Las innumerables flores que poblaban el espacio ajardinado
reverberaban al ritmo de la música entre mis dedos húmedos por el rocío de la
noche pasada. El nuevo Parque de José Celestino Mutis alojaba en su interior un
pequeño auditorio con aspecto de anfiteatro, y en él se estaban celebrando en
las últimas semanas del verano conciertos matutinos dominicales.
En esa calurosa mañana acertaban a reproducir versiones en
música clásica de grandes éxitos musicales del cine de todos los tiempos,
comerciales y pegadizos, y la gente aplaudía entusiasmada desde las gradas del
espacio techado, al amparo de la sombra y en la comodidad de sus asientos
escalonados.
Yo prefería envolverme en el embrujo de la música en
solitario y complementar los conocidos compases de las grandes películas que
han llegado a marcar mi vida, paseando entre los perfumes naturales, combinando
el sonido con el tacto aterciopelado de la vegetación y el fresco olor en un
todo envolvente.
Era embriagador, naturaleza viva entre mis dedos y los compases
embotados con el aroma hipnotizador.
El tiempo se paró en mi interior, extasiada, transportada a
un mundo sin color, sólo repleto de sensaciones místicas, narcotizantes,
evocadoras de otra realidad.
Entre acto y acto, sólo los aplausos me hacían volver
dolorosa y constantemente al lugar donde físicamente me encontraba, para volver
en la siguiente sintonía a otro estrato de armonía y sensibilidad.
Y entre caricia y textura noté una rugosidad, un pinchazo
agudo que me devolvió a la realidad de un fogonazo.
Habitué la vista a la luz del día en unos instantes,
alarmada, sacada de mi ensimismamiento con un sobresalto de lo más
desagradable.
Me miré el dedo y una pequeña espina aparecía clavada en la
yema del dedo. Era rojiza, muy puntiaguda y se había introducido en la piel en
profundidad. Apretando más abajo con la uña del pulgar, no sin esfuerzo,
conseguí que una mínima parte sobresaliera de la piel, que comenzaba a
inflamarse, y con los dientes logré sacar el resto.
Nada más escupirla, y para mi horror, una gota de sangre
verduzca y espesa afloró de la pequeña herida, y una quemazón insufrible se
extendía con rapidez mano arriba y hacia el brazo. El picor y el escozor eran
tan agudos que se me saltaron las lágrimas y me nublaron la vista… Y ya no
recuerdo más de aquel día, ya no volví a pisar aquel jardín de bonitas flores y
frescos árboles, ya no volví a respirar su aroma...
Ahora ya no puedo salir de casa, y veo el transitar de la
gente desde mi ventana. El hijo de la vecina juega a la pelota con otro chico
que nunca vi antes como si fueran conocidos de toda la vida, y los colores del
balón se reflejan en los cristales de mi ventana al contacto con la luz solar
de tal modo que produce un arco iris que mi embota los sentidos en un mosaico
de una belleza inhumana.
El Sol me nubla los sentidos y me hormiguea cuando se
introduce por mi piel y me recorre el cuerpo con un calor renovador, me llena
de energía y de vitalidad, me alegra el día y me reaviva los sentidos, haciendo
que toda mi interactuación con el entorno sea sobrecogedora, nueva y diferente
a cada instante, con una sensación de vida y felicidad como jamás conocí antes.
Ahora vivo en paz, aunque he visto llorar a mis familiares,
deshacerse en lágrimas viendo como me convertía en lo que soy, en lo que aquel
día hizo conmigo. Ya no camino, ya no estudio, ni trabajo. No puedo salir de
casa, no puedo relacionarme con ellos e incluso creo que para ellos todo esto
es peor que haberme muerto, porque sigo aquí sin poder comunicarme con ellos,
pero ya no me pueden ver como la que era, ni siquiera puedo advertirles de que
aún los oigo y los entiendo, de que comprendo su pesar, de que estoy mejor que
cuando era quien era.
Vivo en una paz permanente, sin preocupaciones, en un estado
similar al de aquellos momentos en los que escuchaba los conciertos en vivo en
el parque de al lado de mi casa. Ahora me abraza la música de los violines y el
compás de las flautas y los tambores, pero ya no son sonidos y texturas que
intento atrapar con mis dedos o con mis oídos.
La caricia de los rayos de Sol en mi cuerpo es como la danza
ritual de los amantes, fundiendo las temperaturas del conjunto en un único
estrato climático. Las trayectorias de los rayos se entrecruzan con el rítmico
vaivén de los destellos. Todo es un conjunto musical que une el calor con el
flujo del aire a mí alrededor. No sólo el calor, no sólo el compás: el contacto
del aire húmedo de la mañana, las virutas de polvo posándose sobre mí y
desperdigándose de nuevo con el viento caprichoso, el suave beso de las gotas
de agua en mi figura, los sonidos difuminados e intensos de las voces
familiares.
Todo eso lo percibo como nunca lo hice antes, y continúo
escuchando, absorbiendo desde mi nueva condición física, en el gran jarrón en
el que me han plantado junto a la ventana, los conciertos matutinos
dominicales.