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domingo, 14 de septiembre de 2014

Historia corta: De la sartén a las brasas





Toni era un estúpido. Un estúpido y un cabezota. Se le había insinuado en clase de mil maneras pero sólo tenía ojos para las tetas de Sara. Pues que se quedara con ella. Furiosa, cogí la correa de mi perra Alba, un bichón maltés blanquísimo de apenas 3 kilos de peso, coqueta como ella sola, y bajé con ella las escaleras para dar un paseo. No paraba de darle vueltas a mi desamor y a mi infortunio con los chicos, hasta tal punto que me puse a callejear sin rumbo ni interés. Accedí a la zona del parque, que a esas tardías horas ya permanecía cerrado, y caminé con Alba paralela a las rejas del mismo, parándome constantemente, pues la perra no se decidía por el arbolito en el que le apeteciera hacer sus necesidades básicas. Al llegar al final del parque estaba en construcción el nuevo acceso al aparcamiento subterráneo que estaban construyendo allí, una gran entrada de dos carriles, amplia y de techo elevado, que bajaba empinada hasta el primer piso de aparcamientos. Permanecía vallado, cerrado y oscuro como boca de lobo. Alba me terminaba de sacar de quicio, no hubiera quien avanzara con ella, que pesada parándose por todos lados. Continuamos Alameda Apocada abajo, yo en mi mundo, maldiciendo a todos, aún enfurruñada. Oí pasos, a un lateral, entre los arbustos, y luego risas. Era un grupo de chicos que, por el olor, no fumaban tabaco precisamente. No me gustaban y me daban mal rollo. Aceleré el paso y tiré de Alba, que ladró molesta. Las risas cambiaron de tono y de distancia: se acercaban por mi lateral. Sin pensar mucho, decidí que ya había paseado bastante, mejor volver a casa, y me dí media vuelta a paso rápido. Pero eso no hizo que los chicos desistieran, me habían visto y oía pullas y risas. No quería líos ni me gustaba el cariz que estaba tomando la situación. Alba se decidió en ese momento por un árbol que había a mi izquierda y corrió hacia él, enredando la correa entre las piernas, frenando mi avance. Miré atrás, eran tres chicos, y estaban a pocos pasos, mirándome divertidos de arriba abajo, como estudiando la mercancía. Me entró un escalofrío y tiré de Alba con más fuerza, tanta que se me escapó la cuerda de la correa de la mano y perdí el agarre. La perra corrió asustada y dolorida hacia adelante, a la vez que un coche hacía una rara maniobra cerca de la entrada del aparcamiento, espacio en el que se ensanchaba un poco el camino y aprovechaba el conductor para cambiar el sentido de la marcha. Alba ladró lastimosa y corrió hacia perderse de vista dentro del aparcamiento a medio construir.
No podía parar, ni podía seguir hacia casa sin Alba, así que corrí tras ella sin pensarlo mucho y me metí entre piedras y escombros cuesta abajo, gritando el nombre de mi perrita, llamándola para impedir que se alejara más.
Y nada más entrar se hizo el silencio y la oscuridad más absolutas, salvo por los ladridos y el retumbar de las uñas de las patas de la perra, que con el eco sonaban amplificadas. Seguía llamándola pero la oía cada vez más lejos. Tenía miedo de que los chicos de afuera me siguieran y me atraparan allí, y de que todo aquello se derrumbara sobre mi cabeza, y de que Alba acabara lastimada por meterse por donde no debía.
Saqué mi móvil y encendí la linterna que había descargado de internet para poder buscar en el cine la butaca correspondiente sin dificultad. Iluminaba bastante pero a muy corta distancia, y además producía unas sombras fantasmales que ponían la piel de gallina. No era agradable estar sola allí.
Avancé con cuidado, el suelo estaba por algunas zonas a medio levantar, y era irregular e inseguro. Escuché un ladrido, más bien un quejido de dolor, y me entró el pánico. Llamé a Alba pero nada. Avancé más rápido hasta dar con un muro de piedra ostionera rugosa, antigua, que corría en horizontal a todo lo largo, sería una de las paredes delimitadoras del aparcamiento, de uno de los laterales. Caminé deprisa, paralelo a él, llamando a gritos siempre a mi perra. No parecía que me siguiera nadie, por cierto, pero tampoco estaba para ocuparme de eso ahora. Escuché un aulllido más adelante, algo le pasaba a Alba. Corrí y me resbalé en un par de ocasiones, raspándome la rodilla y haciéndome un feo roto en el pantalón vaquero. Mierda. Otro aullido, este más quejumbroso, muy cerca, aunque el eco distorsionaba por completo mi percepción de las distancias. Tropecé de nuevo. No, no era una piedra, era una entrada con la abertura irregular a medio oradar, y Alba estaba dentro, la veía patalear. Asomé la cabeza, el hueco era grande y no llegaba a alcanzarla. Intenté tranquilizarla, alumbrándola, pero para mi asombro algo pareció tirar de ella de una manera tan brusca, que al momento la perdí de vista hacia el lateral interior del agujero. Tenía poca profundidad, y con un pequeño salto ya estuve dentro.
