Toni era un estúpido. Un estúpido y un cabezota. Se le había
insinuado en clase de mil maneras pero sólo tenía ojos para las tetas de Sara.
Pues que se quedara con ella. Furiosa, cogí la correa de mi perra Alba, un
bichón maltés blanquísimo de apenas 3 kilos de peso, coqueta como ella sola, y
bajé con ella las escaleras para dar un paseo. No paraba de darle vueltas a mi
desamor y a mi infortunio con los chicos, hasta tal punto que me puse a
callejear sin rumbo ni interés. Accedí a la zona del parque, que a esas tardías
horas ya permanecía cerrado, y caminé con Alba paralela a las rejas del mismo,
parándome constantemente, pues la perra no se decidía por el arbolito en el que
le apeteciera hacer sus necesidades básicas. Al llegar al final del parque
estaba en construcción el nuevo acceso al aparcamiento subterráneo que estaban
construyendo allí, una gran entrada de dos carriles, amplia y de techo elevado,
que bajaba empinada hasta el primer piso de aparcamientos. Permanecía vallado,
cerrado y oscuro como boca de lobo. Alba me terminaba de sacar de quicio, no
hubiera quien avanzara con ella, que pesada parándose por todos lados.
Continuamos Alameda Apocada abajo, yo en mi mundo, maldiciendo a todos, aún
enfurruñada. Oí pasos, a un lateral, entre los arbustos, y luego risas. Era un
grupo de chicos que, por el olor, no fumaban tabaco precisamente. No me
gustaban y me daban mal rollo. Aceleré el paso y tiré de Alba, que ladró
molesta. Las risas cambiaron de tono y de distancia: se acercaban por mi
lateral. Sin pensar mucho, decidí que ya había paseado bastante, mejor volver a
casa, y me dí media vuelta a paso rápido. Pero eso no hizo que los chicos
desistieran, me habían visto y oía pullas y risas. No quería líos ni me gustaba
el cariz que estaba tomando la situación. Alba se decidió en ese momento por un
árbol que había a mi izquierda y corrió hacia él, enredando la correa entre las
piernas, frenando mi avance. Miré atrás, eran tres chicos, y estaban a pocos
pasos, mirándome divertidos de arriba abajo, como estudiando la mercancía. Me
entró un escalofrío y tiré de Alba con más fuerza, tanta que se me escapó la
cuerda de la correa de la mano y perdí el agarre. La perra corrió asustada y
dolorida hacia adelante, a la vez que un coche hacía una rara maniobra cerca de
la entrada del aparcamiento, espacio en el que se ensanchaba un poco el camino
y aprovechaba el conductor para cambiar el sentido de la marcha. Alba ladró
lastimosa y corrió hacia perderse de vista dentro del aparcamiento a medio
construir.
No podía parar, ni podía seguir hacia casa sin Alba, así que
corrí tras ella sin pensarlo mucho y me metí entre piedras y escombros cuesta
abajo, gritando el nombre de mi perrita, llamándola para impedir que se alejara
más.
Y nada más entrar se hizo el silencio y la oscuridad más
absolutas, salvo por los ladridos y el retumbar de las uñas de las patas de la
perra, que con el eco sonaban amplificadas. Seguía llamándola pero la oía cada
vez más lejos. Tenía miedo de que los chicos de afuera me siguieran y me
atraparan allí, y de que todo aquello se derrumbara sobre mi cabeza, y de que
Alba acabara lastimada por meterse por donde no debía.
Saqué mi móvil y encendí la linterna que había descargado de
internet para poder buscar en el cine la butaca correspondiente sin dificultad.
Iluminaba bastante pero a muy corta distancia, y además producía unas sombras
fantasmales que ponían la piel de gallina. No era agradable estar sola allí.
Avancé con cuidado, el suelo estaba por algunas zonas a
medio levantar, y era irregular e inseguro. Escuché un ladrido, más bien un
quejido de dolor, y me entró el pánico. Llamé a Alba pero nada. Avancé más
rápido hasta dar con un muro de piedra ostionera rugosa, antigua, que corría en
horizontal a todo lo largo, sería una de las paredes delimitadoras del
aparcamiento, de uno de los laterales. Caminé deprisa, paralelo a él, llamando
a gritos siempre a mi perra. No parecía que me siguiera nadie, por cierto, pero
tampoco estaba para ocuparme de eso ahora. Escuché un aulllido más adelante,
algo le pasaba a Alba. Corrí y me resbalé en un par de ocasiones, raspándome la
rodilla y haciéndome un feo roto en el pantalón vaquero. Mierda. Otro aullido,
este más quejumbroso, muy cerca, aunque el eco distorsionaba por completo mi
percepción de las distancias. Tropecé de nuevo. No, no era una piedra, era una
entrada con la abertura irregular a medio oradar, y Alba estaba dentro, la veía
patalear. Asomé la cabeza, el hueco era grande y no llegaba a alcanzarla.
