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jueves, 14 de agosto de 2014

Historia zombie Ensayo escénico grupal




Permanecía en la cola para acceder al Parque de José Celestino Mutis, a una de las representaciones teatrales del repertorio veraniego de Noches de Teatro. Ya tenía mi entrada y esperaba pacientemente para poder entrar al espacio habilitado y proceder a colocarme en un lugar cómodo y con buena perspectiva para ver el espectáculo en una buena posición.
Reconozco que desde que acudía los miércoles a ver estas actividades, se había convertido en uno de mis días de la semana favoritos.
Ya caía la tarde y el Sol declinaba para dar paso a una noche calurosa y estrellada, repleta de incordiantes mosquitos que acribillaban a los asistentes a picotazos.
A mi derecha, una chica treintañera, de vestido colorido a lo hippie, pulsaba con frenesí las teclas táctiles de su teléfono móvil casi sin pestañear a la vez que mantenía una acalorada discusión con su compañera de asiento. Qué habilidad debía tener, a mí ese tipo de tecnología aún se me atragantaba.
A mi izquierda había una chica que acudía acompañada de otra joven de su quinta que cargaba un bebé ruidoso. La chica llevaba pantalones morados muy cortos que dejaban al aire unas bonitas y delgadas piernas bronceadas por el Sol, con unas sandalias marrones y doradas casi sin sujeción, y una elegante blusa verde azulada con un arcoiris de tonalidades ralladas entre en vertical que rondaban entre verdosas y amarillentas. Con el monedero entre las manos, se sola quedó unos instantes sola mientras la otra se iba a preguntar algo al guardia de seguridad del recinto. La oímos volver desde mucho antes de que apareciera ante nuestros ojos pues la pequeña berreaba como poseía por un animal salvaje en plena época de celo.
Se sentó junto a su amiga y, mientras sacudía, más que acunarla, a  la niña que portaba en brazos, discutía con la otra sobre si marcharse y volver más tarde, o esperar a más integrantes de su pandilla, palabras casi textuales. El caso es que mucho hablar, y ninguna movía un músculo, y yo loca porque se largaran de una puñetera vez.
Por fín hubo movimiento en la cola, más adelante. En resumidas cuentas, entramos al espacio y procedimos a colocarnos. A mis “compis” se les unieron tres chicas más con el mismo estilo moderno, con melena mega planchada, escasa vestimenta y no tan escaso maquillaje. Y apenas unos quince años si llegaba, valiente juventud. Me reía por dentro, sintiéndome vieja tras pensar esas cosas.
Para colmo tuve la dudosa suerte de sentarme justo delante del grupo alborotador.
El espectáculo comenzó sin más novedades y disminuyeron la intensidad de la luz artificial del lugar.
En el escenario improvisado habían colocado unas sillas y varios utensilios, algunos de difícil identificación, y la escena comenzó a fluir y la gente a concentrarse. Una espesa humareda impregnó el lugar, proveniente de un pequeño cubículo negro que se hallaba tras el mobiliario escénico, y que a pesar de estar al aire libre, no terminaba de difuminarse, permaneciendo denso y asfixiante a nuestro alrededor.
Para colmo, el bebé seguía llorando a intervalos, y el público miraba a mi espalda con caras molestas y recriminatorias. Un par de siseos, unos movimientos bruscos y parecía que se apaciguaba pero sólo unos instantes. Y de pronto, un fuerte golpe en mis hombros me hizo dar un respingo, furiosa con las continuas molestias y distracciones, y dar un grito. Los actores se callaron y la gente protestaba. Molestando a unos y a otros, insultando sin disimulo por el camino, me desplacé hacia otro espacio vacío a un lateral con menos visibilidad pero más tranquilo y despejado de humareda. Y nunca tendré plena conciencia de lo que aquello supuso para mí.
El bebé siguió llorando histérico con unos rugidos atronadores, roncos ya, la garganta destrozada. Dolía oírlo. La luz se encendió y la gente de alrededor de donde estaban los chicos se levantaba y protestaba, algunos entre toses, sacudiendo con la mano el aire de su alrededor. Comenzaba el caos.
La chica del bebé se levantó y procedió a salir. Pasó cerca de mí y hasta entonces no me había fijado bien en la criatura que la niña cargaba: estaba verdosa y tenía las pupilas dilatadas. Sólo la ví apenas tres segundos pero el aspecto era aterrador, insalubre.
Tras bajar los escalones en dirección a la salida, un movimiento brusco, espasmódico, acompañado de un grito visceral, le hizo bajar los brazos. El bebé saltó, no tengo otra palabra para describirlo, de los brazos de su cuidadora al espectador más cercano en un giro acrobático antinatural, hacia la cara. La chica se sujetaba el brazo y aullaba de dolor, y un surco de sangre se formaba a sus pies. La criatura arañaba los ojos del señor sobre el que había caído, y el tipo no era capaz de deshacerse de él en su sorpresa. La gente intentaba socorrerlo y se formó un gentío alrededor. Una mujer madura y regordeta consiguió agarrar al niño por las axilas y tirar de él, y mientras al hombre parecía salírsele los ojos de las órbitas y pataleaba tembloroso, consiguió separarlos no sin que el crío se llevara parte del labio superior del individuo. La sangre brotaba a chorros, todos gritaban y algunos empezaban ya a correr hacia la salida en desbandada. Ya no había actores en las sillas del escenario, ni se veía a los organizadores. La señora no podía ver al bebé de frente, pero cuando vio la cara destrozada del hombre lo soltó asustada y salió zanqueando entre tropiezos. El bebé había desaparecido por el suelo, entre piernas zozobrantes y empellones. Un alarido más allá me advirtió que la pequeña monstruosidad seguía haciendo estragos por los bajos fondos. En una ocasión un tipo alto y desgarbado que iba empujando histérico en medio del tumulto desapareció de pronto, engullido hacia el suelo, y un geiser de sangre negruzca surgió del hueco momentos antes ocupado por él, salpicando a todos los que ocupaban la zona.
El espectáculo en general era desolador: todo aparecía mancillado, poblado de restos confusos, marañas de prendas inservibles y algún bolso pisoteado. Unos grandes charcos irregulares ensuciaban más un lado que otros, pero las pisadas esparcieron la mezcla por todo el lugar. Una anciana lloraba sola en la esquina opuesta, incapaz de abandonar el recinto por sí misma, abandonada a su suerte. Y algunos más permanecían esparcidos por el lugar, algunos heridos por el engendro y otros pisoteados por la propia turba. Y ni rastro del monstruo, ni rastro…
La humareda empezaba a dispersarse y se veía con más claridad. Como despertando de un pesado sueño, parpadeé incómoda, para comprobar que me encontraba donde me había sentado en primer lugar y que no había heridos, ni bebés asesinos, ni rastros de sangre o conflicto alguno. Nos explicaron la intención de lo que llamaron “ensayo escénico grupal”, cuyo motivo principal era algo así como provocar estimulaciones colectivas de tipo hipnótico pero individualizadas en función de las sensaciones producidas por la puesta en escena, con la ayuda de un ligero alucinógeno inductor, claro que, al parecer, no tuvieron en cuenta quienes estuvieran sensibilizados o alterados por circunstancias externas y ajenas a la obra. Mala suerte la mía, hombre.

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