No me gustaban los espacios cerrados pero no podía dejar a Alba allí abandonada, no me lo perdonaría nunca ni podría dar en casa una explicación convincente de cómo perdí a la perra y la dejé desamparada a su suerte. Avancé con dificultad, casi en cuclillas. Sólo distinguía la pared abrupta que me rodeaba y el techo asimétrico que obligaba a agacharme más aún para no arañarme la cabeza con sus salientes puntiagudos. Y el suelo no pintaba mejor, así que andar a gatas me destrozaría las manos. Al rato, harta de llamar a Alba sin obtener respuestas, el hueco empezó a estrecharse paulatinamente, y a girar de manera casi imperceptible. No sabía cuánto tiempo llevaba así, pero el cuello me dolía horrores, y las rodillas me palpitaban dolorosamente. De Alba hacía rato que no sabía nada, pero no me importaba seguir porque no me había encontrado con ninguna bifurcación ni encrucijada, así que el camino de salida lo tenía fácil y aún me quedaba bastante batería en el móvil.
Cuando ya casi no podía caminar, pues el camino se estrechaba demasiado y me rasgaba los codos y las rodillas, avanzando casi a gatas, ví un punto rojo lejano que brillaba doblemente al reflejarse la luz de la linterna contra el fondo, un fondo que no llegaba a distinguir pero no parecía muy distante. El punto pasó al tamaño de una canica, y luego de una pelota, cada vez más rojo e incandescente, hasta distinguir las rugosidades de una rudimentaria entrada por la que pasé a duras penas. Seguía llamando a Alba sin resultados. Y lo curioso es que, a pesar de sentir que algo fallaba, a pesar de saber que algo tenía que haber agarrado a la perra y tirado de ella hacia el interior, ni noté nada raro ni me sentía asustada o en peligro. Y con la entrada en el hueco del otro lado del tunel, el espacio se ensanchó y pude ponerme en pie.
Accedí a una cueva de tamaño considerable, y al lado opuesto de la sala, de oscuros techos ocultos en las alturas, crepitaba una hoguera con un fuego potente y abrasador. Ardía solo, no había nadie alrededor, y al avanzar hacía él, temerosa, tropecé y caí de nuevo. Volví a arañarme sobre las rodillas ya magulladas y empecé a sangrar. Me levanté al oir lo que parecían unos susurros reverberantes, y roces imprecisos. Llamé a Alba con la voz temblorosa, avanzando hipnotizada hacia la luz, la única zona que me ofrecía confianza, pues no veía casi nada, es más, la linterna del teléfono me deslumbraba más que otra cosa. Lo que ví a la luz ahora cercana de la hoguera me horrorizó. Eran huesos, huesos animales y otros de los que dudaba su procedencia. El miedo me atenazó con violencia y comencé a temblar. Ví un bulto en el suelo al otro lado del fuego. ¡Era Alba! La habían despellejado y estaba ensartada en un palo a todo lo largo, inerte y ensangrentada. Mi pobre Alba. Me volví aterrorizada, llorando, histérica y sin control. Dí un gritó de pavor y salí corriendo hacia el hueco por el que había accedido al lugar, hasta que, a medio camino y ciega por el miedo y las lagrimas, tropecé con algo duró y caí, dándome un fuerte golpe al chocar con la piedra.
Todo eso ocurrió hace horas. Ahora estoy atada, temblando como una hoja mecida por un huracán. Me duele el pecho de gritar, y los ojos de forzarlos con llantos. He perdido la cordura, me arrastro pero no avanzo, estoy atrapada y agravo mi agarre al tirar. Me siento como Alba, pobre Alba. Acabaré como ella cuando aquel tipo escuálido y deforme termine de afilar el rudimentario cuchillo que afila incansablemente, mientras me mira a ratos y se limpia la saliva espumosa con frecuencia con el antebrazo costroso, con expresión golosa.
Había salido de la sartén para caer en las brasas.

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