Siempre que voy al centro procuro elegir el camino más
corto. De hecho, no elijo nada pues la elección ya está tomada. Cierto es que
el camino más corto es el más indeseable pero en diez o quince minutos llego
fijo a mi destino, de otro modo tardo más de treinta minutos y me resulta igual
de tedioso. Mi itinerario habitual es una carretera de doble carril con una
acera a cada lado y espacio para aparcar entre medias. Es un terreno vacío,
flanqueado por altos muros blancos a ambos lados y se antoja abandonado y
solitario. Incluso hay espacios de suelo de tierra y gravilla hacia la zona
central, a uno de los dos laterales. Los muros son gruesas elevaciones lisas de
ladrillo y cemento de unos cinco o siete metros, con la parte superior adornada
en forma de arcos rellenos de figuras geométricas regulares a cada tanto,
homogéneas y deterioradas. Uno de los muros linda con la zona de los astilleros
de la ciudad, con el dique seco, y todo el entorno está repleto de naves
industriales, edificios administrativos y grúas gigantescas mecidas por el
viento. Pero es una zona casi desértica y rara vez se ve trasiego de empleados
o personal entrando o saliendo. Es un espacio silencioso, desamparado, se diría
que muerto salvo por el tipo de la garita de entrada, que queda a la mitad de
la ruta y rara vez está a la vista. Frente a la entrada al polígono hay un
espacio abierto en forma de semicírculo, dejando esa zona central de la
alargada avenida en forma de glorieta segmentada, con dos semicírculos rajados
como dos medias naranjas. No, mejor aún, como el símbolo de la señal de tráfico
de Stop girado con el corte central horizontal y plasmado en el asfalto como
una calcomanía.
A un lateral, como dije, la entrada a la zona portuaria con
su correspondiente garita y dos accesos, uno justo a su lado sólo para personal
autorizado, y el otro a un lateral más apartado para las escasas salidas que se
producían al complejo, igual de infrecuentes que las entradas pero menos
controladas y accesibles.
Esa pues, sin lugar a dudas, un camino aburridísimo,
monótono y rutinario, rellenado sólo por el continuo trasiego de la circulación
de los vehículos que utilizaban esa vía más rápida de acceso al corazón de la
ciudad, esquivando así la avenida principal y el paseo marítimo, y sus
numerosos semáforos y accesos peatonales.
Este era el camino que yo solía utilizar, más cómodo que ir
por las frecuentemente abarrotadas calles principales, llenas de tiendas,
aceras estrechas colapsadas y jardines marchitos. No me resultaba un itinerario
atractivo aún cuando la soledad y el abandono de esta zona no invitaban al
paseo y al disfrute del entorno. Pero sí podía estar segura de que podría
disfrutar mejor por el camino vacío y seco, de mis propias reflexiones, ir a mi
ritmo, regodearme con la música de mis auriculares y, en dos o tres canciones,
no más, cuando menos me lo esperaba, sin interrupciones ni divertimentos,
ensimismada entre ensoñaciones y dilemas, llegaba a casa casi sin darme cuenta,
inmersa en mi propio mundo.
Y esa noche actué como de costumbre. Sabía que era muy tarde
pero la oscuridad se me hacía acogedora. No estaba nada cansada y el paseo me
ayudaría a aclarar algunas cuestiones que venían rondándome. Un rato a solas
para dialogar conmigo misma e intentar sacar conclusiones sin distracciones
externas me vendría bien.
El camino se veía, como era habitual, bien iluminado por
altísimas farolas que me parecían futuristas y me recordaban a los invasores
extraterrestres de la película La guerra de los Mundos, sobre todo los del
remake de Tom Cruise, donde las alienígenas, gracias a las nuevas tecnologías
informatizadas, se veían mucho más altos y amenazantes. Claro que éstas, que me
eran reales, sólo se limitaban a iluminar mi silencioso camino a intervalos
regulares y el único peligro que derivaba de ellas se podría deber a su falta
de funcionamiento más que a un peligroso ataque aniquilador.