Intenté tranquilizarla, alumbrándola, pero para mi asombro algo pareció tirar
de ella de una manera tan brusca, que al momento la perdí de vista hacia el
lateral interior del agujero. Tenía poca profundidad, y con un pequeño salto ya
estuve dentro.
No me gustaban los espacios cerrados pero no podía dejar a
Alba allí abandonada, no me lo perdonaría nunca ni podría dar en casa una
explicación convincente de cómo perdí a la perra y la dejé desamparada a su
suerte. Avancé con dificultad, casi en cuclillas. Sólo distinguía la pared
abrupta que me rodeaba y el techo asimétrico que obligaba a agacharme más aún
para no arañarme la cabeza con sus salientes puntiagudos. Y el suelo no pintaba
mejor, así que andar a gatas me destrozaría las manos. Al rato, harta de llamar
a Alba sin obtener respuestas, el hueco empezó a estrecharse paulatinamente, y
a girar de manera casi imperceptible. No sabía cuánto tiempo llevaba así, pero
el cuello me dolía horrores, y las rodillas me palpitaban dolorosamente. De
Alba hacía rato que no sabía nada, pero no me importaba seguir porque no me había
encontrado con ninguna bifurcación ni encrucijada, así que el camino de salida
lo tenía fácil y aún me quedaba bastante batería en el móvil.
Cuando ya casi no podía caminar, pues el camino se
estrechaba demasiado y me rasgaba los codos y las rodillas, avanzando casi a
gatas, ví un punto rojo lejano que brillaba doblemente al reflejarse la luz de
la linterna contra el fondo, un fondo que no llegaba a distinguir pero no
parecía muy distante. El punto pasó al tamaño de una canica, y luego de una
pelota, cada vez más rojo e incandescente, hasta distinguir las rugosidades de
una rudimentaria entrada por la que pasé a duras penas. Seguía llamando a Alba
sin resultados. Y lo curioso es que, a pesar de sentir que algo fallaba, a
pesar de saber que algo tenía que haber agarrado a la perra y tirado de ella
hacia el interior, ni noté nada raro ni me sentía asustada o en peligro. Y con
la entrada en el hueco del otro lado del tunel, el espacio se ensanchó y pude
ponerme en pie.
Accedí a una cueva de tamaño considerable, y al lado opuesto
de la sala, de oscuros techos ocultos en las alturas, crepitaba una hoguera con
un fuego potente y abrasador. Ardía solo, no había nadie alrededor, y al
avanzar hacía él, temerosa, tropecé y caí de nuevo. Volví a arañarme sobre las
rodillas ya magulladas y empecé a sangrar. Me levanté al oir lo que parecían
unos susurros reverberantes, y roces imprecisos. Llamé a Alba con la voz
temblorosa, avanzando hipnotizada hacia la luz, la única zona que me ofrecía
confianza, pues no veía casi nada, es más, la linterna del teléfono me
deslumbraba más que otra cosa. Lo que ví a la luz ahora cercana de la hoguera
me horrorizó. Eran huesos, huesos animales y otros de los que dudaba su
procedencia. El miedo me atenazó con violencia y comencé a temblar. Ví un bulto
en el suelo al otro lado del fuego. ¡Era Alba! La habían despellejado y estaba
ensartada en un palo a todo lo largo, inerte y ensangrentada. Mi pobre Alba. Me
volví aterrorizada, llorando, histérica y sin control. Dí un gritó de pavor y
salí corriendo hacia el hueco por el que había accedido al lugar, hasta que, a
medio camino y ciega por el miedo y las lagrimas, tropecé con algo duró y caí,
dándome un fuerte golpe al chocar con la piedra.
Todo eso ocurrió hace horas. Ahora estoy atada, temblando
como una hoja mecida por un huracán. Me duele el pecho de gritar, y los ojos de
forzarlos con llantos. He perdido la cordura, me arrastro pero no avanzo, estoy
atrapada y agravo mi agarre al tirar. Me siento como Alba, pobre Alba. Acabaré
como ella cuando aquel tipo escuálido y deforme termine de afilar el
rudimentario cuchillo que afila incansablemente, mientras me mira a ratos y se
limpia la saliva espumosa con frecuencia con el antebrazo costroso, con
expresión golosa.
Había salido de la sartén para caer en las brasas.
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