Caminabamos por un sendero irregular, hermoso, bajo un cielo
encapotado que, a mí, particularmente, no suele parecerme interesante porque la
escasa luz oculta la belleza real de los paisajes, pero que en aquel paraje
encantado se reforzaba la magia entre brumas y oscuridades, envolviéndolo en
una bruma de ensueño que pareciera fruto de un encantamiento antinatural. El
suelo era arenoso, como de arcilla rojiza, embarrado a tramos por el efecto de
la nubosidad líquida del aire, lo que dificultaba aún más el avance en una
pronunciada cuesta ascendente demasiado prolongada que nos cortaba la
respiración.
Bromeábamos por las aves que sobrevolaban el cielo sobre
nosotros, pensando que eran buitres a la espera de que alguno diera un mal pie
y cayera sin remedio por algún espacio
inaccesible y con resultados nefastos. Cosa que no ocurrió, por suerte.
Fatigada, me recosté contra un árbol, admirando el paisaje
repleto de hojas caidas y alcornocales despellejados, en unas tonalidades
otoñales, uniformes, todo vestido de verdes y marrones. La vegetación caída,
para colmo, hacía aún más dificultoso el ascenso porque las hojas sueltas te
hacían patinar y te desestabilizaban. Mientras recuperaba el aliento y miraba
con resignación la porción de ascenso que aún nos quedaba, solté la mochila
para sacar una botella de agua y hacer un par de fotos con el teléfono móvil,
encandilada con el paisaje.
Bebí un buen trago y me relajé unos instantes, con los ojos
cerrados, respirando el aroma refrescante del ambiente. Al abrir los ojos ví
que mis compañeros habían continuado y se me habían perdido de vista. A mis
pies, revoloteaban unas hojas en un extraño remolino caprichoso, sin que
hubiera viento alguno que propiciara aquel fenómeno. Era un pequeño baile
circular, en el centro de un hueco resguardado por altos alcornoques, que se
retorcía regular, acompasado pero a gran velocidad. Era un fenómeno curioso,
que no había visto antes. Me agaché para inspeccionar el suelo, cubierto de
hojarasco, y toqué la zona de alrededor. No parecía haber nada, ni huecos ni
corriente de aire interna. El movimiento se hizo desacompasado y más grande,
abarcando más terreno, removiendo más el suelo, ahora con más fuerza y
desenfreno, errática, casi animal. De hecho, las hojas comenzaron a volar hacia
arriba, pero sin salir despedidas, recortándose, si se le echaba imaginación,
en una pequeña figura humanoide de proporciones enaniles y forma cada vez más
definida. Giraban frente a mí, hasta llegar a la altura de mi pecho,
entrelazadas ahora, compactándose en una forma completa, con todo lujo de
detalles. Dos hojas de color ocre formaban unos ojos achinados que se
congestionaban, mirándome con curiosidad, con más vida que cualquier ojo hecho
de carne. El pelo era largo, formado de más vegetación padusca, que ondulaba
incesante alrededor de las formas sobresalientes de sus hombros abultados, casi
jorobados. Era endeble, delgado, como un duendecillo de cuento.
Con una mirada entre pícara y curiosa, me miraba de arriba
abajo, sin moverse, más divertido que asustado. O divertida, vete a saber.
Yo estaba paralizada. El espacio que nos rodeaba había
desaparecido. Sólo estaba aquella criatura y yo. Y no sé si por la sorpresa o
el desconcierto, pero lo cierto es que no tenía miedo, no me sentía asustada.
Me sentía extraña, con una paz interior dificil de explicar, casi tangible. Era
como si tuviera una aureola que me envolvía, que nos envolvía a los dos. No sé
cómo explicarlo. Era como si, a través de sus ojos, viera a la naturaleza viva,
no como la sentimos cuando paseamos por el campo, sino como un ente realmente
tangible, complicado y sensorial. Era como si los árboles, las piedras y los
animales se congraciaran en un todo visceral, en algo corpóreo, en sintonía con
el aire, en constante vibración. A través de sus ojos ví en cielo danzar sobre
mí, las nubes moviéndose como a cámara rápida en un ir y venir irreal, los
ramas agitándose en un movimiento pequeño y espasmódico, pero perfectamente
identificable, los sonidos intensificados como si los animales estuvieran
agitándose dentro de mi pecho… Fue brutal.
Hasta que abrí los ojos. Abrí los ojos y la hierba seguía en
el suelo, como muerta. Los árboles continuaban estáticos, relajados. La
naturaleza se volvía a posicionar como momentos antes, como dormida, pero jamás
podría volver a verla de la misma manera. No después de haber sentido aquello.
Me agaché, agité las hojas en el suelo, esperé, pero nada, todo permanecía
inalterable. Pensé por un momento que todo había ocurrido en mi interior, fruto
de mi imaginación, del cansancio. No sé, sólo sé que fue hermoso y me hizo ver,
comprender el significado de la vida que me rodeaba.
Pensando aún en ello, apareció Elena arriba, al fondo, desde
la continuación del sendero, viniendo en mi búsqueda para continuar el camino.
Un camino ahora diferente, hermanado con los sentidos.