Permanecía en la cola para acceder al Parque de José
Celestino Mutis, a una de las representaciones teatrales del repertorio
veraniego de Noches de Teatro. Ya tenía mi entrada y esperaba pacientemente
para poder entrar al espacio habilitado y proceder a colocarme en un lugar
cómodo y con buena perspectiva para ver el espectáculo en una buena posición.
Reconozco que desde que acudía los miércoles a ver estas
actividades, se había convertido en uno de mis días de la semana favoritos.
Ya caía la tarde y el Sol declinaba para dar paso a una
noche calurosa y estrellada, repleta de incordiantes mosquitos que acribillaban
a los asistentes a picotazos.
A mi derecha, una chica treintañera, de vestido colorido a
lo hippie, pulsaba con frenesí las teclas táctiles de su teléfono móvil casi
sin pestañear a la vez que mantenía una acalorada discusión con su compañera de
asiento. Qué habilidad debía tener, a mí ese tipo de tecnología aún se me
atragantaba.
A mi izquierda había una chica que acudía acompañada de otra
joven de su quinta que cargaba un bebé ruidoso. La chica llevaba pantalones
morados muy cortos que dejaban al aire unas bonitas y delgadas piernas
bronceadas por el Sol, con unas sandalias marrones y doradas casi sin sujeción,
y una elegante blusa verde azulada con un arcoiris de tonalidades ralladas
entre en vertical que rondaban entre verdosas y amarillentas. Con el monedero
entre las manos, se sola quedó unos instantes sola mientras la otra se iba a
preguntar algo al guardia de seguridad del recinto. La oímos volver desde mucho
antes de que apareciera ante nuestros ojos pues la pequeña berreaba como poseía
por un animal salvaje en plena época de celo.
Se sentó junto a su amiga y, mientras sacudía, más que
acunarla, a la niña que portaba en
brazos, discutía con la otra sobre si marcharse y volver más tarde, o esperar a
más integrantes de su pandilla, palabras casi textuales. El caso es que mucho
hablar, y ninguna movía un músculo, y yo loca porque se largaran de una
puñetera vez.
Por fín hubo movimiento en la cola, más adelante. En
resumidas cuentas, entramos al espacio y procedimos a colocarnos. A mis
“compis” se les unieron tres chicas más con el mismo estilo moderno, con melena
mega planchada, escasa vestimenta y no tan escaso maquillaje. Y apenas unos
quince años si llegaba, valiente juventud. Me reía por dentro, sintiéndome
vieja tras pensar esas cosas.
Para colmo tuve la dudosa suerte de sentarme justo delante
del grupo alborotador.
El espectáculo comenzó sin más novedades y disminuyeron la
intensidad de la luz artificial del lugar.
En el escenario improvisado habían colocado unas sillas y
varios utensilios, algunos de difícil identificación, y la escena comenzó a
fluir y la gente a concentrarse. Una espesa humareda impregnó el lugar,
proveniente de un pequeño cubículo negro que se hallaba tras el mobiliario
escénico, y que a pesar de estar al aire libre, no terminaba de difuminarse,
permaneciendo denso y asfixiante a nuestro alrededor.
Para colmo, el bebé seguía llorando a intervalos, y el
público miraba a mi espalda con caras molestas y recriminatorias. Un par de
siseos, unos movimientos bruscos y parecía que se apaciguaba pero sólo unos
instantes. Y de pronto, un fuerte golpe en mis hombros me hizo dar un respingo,
furiosa con las continuas molestias y distracciones, y dar un grito. Los
actores se callaron y la gente protestaba. Molestando a unos y a otros,
insultando sin disimulo por el camino, me desplacé hacia otro espacio vacío a
un lateral con menos visibilidad pero más tranquilo y despejado de humareda. Y
nunca tendré plena conciencia de lo que aquello supuso para mí.
El bebé siguió llorando histérico con unos rugidos
atronadores, roncos ya, la garganta destrozada. Dolía oírlo. La luz se encendió
y la gente de alrededor de donde estaban los chicos se levantaba y protestaba,
algunos entre toses, sacudiendo con la mano el aire de su alrededor. Comenzaba
el caos.
La chica del bebé se levantó y procedió a salir. Pasó cerca
de mí y hasta entonces no me había fijado bien en la criatura que la niña
cargaba: estaba verdosa y tenía las pupilas dilatadas. Sólo la ví apenas tres
segundos pero el aspecto era aterrador, insalubre.
Tras bajar los escalones en dirección a la salida, un
movimiento brusco, espasmódico, acompañado de un grito visceral, le hizo bajar
los brazos. El bebé saltó, no tengo otra palabra para describirlo, de los
brazos de su cuidadora al espectador más cercano en un giro acrobático
antinatural, hacia la cara. La chica se sujetaba el brazo y aullaba de dolor, y
un surco de sangre se formaba a sus pies. La criatura arañaba los ojos del
señor sobre el que había caído, y el tipo no era capaz de deshacerse de él en
su sorpresa. La gente intentaba socorrerlo y se formó un gentío alrededor. Una
mujer madura y regordeta consiguió agarrar al niño por las axilas y tirar de
él, y mientras al hombre parecía salírsele los ojos de las órbitas y pataleaba
tembloroso, consiguió separarlos no sin que el crío se llevara parte del labio
superior del individuo. La sangre brotaba a chorros, todos gritaban y algunos empezaban
ya a correr hacia la salida en desbandada. Ya no había actores en las sillas
del escenario, ni se veía a los organizadores. La señora no podía ver al bebé
de frente, pero cuando vio la cara destrozada del hombre lo soltó asustada y
salió zanqueando entre tropiezos. El bebé había desaparecido por el suelo,
entre piernas zozobrantes y empellones. Un alarido más allá me advirtió que la
pequeña monstruosidad seguía haciendo estragos por los bajos fondos. En una
ocasión un tipo alto y desgarbado que iba empujando histérico en medio del
tumulto desapareció de pronto, engullido hacia el suelo, y un geiser de sangre
negruzca surgió del hueco momentos antes ocupado por él, salpicando a todos los
que ocupaban la zona.
El espectáculo en general era desolador: todo aparecía mancillado,
poblado de restos confusos, marañas de prendas inservibles y algún bolso
pisoteado. Unos grandes charcos irregulares ensuciaban más un lado que otros,
pero las pisadas esparcieron la mezcla por todo el lugar. Una anciana lloraba sola
en la esquina opuesta, incapaz de abandonar el recinto por sí misma, abandonada
a su suerte. Y algunos más permanecían esparcidos por el lugar, algunos heridos
por el engendro y otros pisoteados por la propia turba. Y ni rastro del
monstruo, ni rastro…
La humareda empezaba a dispersarse y se veía con más
claridad. Como despertando de un pesado sueño, parpadeé incómoda, para
comprobar que me encontraba donde me había sentado en primer lugar y que no
había heridos, ni bebés asesinos, ni rastros de sangre o conflicto alguno. Nos
explicaron la intención de lo que llamaron “ensayo escénico grupal”, cuyo
motivo principal era algo así como provocar estimulaciones colectivas de tipo
hipnótico pero individualizadas en función de las sensaciones producidas por la
puesta en escena, con la ayuda de un ligero alucinógeno inductor, claro que, al
parecer, no tuvieron en cuenta quienes estuvieran sensibilizados o alterados
por circunstancias externas y ajenas a la obra. Mala suerte la mía, hombre.
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