Páginas

martes, 21 de enero de 2014

Relato El reflejo en el espejo



Eran cosas de críos. Valentía temeraria que nos obligaba a actuar con insensatez y adentrarnos donde ningún ser osado pero racional entraría sin precauciones, con la absoluta certeza de que nada podría pasarle a un grupo de jóvenes llenos de vida y optimismo.
Con cada paso el corazón te latía dentro de los oídos y la respiración entrecortada, entre suspiros y risitas nerviosas, pecaba con delatar nuestra ubicación a todo ser sobrenatural que morara en aquel lugar, que debían ser muchos y variopintos.
Yo soy Alberto y en aquellos días era un niño de unos once años, con la curiosidad desbordada y deseoso de que el misterio aflorara tras cada esquina. Me reunía habitualmente a la salida del colegio con varios chicos del barrio para cambiar estampas de fútbol y para jugar algún partido por la Plaza de Mina y la Alameda. A veces llegamos a reunirnos hasta doce niños y solía venir mi primo o mi hermano, que eran mayores que yo y, aunque no me prestaban la más mínima intención, mamá decía sentirse más tranquila con su presencia y me dejaba quedarme hasta la caída de la noche.
Esa tarde en concreto, yo, mi primo Juanito y varios más salimos “escopetaos” al acabar las clases, corriendo cada uno hacia su casa para merendar y reunirnos en la Plaza de Mina en una media hora. Julián, otro chico de los más mayores, iba a traerse el nuevo balón de reglamento que le habían regalado el día anterior por su cumpleaños y lo íbamos a estrenar a conciencia.
Llegué a casa y, con gran alboroto, le conté a mamá el “gran acontecimiento” como si me hubiera tocado el gordo sin jugar, eufórico, en puro éxtasis, con la boca llena de galletas remojadas en el cola cao. Con el último bocado a medio tragar salí “cagando leches” para el lugar de encuentro y fueron llegando todos… Todos menos Juanito. Tras un buen rato y varias discusiones sobre dónde vivía para ir a buscarlo o qué opciones teníamos para echar la tarde, llegó Pepe, un vecino del esperado dueño del balón, pero sin Juanito y sin el susodicho, diciéndonos que la abuela de Juanito había sufrido un accidente de cocina friendo torrijas y se habían ido todos para el hospital.
Abatidos, nos fuimos cabizbajos a dar “una vuelta” por la Alameda, a ver si había más niños jugando, porque nadie llevaba pelota de repuesto y ni ganas de ir a casa de ninguno a por una pelota “vulgar”.
El día era frío y desagradable, para colmo, y por la zona del monumento a Comillas no había nadie.
Al llegar a la altura de la casa de los espejos, oí decirle a uno que iba delante: “Anda, si no tiene candado”.
Nos acercamos al gran portón y, efectivamente, la puerta permanecía encajada, casi cerrada pero no del todo. Habíamos fantaseado tantas veces con entrar… “¿Y si había gente dentro?” “Pues nos echarían y punto”, dijo alguien. “Nos vamos y ya está”, dijo otro. Y era verdad, las decisiones grupales eran por aquel entonces tan fáciles de tomar.
Lo cierto es que no recuerdo mucho de lo que ocurriera una vez cruzamos el umbral y nos adentramos en la semioscuridad del edificio. Sí recuerdo que iba el tercero y que a la cabeza iba “el Migue”, con un llavero de linterna muy chulo que usaba para iluminar nuestros pasos. En realidad aún no había oscurecido del todo y por el alto tragaluz del amplio patio que se abría a pocos pasos de la entradita entraba luz suficiente aunque no de sobras.
Entramos al patio y nos abrimos para curiosear. Todo el contorno visible estaba, haciendo a honor a su apodo, repleto de grandes espejos de cuerpo entero y a cual más dispar, con gruesos marcos dorados y recargados relieves. Al otro lado de la entrada había una ancha escalera de mármol que se perdía en un descansillo y doblaba a la derecha, y más espejos parecían reposar en cada uno de esos descansillos. Allí no parecía haber nadie y cuchicheábamos exaltados.
Yo me envalentoné y me decidí a subir algún escalón, y algún otro más, hasta el primer rellano cuadrangular. Ahí se apoyaba enclavado en la pared, un gran espejo que me dibujaba entero, y las escaleras de detrás y alguno de los compañeros que me seguían. Ojeé hacia arriba y los escalones y espejos seguían sucediéndose hasta perderse en la penumbra.
Aquel reflejo se me antojó raro y me acerqué más. Miré a escasos centímetros y me vi como borroso. No diría borroso sino “acuoso”, fluido. No sé explicarlo. Con cuidado acaricié la superficie, tenía miedo de que se descolgada al contacto pero no se movió. Apreté el cristal y sentí como la mano se hundía. Estaba helado.
Retiré la mano asustado y di un paso atrás. Y varias cosas sucedieron a la vez.
Escuché un grito agudo, de hombre, una advertencia real desde más allá de las escaleras, nos habían descubierto. Y una punzada electrificada me recorrió los dedos de la mano que había apoyado en el cristal hasta el hombro, mientras observaba aturdido una silueta oscura femenina que desde mi espalda veía ante mí, en el espejo, abalanzarse flotando hasta atravesarme con una deformación blanquecina al centro que redefiní, al acercarse, como la cara aterrada, deformada, de una mujer joven, con un rictus de terror petrificado que me hizo retroceder espantado del todo, olvidando dónde me encontraba, y rodar escaleras abajo.
Desperté en mi cama con un doloroso y enorme chichón en mi cabeza bajo una apretada venda, y una mano escayolada. Lo único que puedo asegurar es que vi algo... si fue fruto del miedo o del golpe, ¿quién sabe?

No hay comentarios: