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martes, 20 de enero de 2015

Salón manga de Jerez 2015... ¿3x1?



Noticias frescas. Este año se va a estructurar el espacio de IFECA de tal manera que tendremos 3 eventos en 1. Ésto puede ser bueno y puede no serlo, pues se va a tener que reducir el lugar para incluir 3 tipos de mundos del comic diferentes que, si bien tendrán un fondo común y los más abiertos o aficionados más generales estarán contentos y participarán un poco de todo, otros, aquellos que gusten sólo de un determinado tipo de afición frikera y no gusten de las otras, o incluso les disgusten, van a tener que "soportar" (tolerar, que queda mejor) las aficiones de los demás.

¿Que como se hará? No se si se turnarán los escenarios o tendrán que competir y se solaparán los estilos musicales y los disfraces. Que si, que un aficionado del comic es un aficionado del cómic, pero ya sabemos los choques de estilo y los radicalismos entre uno u otro mundo, porque son mundos similares pero en muchos aspectos difícilmente conciliables, y hay muchos puristas y radicales que se aferran a uno y detestan otros. Así que no sé, no veo este matrimonio tan bien avenido. Además, habrá que tener en cuenta la reducción de espacios para que quepa todo.

Y, por cierto, espero que sólo se multiplique por 3 la oferta de contenidos, como ellos lo llaman, y no los precios y otras prestaciones.


Para más información, aquí les reproduzco la información dada por los organizadores en su entorno oficial de facebook:


"El Salón Manga de Jerez 2015 amplía su oferta de contenidos

El Salón Manga de Jerez, la convención de manga y anime más importante y reconocida de Andalucía, quiere anunciar una gran noticia, ahora que se acercan las fechas de celebración de su decimosexta edición.

Los gustos del público que asiste a nuestro salón han experimentado una evolución en los últimos años, y mientras en el pasado estaban más centrados en el manga y la animación que proviene de Japón, recientemente se han abierto a otras temáticas como el cine y las series de superhéroes, ciencia ficción o fantasía, los videojuegos o el cómic europeo y norteamericano.

Es por ello que el próximo Salón Manga de Jerez será un evento especial y único, ya que junto a él se celebrarán en el mismo recinto las convenciones Comic Con Spain y GamerCon, con la idea de ofrecer un panorama de entretenimiento aún más extenso y variado.

Comic Con Spain es una convención dedicada al universo del cómic, los superhéroes, el cine y las series de televisión, y GamerCon será un nuevo festival centrado en el mundo de los videojuegos y los E-Sports, tan en boga en los últimos tiempos.

Los seguidores del cómic, el manga, el anime, el cosplay, los videojuegos, el cine y las series de televisión tienen una cita ineludible con la diversión y el espectáculo entre los días 10 y 12 de abril en el recinto de IFECA (Jerez de la Frontera).

Estamos preparando una variada programación orientada a todo tipo de público y repartida por los más de 12.000 metros cuadrados del recinto que iremos desvelando en las próximas semanas. En pocos días comenzarán los sorteos semanales de entradas de Comic Con Spain y GamerCon, que se unirán a los sorteos en curso organizados por el Salón Manga de Jerez.

Salón Manga de Jerez + Comic Con Spain + GamerCon… tres eventos en el mismo recinto por el precio de uno. ¿Hace falta decir más? Os esperamos a todos.

Os recordamos que para cualquier duda, consulta o sugerencia, podéis contactar con nosotros a través de nuestros perfiles oficiales en Facebook, Twitter y Google+, y también podéis escribirnos a contacto@salonmangajerez.com"

Salón manga de Jerez... Sorteo de entradas hasta el 22 de enero



Se están como en años anteriores, sorteando entradas semanales para el próximo salón. Para más detalles:


http://salonmangajerez.com/sorteamos-entradas-para-el-salon-manga-de-jerez-2015/




Salón manga de Jerez... ¡Calentando motores!



Ya ha noticias de las fechas del próximo Salón Manga de Jerez, que se celebrará los días 10, 11 y 12 de Abril del presente año.