Caminaba sola, relajada. Me gustaban esos momentos de
intimidad. Pensaba en la próxima celebración matrimonial civil de una buena
amiga mía y de lo que todo ello conllevaba de gastos económicos y desgaste
moral porque para mí eso de comprar vestidos, ir de tiendas a probarme zapatos
o decidirme por el mejor maquillaje me resultaban tareas muy monótonas. No me
gustaba arreglarme demasiado ni las parafernalias que rodeaban la ceremonia,
demasiados formalismos. Además, me recordaba continuamente a la gente “non
grata” a la que tenía que saludar, con la que tendría que charlar, y sonreír.
Vaya rollo. Si pudiera librarme, pero era imposible. Marta quería que estuviera
allí, casi me lo había suplicado puesto que sabía mi reticencia a acudir a
estos actos y contaba con mi presencia sin admitir ni un “pero”. Así que no me
quedaba otra. Y además tendría que ir sin pareja y responder con una sonrisa
ante frases del tipo: ¿todavía sigues sola? Se te va a pasar el arroz. En fin,
tendría que limitarme a ignorar los comentarios molestos y beberme tres copas
para ver la vida de otro color.
No me importaba no tener pareja, había pasado un infierno
tras mi ya lejana última ruptura y ahora estaba genial conmigo misma, en paz,
aunque tampoco rechazaba propuestas a la ligera si bien era cierto que cada vez
me resultaba más difícil ver todas las virtudes de los chicos sin detenerme
especialmente en sus defectos. Y los veía todos. La edad debía haberme vuelto
sibarita respecto a mis gustos masculinos. O eso, o todos los buenos estaban ya
cazados.
Continuaba mi camino pensando en todo esto, intentando
aclararme, con fastidio. Un par de veces titilaron las luces de algunas de las
farolas más cercanas y se oían zumbidos como de avisperos al acercarme. No
estaban tan pegadas y había zonas circulares claras y zonas más oscuras, y ni
un alma. O eso creía hasta que ví, en una de esas zonas menos iluminadas, unos
movimientos bruscos justo al lado de un coche rojo con sus tonos oscurecidos y
sin brillos. No se veía bien pero al menos tres bultos debía de haber, tres
personas, dos con seguridad y lo que parecía una tercera caída en el suelo en
una postura forzada. Comprobé que eran tres cuando dos de ellos tiraban del
tercero del pelo hacia atrás y forcejeaban en un inútil intento de meterlo en
el coche, que ahora distinguía algo mejor y tenía las dos puertas que daban a
la acera, la trasera y la de copiloto, de par en par para facilitarse la tarea.
Me imaginé con claridad la escena. Seguramente aquel pobre
tipo, dudaba que fuera una mujer pero tampoco lo tenía claro, debía ser uno de
aquellos indigentes, inofensivos por regla general, yo nunca tuve ningún
percance, que se acurrucaban en los días de invierno entre dos coches de los
que se sabían abandonados y permanecían
allí aparcados meses y meses, cada vez más deteriorados.
Y seguramente aquellos dos niñatos de mierda vendrían
borrachos o en plan chulitos a divertirse a costa del pobre tipo. Incluso
parecían querer llevárselo de paseo en el coche para hacerle gamberradas. Los
muy cabrones se creían por encima de los pobres indefensos porque papá les daba
pasta y les dejaba el coche para pillar y fardar con las chicas. Siempre era
igual y resultaba indignante.
El individuo hacía aspavientos con las manos, intentando
quitárselos de encima sin mucho éxito. Aceleré los pasos, no podía permitir
aquello, esta vez seríamos dos contra dos, no se lo iba a poner fácil, y
pensaba anotar la matrícula y llamar a la policía.
Empecé a correr con el bolso a modo de arma, sosteniendo con
fuerza las asas largas con la mano apretada. Y mi bolso era grande, muy grande,
y pesaba lo suyo. Decidida, corrí sin más ruido que el del retumbar de mis
pasos, que no era mucho pues llevaba cómodos botines de piel con suela casi
plana de goma, y el rugir de mis pulsaciones desbocadas.
A la vez que lograban medio levantar al tipo para proceder a
introducirlo en el vehículo, cargué contra el más cercano, y con un tardío
grito de guerra que no delataba mi posición hasta el último segundo, impulsé
todo el peso de mi bolso contra su cabeza, ambos de espalda pero éste medio
incorporado para tirar del tipo hacia su lado, y le aticé en la coronilla con
un golpe ensordecedor. Pensé que el cráneo se le había incrustado de lo fuerte
que sonó el golpe, tanto que me lastimé un poco el hombro y la muñeca
izquierda, pero en ese momento de tanta tensión no sentí dolor alguno. Tenía la
adrenalina cargada a tope.
El chico, ahora veía que era un hombre joven de unos veinte
años, cayó al suelo hecho un ovillo, agarrándose la cabeza ensangrentada y
gritando como un cerdo desollado, pataleando.
Abrí las piernas, me afiancé y esperé a que se volviera el
otro y me atacara, pero el otro tipo, algo más mayor, me miró enloquecido,
colérico, aterrado... ¿de mí? Tampoco es que fuera el ángel exterminador. Se me
puso a gritar en un idioma desconocido y se me aflojaron las rodillas ¿qué clase de idioma o dialecto era ese? No
me sonaba ni a inglés, ni a francés, o ruso, o alemán. Nada ni remotamente
conocido, era gutural y parecía salirle del estómago, diabólico.
Soltó por fin al hombre que seguía forcejeando en el suelo,
cada vez más liberado pues ese tipo solo no podía inmovilizarlo por mucho más
tiempo. Al poco acabó desistiendo, aflojó del todo a su presa y dio un salto
hacia el costado, con soltura, metiéndose en el coche echo una madeja
deshilachada. En menos tiempo del que se tarda en derretir un helado a pleno
Sol en el capó de un coche en marcha, el extraño individuo cerró todos los
pestillos del coche sin mirar siquiera a su compañero herido, me miró con un
odio infinito mientras se acomodaba en el asiento del conductor, me señaló,
pronunció una serie de palabras que agradecía enormemente no poder oír ni
entender, segura de que me habían maldecido para toda la eternidad, arrancó el
coche y salió disparado a una velocidad de infarto, derrapando contra el duro
asfalto, dejando tras de sí unas profundas marcas de neumático que sin duda
seguirían ahí para los restos.
Al parecer le era más grato morir accidentado que seguir
allí un segundo más, que tipo más raro. No dejé de mirar el coche alejarse
hasta que dobló al final del camino y se perdió tras el recodo. El peligro
había pasado y el enfrentamiento no había acabado tan mal. Ahora a socorrer a
los heridos y llamar a la policía. Mientras metía la mano en el bolsillo para
buscar mi móvil, noté que todavía tenía el bolso fuertemente agarrado con la
otra y me estaba clavando las uñas, asó que aflojé el agarre y por fin miré al
suelo. Y lo que ví me llenó de terror.
El chico herido había parado de gritar aunque, concentrada
como estaba en la huida del otro, desde momentos antes había dejado de
escucharlo. Y el que consideraba un vagabundo desvalido gruñía y sorbía con la
cara incrustada en el cráneo reventado del otro, abierto como una sandía caída
de un quinto piso, y la ahora pobre víctima se agitaba febril, moribundo, pasto
de una carnicería., una cena caníbal con tintes surrealistas. Ante mis ojos
veía como el hombre al que estaba dispuesta a salvar, por desdichado e
indefenso, se cebaba clavando sus dientes en la frente y la cabeza del otro y
arrancando, despedazando, todo cuanto cupiera en su abertura bucal, que se me
antojaba enorme, bocados abominables que cercenaban la carne y troceaban luego
su contenido, con partes de cuero cabelludo y largas hebras de cabello
incrustados entre los dientes.
Y al alzar un poco más su cara para mirarme de reojo y no
perderme de vista, delatada por mis temblores y mis sollozos incontrolados, ví
esa mirada enrojecida, demoníaca rodeada de una piel de un blanco cadavérico
con grandes salpicones de sangre rojísima que le daban un contraste
antinatural, imposible, y aún cuando la luz no nos daba de lleno, parecía
refulgir con un resplandor níveo, fantasmal.
