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lunes, 19 de enero de 2015

Relato: Azufre y rosas





Sé que nadie ha creído nunca mi historia, pero no por eso voy a dejar de contarla tal y como me pasó, pues supuso un antes y un después en mi forma de pensar y de ver las cosas. Por supuesto, jamás se lo conté a mi madre para que pudiera dejar atrás su dolor y pudiera seguir adelante.

Mi abuela María vivió toda su vida en el Barrio del Pópulo, cerca de la reja del denominado Callejón del Duende, un lugar antiguo y mágico en pleno centro de la capital de Cádiz. Cuando mi madre cumplió diecinueve años, conoció a mi padre, se casaron y se fueron a vivir a Asturias, donde nació mi hermano a los dos años y yo a los siete. No sé qué pasó entre mamá y la abuela, supongo que alguna desavenencia por la boda o por el novio escogido, pero lo cierto es que se llamaban poco y con tiranteces, y se visitaban todavía menos. No sé cuál de las dos era más testadura, pero sé que la situación les hacía daño, sé que mamá lloraba a escondidas en algunas ocasiones.
La abuela María falleció víctima de un ataque a la puerta de su vivienda, de un robo chapucero y miserable con escasas pretensiones pero gravísimas consecuencias. Unos chicos se escondieron, le dieron un susto para robarle el monedero cuando salía a primeros de mes para hacer la compra en La Plaza, el Mercado central de la ciudad y se resbaló con la mala fortuna de que se golpeó la cabeza con un escalón después de rodar escaleras abajo. Todo muy desafortunado.
Llamaron a casa cuando volvía de la escuela. Yo fui la que cogí el teléfono pero no la que recibí la noticia, ya que preguntaron por mi madre y, sin darle importancia a la llamada, le pasé el teléfono y me fui a mi cuarto. Cómo lloraba, como se agarraba al teléfono cuando recibió la noticia.
Con reticencias, dos semanas después aprovechamos un puente de vacaciones de cuatro días y bajamos a Cádiz a tramitar cosas del entierro y del seguro de defunción, y a visitar la casa para ver qué había de interés. Mamá estaba devastada, jamás la había visto tan hundida. Y cuando entramos al piso, en un edificio oscuro y  ruinoso de losas desgastadas, el aire se me bloqueó en el pecho y me sobrevino una arcada. Olía a moho, a libro viejo, a decadencia, era asqueroso. Papá se adelantó mientras esperábamos cerca de la entrada y encendió la luz, una luz amarillenta y opaca que sombreaba los muebles ajados con formas desagradables. Descorrió cada pesada cortina y abrió una a una todas las puertas y ventanas, y con la luz del día y el Sol entrando a raudales los bultos imprecisos adquirieron otras tonalidades más agradables y firmes. Mamá entró temblorosa, con los ojos enrojecidos por el llanto y las pisadas indecisas, sobrepasándome y adentrándose hacia la sala y los dormitorios interiores. El suelo era de un gris deslustrado, con algunas losas sueltas que producían un extraño tintineo al ser pisadas. Y las paredes eran horribles, empapeladas con gruesos papeles de colores apagados, con dibujos de rombos psicodélicos que apenas tenían ya formas concretas en algunos lugares más elevados. Si incluso tenía un televisor antiguo, de esos grandes como de madera que había visto en algún documental o película antigua, con un botón grande y redondo a un lateral y una gran protuberancia a modo de barrigota hinchada en la parte posterior. Era tan ancho y grueso que la pantalla se veía ridículamente pequeña ante tan inmenso cuerpo abultado.
Entré un par de pasos, trastabillando un poco al pisar en terreno irregular y me dio por pensar que lo raro hubiera sido que no hubiera muerto la abuela al pisar de mala manera una de esas losas sueltas.
Junto a una silla de madera repleta de marcas de polillas, había un pequeño altar que me resultó raro, feo, con fotos de dos niñas pequeñas, unas viejas y manoseadas, y otras más nuevas y a color: éramos mamá y yo, rodeadas de estampas de santos, rosarios y velas a medio usar. No me resultó agradable verme allí en medio, entre tanta suciedad y fanatismo.
Me di cuenta que la puerta se había quedado abierta y me di la vuelta para cerrarla, y al alcanzar de nuevo la entrada, una sombra cruzó el descansillo exterior, justo antes del lugar por donde la abuela había pisado por última vez antes de resbalar por los desgastados escalones. Salí insegura, mirando a los lados. La luz era clara y precisa, el Sol golpeaba fuerte y aún así había visto algo. Miré a ambos lados, nada de nada. A un lado, a ras de suelo, algo negro, muy negro me devolvió la mirada con unos amarillentos ojos entornados. Era un gato. Un gato muy negro, muy feo y muy sucio con mirada maliciosa, que agitaba la cola orgulloso y altanero, mirándome desafiante y curioso. No le di más importancia al asunto, suponiendo que era el movimiento del gato lo que me había despistado desde un principio, y volví hacia el piso, y ahí fue donde noté una presencia.
Bueno, no es así exactamente. Digamos que algo me atravesó. Sentí cómo tiraban del estómago hacia fuera desde dentro, y los pulmones se me separaron un poco. Era una sensación extraña, no dolorosa pero bastante molesta. Se me arqueó la columna un poco y me vino un fortísimo olor como a azufre o a podrido, o a ambos a la vez. Y otra fuerte arcada y hizo recordar, con un regusto agrio, el desayuno que habíamos tomado en una venta poco antes de llegar a la ciudad.
Debo decir que fue un larguísimo instante muy desagradable, pero lo que sucedió después me hizo cambiar de opinión. Un zumbido se alojó bruscamente dentro de mi oído, que se fue haciendo preciso hasta oir unas palabras muy claras en un tono inequívoco de mujer mayor, con un claro acento andaluz, que me dijo: bendigo en alma de mi amada nieta.
Y toda sensación de desasosiego y deterioro se alejó de mí, se separó de mi cuerpo en dirección a la casa, que todavía permanecía con la puerta abierta. Me sentí renovada, cómoda… feliz. Una extraña calidez inundó mi cuerpo y el ambiente se llenó de un fresquísimo olor a rosas. Sentí calor, sentí amor, sentí todo el cariño de mi abuela volcado en mi interior.
Entré en la casa y cerré la puerta con una sonrisa en los labios, una sonrisa que siempre aparece cuando recuerdo aquel momento.
No juzgo a mi madre, las cosas pasan y a veces no son fáciles de solucionar, y sé que se perdonaron y que se quisieron con locura y aún guardo en una caja las viejas fotos y algunas pertenencias que me traje aquel día como triste recuerdo de una abuela amorosa aunque desgraciadamente desconocida.

1 comentario:

halbirtjacka dijo...

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