Para más detalles:

http://salonmangajerez.com/fechas-del-xvi-salon-manga-de-jerez-2015/


lunes, 19 de enero de 2015

Relato: El primer autobús de la mañana




El despertador sonó impertinente, repetidamente y con sorna, mientras despertaba a la dura realidad de una mañana que aún no había nacido. Con los ojos aún adormilados y el mal humor que acostumbra a invadirme cuando tengo que levantarme a esas horas vesperinas en las que todavía el sol está lejos de espabilarme, apagué el atronador sonido que me torturaba y procedí a encender el móvil, como tenía por costumbre hacer cada vez que tenía quedada con mi grupo de senderismo y debía comprobar novedades en la programación. Miré a través de la ventana mientras el teléfono se volvía activo y funcional, y una luna aún alta y luminosa inundaba el cielo despejado. El viento soplaba con fuerza, zarandeando las ramas más altas de los árboles que poblaban la acera opuesta de la calle donde quedaba mi vivienda. Observé que no había cancelaciones ni cambios en los horarios, así que me vestí con la ropa que había dejado preparada la noche anterior (noche, qué ironía, como si ya fuera de día) y me bebí un vaso de colacao caliente con los grumitos flotando en una nube oscura, burbujeante. Ultimé los detalles con rapidez y salí al frío aire de mediados de enero con la nariz enrojecida por el frío y las manos agarrotadas.
Una compañera de sendero me había asegurado que el primer autobús de la mañana salía los domingos a eso de las cinco de la madrugada, así que salí corriendo para coger el transporte urbano que me llevara al punto de encuentro desde el que partiríamos la porción del grupo que salía de Cádiz capital y extramuros, rumbo a un sendero boscoso que prometía cascadas de agua cristalina, profusa vegetación y secciones rocosas de piedras milenarias.
Esperaba ansiosa en la parada más cercana a mi vivienda, con el aire cortante como única compañía, mi palo de senderismo a un lado y la gran mochila azul descansando en el suelo al otro lado, infatigables compañeros de aventuras. Intentaba paliar el doloroso frío dando pataditas en el suelo con las gruesas botas y las manos debajo de las axilas, resoplando dentro de la bufanda revuelta en torno al cuello. Era insoportable, arreciaba con furia y no había marquesina ni recodo en el que guarecerme, ni siquiera parcialmente.
Entre bostezo y tembleque, empecé a notar que las gafas se me empañaban. Parpadeé repetidas veces con la vista nublada, intentando enfocar al fondo de la calle sin conseguir más resultado que una gran confusión. Una extraña bruma parecía avanzar calle arriba en mi dirección, a una velocidad de vértigo. Era una nube espesa, acaparadora, que ocultaba las ventanas de los edificios paulatinamente, deprisa, y las puertas oscuras, e incluso parecía tragarse la luz de las farolas conforme las envolvía a su paso. Me asusté un poco pero la neblina y la humedad son tan usuales en Cádiz que no terminaba de entenderla como algo extraño y ajeno a mi ciudad.
La humareda, pues era tan espesa que parecía humo solidificado, continuaba avanzando y me imaginé atrapada a su paso en un cuento de pesadilla, poblado de criaturas fantasmales… Un ruido de motor rompió el silencio de la calle y, mientras la bruma terminaba de envolverme irremediablemente, un conocido estruendo mecánico la acompañó conforme el espacio a mí alrededor se iluminaba con una mortecina luz amarillenta, decadente, que emanaba de un vehículo de aspecto impreciso, irregular, que aparcó delante de mí de una manera antinaturalmente brusca.
El interior se veía a medias, con los cristales rectangulares velados, sombreados con nudosos movimientos espasmódicos aterradores. El interior irradiaba luz, pero era una luz a medias, una luz apagada, no me era fácil describirlo. En realidad podría definirlo mejor como un conjunto de sombras, como reflejos en el fuego de siluetas deformadas, torturadas en el fragor de una batalla o una danza macabra.
Me asomé sin adelantarme y no veía conductor, no veía nada con claridad. Todo parecía como cubierto con una gruesa sábana apelmazada, y las sombras se percibían distorsionadas, macabras. Y el estruendo era ahora ensordecedor, con una furiosa cantinela pegadiza de fondo entre un mar de gritos, gruñidos y berridos. Incluso dudaba que no hubieran despertado a todo el barrio.
No sé si era la curiosidad o alguna fuerza externa irrefrenable, pero lo cierto es que todo mi ser me empujaba con insidia, casi tangiblemente, hacia el interior. Y tenía que aferrarme al suelo con todas las fuerzas de mis piernas para no avanzar, para no ser introducida en aquel lugar de pesadilla.
Me aferré a la mochila, que agarré con fuerza, pero aquella fuerza me arrastraba con ella. Sin poderme frenar. Me empujaba, me dolía. Afortunadamente, una farola se interpuso entre la puerta y mi paso, ni siquiera recordaba que estuviera ahí, pero me agarré a ella con los ojos fuertemente cerrados y gritando en mi interior para silenciar toda aquella algarabía infernal. Y no sé cuanto tiempo estuve allí, ni sé si todo aquello fue real. El caso es que desperté en mi cama a la hora convenida para coger el autobus, como de costumbre, y mi mochila seguía a medio hacer, mi palo de senderismo reposaba donde siempre… y varias huellas de lo que parecían dedos habían dejado magulladuras profundas en mis brazos.

