Corría por la orilla de una playa interminable. Más bien
tendría que especificar que lo que hacía era resbalar y zigzagear entre los
diminutos pedruscos de la orilla de una playa, en dirección contraria a la de
nuestro asentamiento.
Zozobré en varias ocasiones pero logré levantarme entre
grandes aspavientos. Llorab ay gritaba, me poseían mis demonios que dirigían
mis zancadas hacia lo desconocido. Me dolían los dedos de los pies por el frío
y por los continuos encontronazos con los sedimentos y las rocas. Y los
tobillos, de caer y trastabilar.
Y el pecho… y la cabeza de los latidos que el corazón
parecía haber dividido entre su ubicación habitual y el interior del entrecejo,
señal de que posiblemente tantos latidos no cabían en mi cavidad torácica y
habían sido, en parte, trasladados a aquella otra parte del cuerpo.
Sin contar lo de gritar, que era cuanto menos inútil, pues
no se distinguía ni luz artificial ni restos de actividad humana en toda la
extensión inerte de arena y agua que me rodeaba. Sólo la enorme luna creciente
que colgaba fláccida sobre mí, muy arriba, guiaba levemente mis pisadas.
Me ardía en pecho y la garganta. Mirar atrás era una
tortura. La cabeza me daba vueltas y mi visón se perdía entre brumas. Creía ver
a los cuatro jinetes del apocalipsis cabalgando enfebrecidos a mi alrededor,
agitando el agua hasta el punto de salpicarme entera, enloqueciendo mis
sentidos al calor del vapor humeante que cada roce, cada cercanía con mi piel,
provocaban heridas lacerantes que enturbiaban aún más mis sensaciones. Estaba
fuera de mí, sentía en mi nuca el dolor de un punzón clavándose, escarbando con
saña entre mis capas de piel y carne hasta oradar el hueso. Las muñecas se me
quebraban, de dentro a fuera, notaba cada milímetro de separación, cada dedo invisible
que, con afiladas uñas, escarbaba y tiraba de mis diminutos huesos con ánimo de
separarlos y pensaba en Jesucristo y asemejaba mi calvario al de aquellos
clavos atravesándole en aquella zona de lado a lado.
Todo era dolor e iba in crescendo hasta más allá de la
resistencia humana. Pero esa frontera siempre parece estar un poco más allá de
sus propios límites. Más y más.
No sentía verterse mi sangre, mi un mililítro salía de mi
cuerpo, y aún así lo percibía seco, con la piel pegada a la estructura ósea sin
intermediarios, sin grasas ni carne o músculos, con los órganos desperdigados a
lo largo de la orilla, encadenados a un cordón umbilical que bien podía
asimilarse al intestino grueso en toda su extensión y que colgaba de mi
omblñigo inmaculado, sin heridas ni suturas, pero sentía su peso y el esfuerzo
de arrastrarse y agarrarse entre los depósitos del mar.
Al poco, incapaz de soportar su tirantez, me decidí a
agarrar la ristra de órganos colgantes, como parte inseparable de mí y tirar de
ellos al compás de mi huída.
Ya la velocidad iba a menos, el cuerpo no se sostenía en pie
por más que quisiera. Seguía ardiéndome la garganta, debía llevar horas
gritando o la sal del agua había hecho mell aen mí. No podía con el dolor, mi
cuerpo era una herida punzante.
Con la mano libre, una mano palpitante con un considerable
boquete en la zona posterior articulada que se veía desde el exterior, me
apreté la garganta para mitigar el ardor. Pero no era ardor.
Parte del esófago se había salido oradando la piel y un trozo
de hueso astillado asomaba al tacto. Desagradable cortante, así que no había grito que explusar ni aire que condujera, era dolor
puro transmitido a mi interior con cara fallido golpe de respiración, un aire
que no cruzaba más mi cuerpo para mantenerlo vivo peor más sensible, más vivo
ahora que nunca, un aire tan corrompido como mi ser.
Cedió una rodilla incapaz de un movimiento más, y la siguió
de inmediato la otra en un horrendo quebrar al tocar el suelo. Fracturada por
múltiples partes, colgante como un pingajo de carne inservible.
Con una mano aún atrás agarrando la parte saliante de mí en
un intento de seguir manteniéndolo todo unido, caí de lado, mareada, vomitando
litros y litros de fluido no identificable, salpicada por todo él. Olía a
pescado crudo, húmedo de sal, o era el salitre del agua lo que bañaba mi cara y
la embriagaba con aromas cálidos y sucios. Todo el mar se sentía corrupto,
corrompido por mi propia presencia. Todo en mí andaba mal.
Nunca tuve un hueso roto ni un dolor extremo, pero tenía
constancia de que cuando el cuerpo no podía con más sufrimiento padecía
colapsos y desmayos.
¿Qué me ocurría entonces? ¿Ni eso podía?
