Eran cosas de críos. Valentía temeraria que nos obligaba a
actuar con insensatez y adentrarnos donde ningún ser osado pero racional
entraría sin precauciones, con la absoluta certeza de que nada podría pasarle a
un grupo de jóvenes llenos de vida y optimismo.
Con cada paso el corazón te latía dentro de los oídos y la
respiración entrecortada, entre suspiros y risitas nerviosas, pecaba con
delatar nuestra ubicación a todo ser sobrenatural que morara en aquel lugar,
que debían ser muchos y variopintos.
Yo soy Alberto y en aquellos días era un niño de unos once
años, con la curiosidad desbordada y deseoso de que el misterio aflorara tras
cada esquina. Me reunía habitualmente a la salida del colegio con varios chicos
del barrio para cambiar estampas de fútbol y para jugar algún partido por la
Plaza de Mina y la Alameda. A veces llegamos a reunirnos hasta doce niños y
solía venir mi primo o mi hermano, que eran mayores que yo y, aunque no me
prestaban la más mínima intención, mamá decía sentirse más tranquila con su
presencia y me dejaba quedarme hasta la caída de la noche.
Esa tarde en concreto, yo, mi primo Juanito y varios más
salimos “escopetaos” al acabar las clases, corriendo cada uno hacia su casa
para merendar y reunirnos en la Plaza de Mina en una media hora. Julián, otro
chico de los más mayores, iba a traerse el nuevo balón de reglamento que le
habían regalado el día anterior por su cumpleaños y lo íbamos a estrenar a
conciencia.
Llegué a casa y, con gran alboroto, le conté a mamá el “gran
acontecimiento” como si me hubiera tocado el gordo sin jugar, eufórico, en puro
éxtasis, con la boca llena de galletas remojadas en el cola cao. Con el último
bocado a medio tragar salí “cagando leches” para el lugar de encuentro y fueron
llegando todos… Todos menos Juanito. Tras un buen rato y varias discusiones
sobre dónde vivía para ir a buscarlo o qué opciones teníamos para echar la
tarde, llegó Pepe, un vecino del esperado dueño del balón, pero sin Juanito y
sin el susodicho, diciéndonos que la abuela de Juanito había sufrido un
accidente de cocina friendo torrijas y se habían ido todos para el hospital.
Abatidos, nos fuimos cabizbajos a dar “una vuelta” por la
Alameda, a ver si había más niños jugando, porque nadie llevaba pelota de
repuesto y ni ganas de ir a casa de ninguno a por una pelota “vulgar”.
El día era frío y desagradable, para colmo, y por la zona
del monumento a Comillas no había nadie.
Al llegar a la altura de la casa de los espejos, oí decirle
a uno que iba delante: “Anda, si no tiene candado”.
Nos acercamos al gran portón y, efectivamente, la puerta
permanecía encajada, casi cerrada pero no del todo. Habíamos fantaseado tantas
veces con entrar… “¿Y si había gente dentro?” “Pues nos echarían y punto”, dijo
alguien. “Nos vamos y ya está”, dijo otro. Y era verdad, las decisiones
grupales eran por aquel entonces tan fáciles de tomar.
Lo cierto es que no recuerdo mucho de lo que ocurriera una
vez cruzamos el umbral y nos adentramos en la semioscuridad del edificio. Sí
recuerdo que iba el tercero y que a la cabeza iba “el Migue”, con un llavero de
linterna muy chulo que usaba para iluminar nuestros pasos. En realidad aún no
había oscurecido del todo y por el alto tragaluz del amplio patio que se abría
a pocos pasos de la entradita entraba luz suficiente aunque no de sobras.
Entramos al patio y nos abrimos para curiosear. Todo el
contorno visible estaba, haciendo a honor a su apodo, repleto de grandes
espejos de cuerpo entero y a cual más dispar, con gruesos marcos dorados y
recargados relieves. Al otro lado de la entrada había una ancha escalera de
mármol que se perdía en un descansillo y doblaba a la derecha, y más espejos
parecían reposar en cada uno de esos descansillos. Allí no parecía haber nadie
y cuchicheábamos exaltados.
Yo me envalentoné y me decidí a subir algún escalón, y algún
otro más, hasta el primer rellano cuadrangular. Ahí se apoyaba enclavado en la
pared, un gran espejo que me dibujaba entero, y las escaleras de detrás y
alguno de los compañeros que me seguían. Ojeé hacia arriba y los escalones y
espejos seguían sucediéndose hasta perderse en la penumbra.
Aquel reflejo se me antojó raro y me acerqué más. Miré a
escasos centímetros y me vi como borroso. No diría borroso sino “acuoso”,
fluido. No sé explicarlo. Con cuidado acaricié la superficie, tenía miedo de
que se descolgada al contacto pero no se movió. Apreté el cristal y sentí como
la mano se hundía. Estaba helado.
Retiré la mano asustado y di un paso atrás. Y varias cosas
sucedieron a la vez.
Escuché un grito agudo, de hombre, una advertencia real
desde más allá de las escaleras, nos habían descubierto. Y una punzada
electrificada me recorrió los dedos de la mano que había apoyado en el cristal
hasta el hombro, mientras observaba aturdido una silueta oscura femenina que
desde mi espalda veía ante mí, en el espejo, abalanzarse flotando hasta
atravesarme con una deformación blanquecina al centro que redefiní, al
acercarse, como la cara aterrada, deformada, de una mujer joven, con un rictus
de terror petrificado que me hizo retroceder espantado del todo, olvidando
dónde me encontraba, y rodar escaleras abajo.
Desperté en mi cama con un doloroso y enorme chichón en mi
cabeza bajo una apretada venda, y una mano escayolada. Lo único que puedo
asegurar es que vi algo... si fue fruto del miedo o del golpe, ¿quién sabe?
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