Relato: El camino más corto





Siempre que voy al centro procuro elegir el camino más corto. De hecho, no elijo nada pues la elección ya está tomada. Cierto es que el camino más corto es el más indeseable pero en diez o quince minutos llego fijo a mi destino, de otro modo tardo más de treinta minutos y me resulta igual de tedioso. Mi itinerario habitual es una carretera de doble carril con una acera a cada lado y espacio para aparcar entre medias. Es un terreno vacío, flanqueado por altos muros blancos a ambos lados y se antoja abandonado y solitario. Incluso hay espacios de suelo de tierra y gravilla hacia la zona central, a uno de los dos laterales. Los muros son gruesas elevaciones lisas de ladrillo y cemento de unos cinco o siete metros, con la parte superior adornada en forma de arcos rellenos de figuras geométricas regulares a cada tanto, homogéneas y deterioradas. Uno de los muros linda con la zona de los astilleros de la ciudad, con el dique seco, y todo el entorno está repleto de naves industriales, edificios administrativos y grúas gigantescas mecidas por el viento. Pero es una zona casi desértica y rara vez se ve trasiego de empleados o personal entrando o saliendo. Es un espacio silencioso, desamparado, se diría que muerto salvo por el tipo de la garita de entrada, que queda a la mitad de la ruta y rara vez está a la vista. Frente a la entrada al polígono hay un espacio abierto en forma de semicírculo, dejando esa zona central de la alargada avenida en forma de glorieta segmentada, con dos semicírculos rajados como dos medias naranjas. No, mejor aún, como el símbolo de la señal de tráfico de Stop girado con el corte central horizontal y plasmado en el asfalto como una calcomanía.
A un lateral, como dije, la entrada a la zona portuaria con su correspondiente garita y dos accesos, uno justo a su lado sólo para personal autorizado, y el otro a un lateral más apartado para las escasas salidas que se producían al complejo, igual de infrecuentes que las entradas pero menos controladas y accesibles.
Esa pues, sin lugar a dudas, un camino aburridísimo, monótono y rutinario, rellenado sólo por el continuo trasiego de la circulación de los vehículos que utilizaban esa vía más rápida de acceso al corazón de la ciudad, esquivando así la avenida principal y el paseo marítimo, y sus numerosos semáforos y accesos peatonales.
Este era el camino que yo solía utilizar, más cómodo que ir por las frecuentemente abarrotadas calles principales, llenas de tiendas, aceras estrechas colapsadas y jardines marchitos. No me resultaba un itinerario atractivo aún cuando la soledad y el abandono de esta zona no invitaban al paseo y al disfrute del entorno. Pero sí podía estar segura de que podría disfrutar mejor por el camino vacío y seco, de mis propias reflexiones, ir a mi ritmo, regodearme con la música de mis auriculares y, en dos o tres canciones, no más, cuando menos me lo esperaba, sin interrupciones ni divertimentos, ensimismada entre ensoñaciones y dilemas, llegaba a casa casi sin darme cuenta, inmersa en mi propio mundo.
Y esa noche actué como de costumbre. Sabía que era muy tarde pero la oscuridad se me hacía acogedora. No estaba nada cansada y el paseo me ayudaría a aclarar algunas cuestiones que venían rondándome. Un rato a solas para dialogar conmigo misma e intentar sacar conclusiones sin distracciones externas me vendría bien.