Perdí la noción del tiempo. La naturaleza debe ser sabia
pues incluso inconsciente y abrumada por tanto pesar, llegó un momento en que
ese sufrimiento, ese sinsentido se volvió familiar, como si ya hubiese sentido
todo lo que se pudiera sentir y se hubiera convertido en algo habitual, en
cotidiano, en todo lo que había. Hasta tal punto que me inundó todo, me colapsó
lo soporté. No, no lo soporté, lo
asimilé. El cuerpo se relajó extenuado y entró en una fase de aceptación
incluso… incluso de deleite, de placer. La boca se sentía helada, no podía
moverla y se diría que no tenía labios. La nariz andaba caída y al estar tirada
de lado como me había quedado, bailaba al son del vaivén de la marea, sin
desprenderse del todo, haciéndome cosquillas al moverse y golpearme en la
frente.
Veía vagamente con un ojo, el otro andaba perdido en algún
lugar entre el entrecejo y el tabique nasal y algo parecía agitarse dentro de
la cuenca ocular vacía. No lo sabía a ciencia cierta pero posiblemente era
parte de la masa encefálica deslizándose al exterior. No quería que nada se me
escapara pero era incapaz de mover la mano hasta la cara para taponarme el
orificio.
Desinflada como estaba, sentía un pecho blando, como un
guante vacío, colgando sobre el otro que yacía de costado, y ambos reposados en
la arena húmeda como las tapas de un libro débilmente cerrado.
No podía describir mi cuerpo con más certeza pues mi única
certeza era ésta que he descrito, y lo notaba tan incierto, tan inmóbil.
Intenté reirme, ahora e salía la vena poética. Que ilusa.
Debía haber muerto y aquello era el infierno, mi infierno.
Seguro que era mi infierno particular. Años de lucha por mi
cáncer, años de dolor soportado dignamente, años sobrellevando tratamientos y
terapias con tal de no perder parte de mi identidad, de mi cuerpo y de mis
órganos... con éxito. Y ahora ésto. Todos mis miedos, todas mis pesadillas unidas
en una única realidad funesta. Y para colmo me estaba empezando a gustar. Pero
no.
El dolor comenzó a intensificarse ¿era eso posible? Nuevas
connotaciones, una graduación mayor que creía imposible me azotaba en cada
gramo de piel y grité desde mi garganta cercenada… y oí mi voz.
Abrí mi ojo… y pude ver destellos de luz, con los dos ojos.
Y a todo ello se le unió un nuevo dolor, un dolor invertido,
un dolor “al revés”. Era una versión acelerada de mi particular proceso de
“rotura y desgarro”. Y no era menos doloroso aunque fuera reparatorio.
Notaba movimiento en cada parte de mí. Me hormigueaba el
ombligo al sentir como cada órgano y centímetro de intestino se introducía por
el pequeño orificio como succionado por una aspiradora.
Cada astilla, cada hueso, volvía a su posición anterior con
un desagradable crujido, uno a uno, auna velocidad de vértigo, y me zarandeaba
con violentos espasmos.
La piel se regeneró, las rodillas se des-contorsionaron y el
aire entró en mis pulmones con un sonoro suspiro que me impulsó y me empujó
hacia arriba, dejándome sentada en una superficie que ahora sentía fría y
mojada. Y el dolor fue remitiendo aunque no del todo. Y volví a oír, a sentir
mi entorno.
Me encontraba en la orilla de una playa despejada, de arena
fina y agua azul cristalina. El sol aún estaba bajo, debía haber amanecido hace
poco porque se distinguían débiles destellos rojizos en la distancia. Olía mal,
yo olía mal, a orines y a vómito concentrados, pero una sonrisa se dibujó en
mis labrios. Estaba viva.
A lo lejos ví venir un coche, tipo todoterreno, que tenía
una luz centelleante en una zona superior y una sirena con un desagradable
sonido torturador.
Eran policías.
Se bajaron del vehículo y procedieron a llevarme hasta él y
a esposarme.
Mientras, tras leerme mis derechos, me relataron parte de
los hechos ocurridos en la zona la noche anterior.
Habíamos acampado en un terreno cercano abandonado ignorando
las señales de prohibición de acceso. Comimos, bebimos… en fín, sin detalles.
Lo que no sabíamos es que la zona en la que nos adentramos y
tras la puerta que desbloqueamos para curiosear, habían contenido determinados
gases que, en grandes exposiciones, resultaban altamente alucinógenos.
No tenían más información verificada, salvo que yo aparecí a
muchos metros del complejo en condiciones deplorables, y que todos mis
compañeros habían sido asesinados en una macabra orgía que incluía desgarros y
liciados de órganos.
Mis pesadillas despertaron de nuevo, recrudecidas. Era la
única superviviente y clara e inequívoca sospechosa del múltiple asesinato.
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