El choco dejé de convulsionarse y el tiempo parecía
detenido. El tipo aquel monstruoso continuaba ahondando en la herida,
incansable, insatisfecho, que era ya un boquete chorreante de sangre y fluidos,
e incluso la pared cercana, blancuzca en otros tiempos aunque no exactamente
limpia, se veía salpicada con pedazos de piel y materia viscosa, como gelatina,
pringosa. Todo en la escena era sucio y asqueroso pero poco a poco iba saliendo
de mi ensimismamiento, sobre todo al ver que ya había devorado casi todo el
interior de la cavidad craneal y su mirada comenzaba a adquirir fiereza e
incluso veía destellos de lujuria, gula. Era fue la palabra que me vino a la
cabeza. Gula. La cena le había sabido a poco y casi la había acabado. Volví a
apretar con fuerza mi bolso. Empezaba a pensar que no había atacado a las
personas correctas. ¿Quiénes eran aquellos tipos? ¿Qué pretendían? ¿Agarrarlo?
¿Intentaban llevárselo en el coche? ¿Meterlo en él para encerrarlo y que no
hiriera a nadie? Tenía que huir pero aquella cosa estaba en medio de mi camino
y retroceder no tenía sentido. ¿A dónde iría? A esas horas estaba todo cerrado
ya. Miré a la carretera. No venían coches ni vehículo alguno en ninguna
dirección. Podría cruzar y correr, correr hasta casa y… claro, y sacar la llave
del portar, meterla. Y mientras aquello esperaría gentilmente sin devorarme.
Tenía dos opciones más que quedaban en la misma dirección de
mi casa pero antes de llegar a ella: el guardia de seguridad de la entrada a los
astilleros y el parque de bomberos que hacía esquina con los jardines que
habían inaugurado al lado del bloque de viviendas donde residía.
Volví a mirar a la carretera. El tipo siguió mi línea de
visión y sonrió, sacando la lengua pastosa entre los dientes. Apreté más el
bolso y aquella cosa abrió los brazos como para marcar más el territorio,
arqueó la espalda y dobló las rodillas. Parecía a punto de saltar sobre mí y no
me iba a dejar huir. No podía esperar más. Corrí hacía el camino de asfalto sin
perder su contacto visual. Él sintió mis movimientos y saltó sobre el coche que
había tras el que había huido. Iba tras de mí en diagonal, siseando y
balbuceando sonidos incomprensibles, grititos gargantuescos de puro placer.
Corrí y corrí más aún, pero nunca había sido ni ágil ni rápida. Grité y redoblé
esfuerzos sin mirar atrás hasta que un peso desproporcionado cayó sobre mi
espalda y me revoleó, golpeándome contra el suelo. Forcejeé y me giré,
enloquecida. Mi bolso salió de mis manos disparado y quedó tirado lejos de mi
alcance, tanto daba. Gruñí como poseída, le golpeé el rostro y en el hombro
pero era escurridizo y fuerte, más de lo que esperaba. Luché con todas mis
fuerzas por zafarme, machacándole el costado con la rodilla y pisándole la
espalda y las piernas con los talones. Ahora siseaba con más fuerza, incluso en
un tono que parecía de burla o risa. Eso me cabreó, parecía no sentir dolor.
Golpeé más y chillé, ciega de rabia. Y luego aullé de dolor cuando me clavó los
dientes en el hombro derecho cerca del pecho. Dolía de morirse, quemaba y no
podía zafarme.
Y por encima de mis latidos, la quemazón, el asco y la
sensación de unos dientes hurgando y desgarrándome la piel, oí un ruido
ensordecedor, un derrape que me hizo rechinar los dientes y el atronador sonido
ininterrumpido de un claxon. Un coche nos había dado el encuentro y nos estaba
intentando esquivar como podía. Yo estaba aturdida, desorientada por las luces
de las farolas y por los faros del coche que me deslumbraban. No sabía bien
donde estaba. Pero la criatura aquella sí, y el peligro del vehículo casi
atropellándonos lo hizo saltar a la seguridad de la acera y agazaparse tras
unos coches aparcados. Me levanté tambaleante y entumecida, me acerqué a donde
estaba el bolso sin recordar el coche ni a la gente que iría dentro. Agarré mi
bolso, ahora con un asa rota, y corrí dando traspies, alejándome de toda la
escena. Corrí carretera arriba. Y esta vez sí miré atrás, y ví al monstruo
asustado, clavado en la pared sin entender nada. No sabía si había sido el
estruendo del coche al parar bruscamente, o el claxon ensordecedor, o las luces
delanteras que se clavaban en las pupilas, pero el monstruo estaba abrumado.
Tenía que aprovechar la oportunidad.