El camino se veía, como era habitual, bien iluminado por altísimas farolas que me parecían futuristas y me recordaban a los invasores extraterrestres de la película La guerra de los Mundos, sobre todo los del remake de Tom Cruise, donde las alienígenas, gracias a las nuevas tecnologías informatizadas, se veían mucho más altos y amenazantes. Claro que éstas, que me eran reales, sólo se limitaban a iluminar mi silencioso camino a intervalos regulares y el único peligro que derivaba de ellas se podría deber a su falta de funcionamiento más que a un peligroso ataque aniquilador.
Caminaba sola, relajada. Me gustaban esos momentos de intimidad. Pensaba en la próxima celebración matrimonial civil de una buena amiga mía y de lo que todo ello conllevaba de gastos económicos y desgaste moral porque para mí eso de comprar vestidos, ir de tiendas a probarme zapatos o decidirme por el mejor maquillaje me resultaban tareas muy monótonas. No me gustaba arreglarme demasiado ni las parafernalias que rodeaban la ceremonia, demasiados formalismos. Además, me recordaba continuamente a la gente “non grata” a la que tenía que saludar, con la que tendría que charlar, y sonreír. Vaya rollo. Si pudiera librarme, pero era imposible. Marta quería que estuviera allí, casi me lo había suplicado puesto que sabía mi reticencia a acudir a estos actos y contaba con mi presencia sin admitir ni un “pero”. Así que no me quedaba otra. Y además tendría que ir sin pareja y responder con una sonrisa ante frases del tipo: ¿todavía sigues sola? Se te va a pasar el arroz. En fin, tendría que limitarme a ignorar los comentarios molestos y beberme tres copas para ver la vida de otro color.
No me importaba no tener pareja, había pasado un infierno tras mi ya lejana última ruptura y ahora estaba genial conmigo misma, en paz, aunque tampoco rechazaba propuestas a la ligera si bien era cierto que cada vez me resultaba más difícil ver todas las virtudes de los chicos sin detenerme especialmente en sus defectos. Y los veía todos. La edad debía haberme vuelto sibarita respecto a mis gustos masculinos. O eso, o todos los buenos estaban ya cazados.
Continuaba mi camino pensando en todo esto, intentando aclararme, con fastidio. Un par de veces titilaron las luces de algunas de las farolas más cercanas y se oían zumbidos como de avisperos al acercarme. No estaban tan pegadas y había zonas circulares claras y zonas más oscuras, y ni un alma. O eso creía hasta que ví, en una de esas zonas menos iluminadas, unos movimientos bruscos justo al lado de un coche rojo con sus tonos oscurecidos y sin brillos. No se veía bien pero al menos tres bultos debía de haber, tres personas, dos con seguridad y lo que parecía una tercera caída en el suelo en una postura forzada. Comprobé que eran tres cuando dos de ellos tiraban del tercero del pelo hacia atrás y forcejeaban en un inútil intento de meterlo en el coche, que ahora distinguía algo mejor y tenía las dos puertas que daban a la acera, la trasera y la de copiloto, de par en par para facilitarse la tarea.
Me imaginé con claridad la escena. Seguramente aquel pobre tipo, dudaba que fuera una mujer pero tampoco lo tenía claro, debía ser uno de aquellos indigentes, inofensivos por regla general, yo nunca tuve ningún percance, que se acurrucaban en los días de invierno entre dos coches de los que se sabían abandonados  y permanecían allí aparcados meses y meses, cada vez más deteriorados.
Y seguramente aquellos dos niñatos de mierda vendrían borrachos o en plan chulitos a divertirse a costa del pobre tipo. Incluso parecían querer llevárselo de paseo en el coche para hacerle gamberradas. Los muy cabrones se creían por encima de los pobres indefensos porque papá les daba pasta y les dejaba el coche para pillar y fardar con las chicas. Siempre era igual y resultaba indignante.
