Recuerdo cómo era mi antigua casa, una casa situada entre el
Mercado Central de Cádiz, mejor conocido como la Plaza de Abastos, y el popular
Barrio de la Viña. Era ya una casa muy vieja cuando nos mudamos y ya está
reformada y no guarda parecido con lo que era entonces, un edificio de
escalones estrechos y gastados hasta llegar a un último tramo de empinadas y
estrechísimas escaleras de madera quejumbrosa.
Al llegar arriba debías cruzar un pequeño pasillo con dos
puertas a tu izquierda. La más cercana al último escalón pertenecía a un piso
particular similar a los de plantas inferiores, y la puerta de más al fondo,
también de madera antiquísima con evidentes síntomas de deterioro y carcoma,
permanecía cerrada con un descomunal cerrojo de nueva factura y un candado
superpuesto, que resultaba en conjunto una chapuza, aunque eficaz, para evitar
que extraños se colaran a horas intempestivas a robar la ropa tendida o vete a
saber qué.
Una vez accedías a la azotea te encontrabas con un lavadero
a la derecha que aún conservaba los antiguos lebrillos intactos, y otro remedo
de lavadero al frente que se había transformado en pequeño apartamento, o mejor
diríase estudio aunque se perfilaba demasiado pequeño y con una distribución
interior algo chocante. Era oscuro y tétrico a más no poder.
Bordeando por el lado opuesto y por la parte trasera del
lavadero, ascendían unas peligrosas escaleras, nada seguras, que daban a la
fachada lateral del edificio, y de ahí a la calle en caída libre. Y luego, si
subías, una segunda azotea sin más edificaciones remataba la estructura.
Pues bien, centrándonos en el lavadero, me cuentan y
corroboran que en el piso del pasillo, la puerta que precedía a la de la
azotea, vivió hacía mucho tiempo una familia compuesta de un matrimonio mayor
con cuatro hijos: tres chicas y un chico, siendo éste último el más joven y
protagonista de esta historia.
Constantemente se quedaba el bloque entero a oscuras, a
cualquier hora del día o de la noche, de improviso. Saltaban los fusibles e
incluso algún vecino peligró al intentar reparar los cables y cuadros
eléctricos sin enterder demasiado. Se trataba de sobrecargas eléctricas.
Alarmadas y con fundadas sospechas, algunas vecinas acudían
cada vez que esto sucedía a la mencionada vivienda a reclamar una solución al
continuado problema, pues sabían que el chico tenía un grave “retraso mental” y
jugueteaba con los enchufes del lavadero para utilizar la electricidad general
del edificio para sus juegos de mecánica y radioaficionado. Las hermanas se
disculpaban pero nada cambiaba, y un día, tendiendo la hija de una vecina unas
prendas a mediatarde mientras tarareaba una cancioncilla de las de toda la
vida, escuchó un grito tan espeluznante que se le congeló la sangre y le cortó
la respiración. Allí quedaron las ropas tiradas a merced del viento, sin más
miramiento. Todo el bloque acudió a la llamada, incluida la chica, ya más
calmada y oculta entre los fuertes brazos de su padre.
Al abrir la puerta del lavadero, rota y sin pestillo desde
tiempo atrás, se encontraron a Miguel, así se llamaba el joven de apenas
diecisiete años, con las manos enredadas en un gran manojo cables deslucidos
como en medio de un devoto rezo. El chico permanecía retorcido sobre uno de los
lebrillos, ahora quebrado bajo su peso, con los ojos velados y la boca torcida,
sobresaliéndole la lengua oscurecida entre grandes montones de espuma gris. Las
manos permanecían atadas, inmóviles y colgantes entre los cables, negras como
la noche, chamuscadas. Todavía y ante el espanto de los vecinos, se percibía un
fuerte olor a quemado: el de la carne humana.
A partir de entonces y durante décadas, la crónica se
transmitió a los nuevos inquilinos del edificio, a veces tan transformada y
decorada que parecía otra historia con otros personajes.
Sin duda algo pasó en aquel lugar y ese algo impregnó el
ambiente de alguna manera, porque no había vecino que no se sintiera
indispuesto, incómodo o inquieto al quedarse allí solo. Incluso se habla de
ruidos, cuadros que se mueven solos y sombras entre las sombras. Y no faltan en
el edificio los que acertaban a escuchar susurros y cantinelas al pasar por el
pasillo que da a la azotea y a la casa donde vivió Miguel con sus tres hermanas
y sus padres.
NOTA: Ésta es una historia de ficción y no está basada en
hechos reales.
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