Recuerdo mi casa, la casa en la que me crié hasta bien
entrada mi adolescencia. La casa en la que crecí, en la que viví una hermosa
niñez, y en la que sufrí el fallecer de mis abuelos maternos. Y aunque la dejé
atrás hace ya varios años, para mí esa siempre será mi casa, mi hogar, y no el
lugar donde me digno vivir ahora.
En esa casa también fue donde tuve mis ensoñaciones más
maravillosas y mis pesadillas más horripilantes, sobre todo en la época que
llenó mi corazón de tristeza y desazón tras comprobar que la muerte no olvidaba
a nadie aunque fueran personas buenas y sufridoras.
Quizá el sueño que os voy a contar sea uno de los que más
malestar me ha provocado tras despertarme, y se ha mantenido en mi memoria
durante todos estos años.
Os lo resumo de esta manera:
Mi antiguo hogar estaba situado en el popular Barrio de
Santa María, en una casa de pasillos largos y patio al aire libre, donde las
habitaciones se sucedían en una distribución caprichosa y arbitraria, antigua
casa de vecinos que actualmente se había reestructurado sin mucho éxito en tres
casas individualizadas. Como la casa en general era pequeña, tras fallecer mis
abuelos trasladaron mi cama a donde se encontraba la de mi abuela, justo en el
mismo lugar. Ni que decir tiene que una estancia donde reposara mi querida
antepasada podía darme de todo menos miedo, pero lo cierto es que, aun en la
tranquilidad de mi nuevo y espacioso lugar de esparcimiento, las pesadillas
venían a perturbar mis sueños.
En esta ocasión, recuerdo que una extraña sensación de
pesadez, pesadez física pero intangible, como un humo espeso invisible pululaba
sobre mi cuerpo rígido, inmóvil, hasta el punto de parecer posarse en forma de
entidad corpórea fuera del alcance de mis ojos, que no de mi tacto. La notaba
fluir, recorrer mis extremidades como en una serie de descargas eléctricas de
naturaleza animal, viva. Los dedos de los pies y los de las manos estaban como
congelados, fríos e inamovibles, y me dolían mucho. Pero lo que más me dolía
era el pecho, que lo notaba aprisionado como si alguien pesado se hubiera
sentado sobre mí y no me dejara respirar. Intentaba tomar aire y el gesto se
quedaba a medias, y no podía ni expulsar aire ni mucho menos soltarlo. Y además
era un círculo vicioso porque la sensación de ahogo me descoordinaba aún más y
me impedía pensar con claridad.
Como no veía nada inusual a pesar de distinguir las formas
de los muebles y utensilios que tenía en mi cuarto habitualmente, gracias a la
luz de la escalera que se colaba por una ventana alta en forma de medio círculo
que coronaba la puerta de entrada, la situación se me hacía más irreal y
sofocante.
La claridad de detalle y el hecho de sentir dolor y de ser
capaz de pensar, aunque de manera limitada, constataban que aquello no era un
sueño, tanto realismo y nitidez no podían ser imaginarios, pero aquella
sensación no podía ser real. Es como si estuviera en dos mundos a la vez, o eso
quería creer.
Intenté levantar la mano derecha para golpear la pared y
despertar a mis padres que dormían al otro lado, para que me ayudaran, pero no
podía moverme ni un centímetro, ni siquiera estirar los dedos o flexionarlos.
Por último, con los ojos nublados por las lágrimas y el
pánico, abrí la boca y con toda la energía que me infirió el terror que
padecía, grité con todas mis fuerzas. Pero sólo salió de mi boca un suspiro
ahogado que quedó en nada. Estaba totalmente indefensa y sentía los primeros síntomas
de la fatiga y el mareo propios de la respiración entrecortada. Sentía que el
pecho me quemaba y que moriría asfixiada en una larga agonía.
Tras lo que me pareció un espacio de tiempo interminable, observé
un reflejo verduzco deslizarse con rapidez por el rabillo de mi ojo izquierdo.
Allí había algo. Algo que no se movía de manera natural.
Y ese algo golpeó, no podría definirlo de otra manera,
golpeó con una especie de onda energética la forma intangible que me oprimía,
contemplé el choque a pesar de no ver la forma física que allí reposaba, segura
ya de que era algo físico lo que tenía sobre mí. Y ese choque debió tirarlo a
un lado, alejarlo de mí y liberar mi cuerpo.
De pronto me sentí libre y me envolví como un ovillo,
agarrándome el pecho que empezaba a bombear con soltura, desbocado, intentando
recuperar su ritmo normal.
Y algo más recuperada aunque temblorosa, buscaba el botón de
encendido de mi lamparita de noche cuando la misma sombra extraña surgió tras
la cabecera de mi cama y voló sin darme tiempo a distinguirla bien y, a lo
lejos, doblando la esquina de la entrada al cuarto corriendo hacia el pasillo
principal, una forma imprecisa con aspecto reptiliano y enorme cabeza deformada
con cabellos canos salió de mi campo de visión a la vez que la luz de mi
lámpara iluminaba la estancia y una voz dulce, muy querida y añorada, la de mi
abuela, se iba desvaneciendo mientras me decía: “duerme tranquila, mi niña, que
nada volverá a enturbiar tus sueños”. Y, si bien no es la última pesadilla que
he tenido, puedo decir con certeza que los malos sueños que haya tenido a
posteriores han sido inquietudes propias de los sueños que se han quedado ahí,
sin provocarme susto ni temor alguno.