El individuo hacía aspavientos con las manos, intentando quitárselos de encima sin mucho éxito. Aceleré los pasos, no podía permitir aquello, esta vez seríamos dos contra dos, no se lo iba a poner fácil, y pensaba anotar la matrícula y llamar a la policía.
Empecé a correr con el bolso a modo de arma, sosteniendo con fuerza las asas largas con la mano apretada. Y mi bolso era grande, muy grande, y pesaba lo suyo. Decidida, corrí sin más ruido que el del retumbar de mis pasos, que no era mucho pues llevaba cómodos botines de piel con suela casi plana de goma, y el rugir de mis pulsaciones desbocadas.
A la vez que lograban medio levantar al tipo para proceder a introducirlo en el vehículo, cargué contra el más cercano, y con un tardío grito de guerra que no delataba mi posición hasta el último segundo, impulsé todo el peso de mi bolso contra su cabeza, ambos de espalda pero éste medio incorporado para tirar del tipo hacia su lado, y le aticé en la coronilla con un golpe ensordecedor. Pensé que el cráneo se le había incrustado de lo fuerte que sonó el golpe, tanto que me lastimé un poco el hombro y la muñeca izquierda, pero en ese momento de tanta tensión no sentí dolor alguno. Tenía la adrenalina cargada a tope.
El chico, ahora veía que era un hombre joven de unos veinte años, cayó al suelo hecho un ovillo, agarrándose la cabeza ensangrentada y gritando como un cerdo desollado, pataleando.
Abrí las piernas, me afiancé y esperé a que se volviera el otro y me atacara, pero el otro tipo, algo más mayor, me miró enloquecido, colérico, aterrado... ¿de mí? Tampoco es que fuera el ángel exterminador. Se me puso a gritar en un idioma desconocido y se me aflojaron las rodillas  ¿qué clase de idioma o dialecto era ese? No me sonaba ni a inglés, ni a francés, o ruso, o alemán. Nada ni remotamente conocido, era gutural y parecía salirle del estómago, diabólico.
Soltó por fin al hombre que seguía forcejeando en el suelo, cada vez más liberado pues ese tipo solo no podía inmovilizarlo por mucho más tiempo. Al poco acabó desistiendo, aflojó del todo a su presa y dio un salto hacia el costado, con soltura, metiéndose en el coche echo una madeja deshilachada. En menos tiempo del que se tarda en derretir un helado a pleno Sol en el capó de un coche en marcha, el extraño individuo cerró todos los pestillos del coche sin mirar siquiera a su compañero herido, me miró con un odio infinito mientras se acomodaba en el asiento del conductor, me señaló, pronunció una serie de palabras que agradecía enormemente no poder oír ni entender, segura de que me habían maldecido para toda la eternidad, arrancó el coche y salió disparado a una velocidad de infarto, derrapando contra el duro asfalto, dejando tras de sí unas profundas marcas de neumático que sin duda seguirían ahí para los restos.
Al parecer le era más grato morir accidentado que seguir allí un segundo más, que tipo más raro. No dejé de mirar el coche alejarse hasta que dobló al final del camino y se perdió tras el recodo. El peligro había pasado y el enfrentamiento no había acabado tan mal. Ahora a socorrer a los heridos y llamar a la policía. Mientras metía la mano en el bolsillo para buscar mi móvil, noté que todavía tenía el bolso fuertemente agarrado con la otra y me estaba clavando las uñas, asó que aflojé el agarre y por fin miré al suelo. Y lo que ví me llenó de terror.
El chico herido había parado de gritar aunque, concentrada como estaba en la huida del otro, desde momentos antes había dejado de escucharlo. Y el que consideraba un vagabundo desvalido gruñía y sorbía con la cara incrustada en el cráneo reventado del otro, abierto como una sandía caída de un quinto piso, y la ahora pobre víctima se agitaba febril, moribundo, pasto de una carnicería., una cena caníbal con tintes surrealistas. Ante mis ojos veía como el hombre al que estaba dispuesta a salvar, por desdichado e indefenso, se cebaba clavando sus dientes en la frente y la cabeza del otro y arrancando, despedazando, todo cuanto cupiera en su abertura bucal, que se me antojaba enorme, bocados abominables que cercenaban la carne y troceaban luego su contenido, con partes de cuero cabelludo y largas hebras de cabello incrustados entre los dientes.
