Los ojos
vacíos miraban al cielo, hacia un Sol inclemente que ya no podía hacerle ningún
daño a sus retinas marchitas, desechas por el propio paso del tiempo
inmisericorde, a través de una corriente ininterrumpida de agua fría y salada
que enturbiaba la percepción de la luz y provocaban extraños efectos circulares
y en espiral, ondulantes, haciendo que la esfera solar se difuminara en unas
formas móviles sinuosas y torturadas.
Eso es lo que
le hubiera parecido a aquellas cuencas secas, si no hubieran estado tan vacías
e inapetentes. Pero ya no podían ver el Sol, ni aún deformado, ni sentir su
calor infiltrarse entre sus cavidades.
El individuo
permanecía quieto, inexpresivo, en una extraña paz eterna, entre el murmullo
interminable del movimiento acompasado de las olas y la suave caricia del
deambular curioso de las pequeñas criaturas marinas que habitaban en las
inmediaciones. Era una quietud serena, gozosa, y era lo único que acertaba a
comprender. Ya no quedaba nada de su humanidad, ni sus sufrimientos ni sus
alegrías diarias. Ni siquiera los recuerdos de aquellos seres que tanta
felicidad y pesar, a partes desiguales, habían logrado proporcionarle. Sólo
sentía un extraño placer que rozaba lo místico, en el frío perpetuo, en la
soledad coronada de luz de Sol o de estrellas titilantes, en la falta de anhelo
por vivir. Sí, podía llamarse placer a la sensación de no sentir, o mejor aún,
a la falta de sensaciones humanizadas, a la despreocupación por lo físico. Si
vida se reducía ahora a un flotar acompasado, situado entre las fronteras de la
conciencia y la inconsciencia, cada vez más cerca de la segunda que de la
primera, cada vez más muerto, más ido, a una velocidad imperceptible.
El joven
submarinista yacía boca arriba, a escasos centímetros del nivel del mar, atorado
entre un grupo de rocas irregulares que habían destrozado parte de su carne,
atrapando su castigado cuerpo maltrecho entre sus oquedades, impidiéndole
escapar o ser arrastrado por la corriente hacia la orilla. El cadáver permanecía
mecido por la marea pero sin soltar su agarre, mecido caprichosamente, cada vez
más deteriorado pero insensible ya a esos conceptos mundanos. No quedaban en él
restos de su equipo de buceo, ni apenas carne o musculatura adherida al hueso
astillado. Llevaba demasiado tiempo siendo pasto de las inclemencias
medioambientales, del ambiente húmedo y de la propia naturaleza animal, que, en
justa sintonía divina, lo había devorado a conciencia, dejando el hueso
carcomido y pelado en un meticuloso aprovechamiento de todo lo comestible.
La calma
continuaba inmutable día tras día, mes tras mes, y a pesar de no ser ya más que
una unión fortuita de huesos y cartílagos, algo quedaba en él. No vida, no
sentimientos, no sensaciones… pero algo quedaba, algo que le hacía sentir bien,
aunque sentir tampoco fuera la palabra. Estaba donde debía estar, justo en el
momento y en el estado en el que era… feliz. Estable, tal vez. En realidad no
era tan difícil de explicar. Ese era su sitio y allí debía permanecer todo el
tiempo posible. Siempre había amado el mar hasta desear darle su vida y su
esencia más profunda. Era su sitio, sin más por qués ni más historias.
Ese mismo día,
unos chicos, jugando a ver cuál de los tres cogía más cangrejos para cocerlos
con agua y sal y comérselos para la cena, encontraron el cuerpo de Jose Juan
encallado entre unas rocas de difícil acceso. A las pocas horas, la policía
rescataba sus restos. Minutos más tarde, alejado de su apacible lugar de eterno
reposo, se vio tristemente forzado a partir, al menos lo que quedaba de su
esencia, y descansar en paz, o eso pensarían sus seres queridos, sin saber que
ya estaba descansando justo donde quería hacerlo, en su amado mar.