Ni garita de seguridad ni nada. A casa. Corrí como nunca, me
dolía todo. Me sujetaba el hombro, sangraba pero no era una herida tan
terrible. Pasé frente a la entrada al complejo industrial, no parecía haber
nadie. Ya estaba más cerca de casa. Unos minutos y a salvo. Volví a mirar
atrás. Se movía. Se movía saltando por los coches, pero estaba lejos. Sí,
lejos. Y al parecer estaba rabioso, aullaba enloquecido, me había perdido e iba
a hacer todo lo posible por recuperarme. ¿Y el coche? Allí no había rastro de
nada, habían seguido sin pararse. Mamones.
Vi el edificio del Parque de Bomberos. Era pequeño, gris. Y
el patio estaba iluminado, como siempre. Habría gente. Había tres coches de
bomberos aparcados junto a la entrada y dos coches particulares a un lateral
del patio. Miré de nuevo hacia atrás. Me daba tiempo, no podía aminorar ahora.
Seguí corriendo paralela ahora a la verja del parque, cerrado a esas horas. Y
lo sobrepasé, un poco más... mientras doblaba la esquina y me apartaba el pelo
empapado de la frente, alcancé a ver la puerta. Giré la cabeza y ví al monstruo
atrás, más cerca que antes pero aún alejado, no me alcanzaría. Saqué las llaves
del bolsillo, siempre llevaba el monedero y las llaves en los bolsillos por si
me robaban. Gracias a las advertencias de mi madre. Y llegué. Metí la llave en
la cerradura, temblorosa pero decidida. Giró con facilidad y entré y cerré tras
de mí con un fuerte portazo. Pero no me paré allí. Incapaz de esperar a llamar
al ascensor y que bajara, encendí la luz automática de las escaleras y subí los
escalones de dos en dos, con el pecho ardiendo, sin aire. Tendría que ponerme
más en forma. Me pesaban las piernas y sentía que tardaba una eternidad, no
podía más.
Alcancé el tercer piso con facilidad, resollando, y me apoyé
en la puerta. Tragué saliva, asfixiada, y dejé una fea mancha oscura con mis
huellas en ella. Ya lo limpiaría. Abrí y cerré con fuerza tras de mí. Por
costumbre y esta vez por temor, metí la llave de nuevo ya en el interior, le dí
dos vueltas para echar el cerrojo y la dejé colocada de lado. Otra sana costumbre
de mi madre.
Entré sin encender las luces. Crucé el pasillo y miré por la
ventana del salón. Las farolas de la calle y de la plazoleta que había enfrente
iluminaban toda la zona. Todo estaba tranquilo, todo parecía haber sido fruto
de mi imaginación, si no fuera porque…
Auh!, aullé de dolor y me tapé la boca para no despertar a
mis padres. Si no fuera por la pequeña herida del hombro que achicharraba la
carne por dentro. Me dolía la cabeza, el pecho, las piernas. De buena gana me
daría una ducha pero asustaría a mis padres. Debía llamar a la policía.
Pensando en llamar abrí la parte baja del mueble del salón, uno de sus cajones,
y saqué agua oxigenada, algodón y una caja de tiritas de esas grandes que
vienen en una pieza para recortar al tamaño deseado. Limpié la herida, no era
para tanto pero dolía de morirse y lo mismo necesitaba puntos, ya iría al día
siguiente al consultorio médico a que lo revisaran. Una vez desinfectada, cogí
la tirita y me la coloqué entera. Me tomé un ibuprofeno que saqué del mismo
cajón, fui al fregadero a lavarme la sangre y, entre temblores y fiebres, me
acosté en la cama a oscuras.
Tenía mareos y todo me daba vueltas. Yo misma me decía que
era normal, que estaba en shock y temblaba sin control. Pero la sensación era
rara. No pensaba en mi atacante, ni recordaba ya que debía llamar a la policía.
En mi malestar sentía que deliraba, con el cuerpo espasmódico y la mirada fija,
perdida en las formas que la escasa luz de la calle que se colaba entre las
tablas de la persiana recreaba en el techo, viendo más allá de ellas cómo
resplandecía ante mis ojos el hermoso y vibrante líquido rojo que fluía de la
cabeza quebrada del tipo muerto en el suelo. Y no pude evitar relamerme el
exceso de saliva que se me desbordaba por las comisuras de mis fríos labios.