Y al alzar un poco más su cara para mirarme de reojo y no perderme de vista, delatada por mis temblores y mis sollozos incontrolados, ví esa mirada enrojecida, demoníaca rodeada de una piel de un blanco cadavérico con grandes salpicones de sangre rojísima que le daban un contraste antinatural, imposible, y aún cuando la luz no nos daba de lleno, parecía refulgir con un resplandor níveo, fantasmal.
El choco dejé de convulsionarse y el tiempo parecía detenido. El tipo aquel monstruoso continuaba ahondando en la herida, incansable, insatisfecho, que era ya un boquete chorreante de sangre y fluidos, e incluso la pared cercana, blancuzca en otros tiempos aunque no exactamente limpia, se veía salpicada con pedazos de piel y materia viscosa, como gelatina, pringosa. Todo en la escena era sucio y asqueroso pero poco a poco iba saliendo de mi ensimismamiento, sobre todo al ver que ya había devorado casi todo el interior de la cavidad craneal y su mirada comenzaba a adquirir fiereza e incluso veía destellos de lujuria, gula. Era fue la palabra que me vino a la cabeza. Gula. La cena le había sabido a poco y casi la había acabado. Volví a apretar con fuerza mi bolso. Empezaba a pensar que no había atacado a las personas correctas. ¿Quiénes eran aquellos tipos? ¿Qué pretendían? ¿Agarrarlo? ¿Intentaban llevárselo en el coche? ¿Meterlo en él para encerrarlo y que no hiriera a nadie? Tenía que huir pero aquella cosa estaba en medio de mi camino y retroceder no tenía sentido. ¿A dónde iría? A esas horas estaba todo cerrado ya. Miré a la carretera. No venían coches ni vehículo alguno en ninguna dirección. Podría cruzar y correr, correr hasta casa y… claro, y sacar la llave del portar, meterla. Y mientras aquello esperaría gentilmente sin devorarme.
Tenía dos opciones más que quedaban en la misma dirección de mi casa pero antes de llegar a ella: el guardia de seguridad de la entrada a los astilleros y el parque de bomberos que hacía esquina con los jardines que habían inaugurado al lado del bloque de viviendas donde residía.
Volví a mirar a la carretera. El tipo siguió mi línea de visión y sonrió, sacando la lengua pastosa entre los dientes. Apreté más el bolso y aquella cosa abrió los brazos como para marcar más el territorio, arqueó la espalda y dobló las rodillas. Parecía a punto de saltar sobre mí y no me iba a dejar huir. No podía esperar más. Corrí hacía el camino de asfalto sin perder su contacto visual. Él sintió mis movimientos y saltó sobre el coche que había tras el que había huido. Iba tras de mí en diagonal, siseando y balbuceando sonidos incomprensibles, grititos gargantuescos de puro placer. Corrí y corrí más aún, pero nunca había sido ni ágil ni rápida. Grité y redoblé esfuerzos sin mirar atrás hasta que un peso desproporcionado cayó sobre mi espalda y me revoleó, golpeándome contra el suelo. Forcejeé y me giré, enloquecida. Mi bolso salió de mis manos disparado y quedó tirado lejos de mi alcance, tanto daba. Gruñí como poseída, le golpeé el rostro y en el hombro pero era escurridizo y fuerte, más de lo que esperaba. Luché con todas mis fuerzas por zafarme, machacándole el costado con la rodilla y pisándole la espalda y las piernas con los talones. Ahora siseaba con más fuerza, incluso en un tono que parecía de burla o risa. Eso me cabreó, parecía no sentir dolor. Golpeé más y chillé, ciega de rabia. Y luego aullé de dolor cuando me clavó los dientes en el hombro derecho cerca del pecho. Dolía de morirse, quemaba y no podía zafarme.
