina ni recodo en el que guarecerme, ni siquiera parcialmente.
Entre bostezo y tembleque, empecé a notar que las gafas se
me empañaban. Parpadeé repetidas veces con la vista nublada, intentando enfocar
al fondo de la calle sin conseguir más resultado que una gran confusión. Una
extraña bruma parecía avanzar calle arriba en mi dirección, a una velocidad de
vértigo. Era una nube espesa, acaparadora, que ocultaba las ventanas de los
edificios paulatinamente, deprisa, y las puertas oscuras, e incluso parecía
tragarse la luz de las farolas conforme las envolvía a su paso. Me asusté un
poco pero la neblina y la humedad son tan usuales en Cádiz que no terminaba de
entenderla como algo extraño y ajeno a mi ciudad.
La humareda, pues era tan espesa que parecía humo
solidificado, continuaba avanzando y me imaginé atrapada a su paso en un cuento
de pesadilla, poblado de criaturas fantasmales… Un ruido de motor rompió el
silencio de la calle y, mientras la bruma terminaba de envolverme
irremediablemente, un conocido estruendo mecánico la acompañó conforme el
espacio a mí alrededor se iluminaba con una mortecina luz amarillenta, decadente,
que emanaba de un vehículo de aspecto impreciso, irregular, que aparcó delante
de mí de una manera antinaturalmente brusca.
El interior se veía a medias, con los cristales
rectangulares velados, sombreados con nudosos movimientos espasmódicos
aterradores. El interior irradiaba luz, pero era una luz a medias, una luz
apagada, no me era fácil describirlo. En realidad podría definirlo mejor como
un conjunto de sombras, como reflejos en el fuego de siluetas deformadas,
torturadas en el fragor de una batalla o una danza macabra.
Me asomé sin adelantarme y no veía conductor, no veía nada
con claridad. Todo parecía como cubierto con una gruesa sábana apelmazada, y
las sombras se percibían distorsionadas, macabras. Y el estruendo era ahora
ensordecedor, con una furiosa cantinela pegadiza de fondo entre un mar de gritos,
gruñidos y berridos. Incluso dudaba que no hubieran despertado a todo el
barrio.
No sé si era la curiosidad o alguna fuerza externa
irrefrenable, pero lo cierto es que todo mi ser me empujaba con insidia, casi
tangiblemente, hacia el interior. Y tenía que aferrarme al suelo con todas las
fuerzas de mis piernas para no avanzar, para no ser introducida en aquel lugar
de pesadilla.
Me aferré a la mochila, que agarré con fuerza, pero aquella
fuerza me arrastraba con ella. Sin poderme frenar. Me empujaba, me dolía.
Afortunadamente, una farola se interpuso entre la puerta y mi paso, ni siquiera
recordaba que estuviera ahí, pero me agarré a ella con los ojos fuertemente
cerrados y gritando en mi interior para silenciar toda aquella algarabía
infernal. Y no sé cuanto tiempo estuve allí, ni sé si todo aquello fue real. El
caso es que desperté en mi cama a la hora convenida para coger el autobus, como
de costumbre, y mi mochila seguía a medio hacer, mi palo de senderismo reposaba
donde siempre… y varias huellas de lo que parecían dedos habían dejado
magulladuras profundas en mis brazos.
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