Y por encima de mis latidos, la quemazón, el asco y la sensación de unos dientes hurgando y desgarrándome la piel, oí un ruido ensordecedor, un derrape que me hizo rechinar los dientes y el atronador sonido ininterrumpido de un claxon. Un coche nos había dado el encuentro y nos estaba intentando esquivar como podía. Yo estaba aturdida, desorientada por las luces de las farolas y por los faros del coche que me deslumbraban. No sabía bien donde estaba. Pero la criatura aquella sí, y el peligro del vehículo casi atropellándonos lo hizo saltar a la seguridad de la acera y agazaparse tras unos coches aparcados. Me levanté tambaleante y entumecida, me acerqué a donde estaba el bolso sin recordar el coche ni a la gente que iría dentro. Agarré mi bolso, ahora con un asa rota, y corrí dando traspies, alejándome de toda la escena. Corrí carretera arriba. Y esta vez sí miré atrás, y ví al monstruo asustado, clavado en la pared sin entender nada. No sabía si había sido el estruendo del coche al parar bruscamente, o el claxon ensordecedor, o las luces delanteras que se clavaban en las pupilas, pero el monstruo estaba abrumado. Tenía que aprovechar la oportunidad.
Ni garita de seguridad ni nada. A casa. Corrí como nunca, me dolía todo. Me sujetaba el hombro, sangraba pero no era una herida tan terrible. Pasé frente a la entrada al complejo industrial, no parecía haber nadie. Ya estaba más cerca de casa. Unos minutos y a salvo. Volví a mirar atrás. Se movía. Se movía saltando por los coches, pero estaba lejos. Sí, lejos. Y al parecer estaba rabioso, aullaba enloquecido, me había perdido e iba a hacer todo lo posible por recuperarme. ¿Y el coche? Allí no había rastro de nada, habían seguido sin pararse. Mamones.
Vi el edificio del Parque de Bomberos. Era pequeño, gris. Y el patio estaba iluminado, como siempre. Habría gente. Había tres coches de bomberos aparcados junto a la entrada y dos coches particulares a un lateral del patio. Miré de nuevo hacia atrás. Me daba tiempo, no podía aminorar ahora. Seguí corriendo paralela ahora a la verja del parque, cerrado a esas horas. Y lo sobrepasé, un poco más... mientras doblaba la esquina y me apartaba el pelo empapado de la frente, alcancé a ver la puerta. Giré la cabeza y ví al monstruo atrás, más cerca que antes pero aún alejado, no me alcanzaría. Saqué las llaves del bolsillo, siempre llevaba el monedero y las llaves en los bolsillos por si me robaban. Gracias a las advertencias de mi madre. Y llegué. Metí la llave en la cerradura, temblorosa pero decidida. Giró con facilidad y entré y cerré tras de mí con un fuerte portazo. Pero no me paré allí. Incapaz de esperar a llamar al ascensor y que bajara, encendí la luz automática de las escaleras y subí los escalones de dos en dos, con el pecho ardiendo, sin aire. Tendría que ponerme más en forma. Me pesaban las piernas y sentía que tardaba una eternidad, no podía más.
Alcancé el tercer piso con facilidad, resollando, y me apoyé en la puerta. Tragué saliva, asfixiada, y dejé una fea mancha oscura con mis huellas en ella. Ya lo limpiaría. Abrí y cerré con fuerza tras de mí. Por costumbre y esta vez por temor, metí la llave de nuevo ya en el interior, le dí dos vueltas para echar el cerrojo y la dejé colocada de lado. Otra sana costumbre de mi madre.
Entré sin encender las luces. Crucé el pasillo y miré por la ventana del salón. Las farolas de la calle y de la plazoleta que había enfrente iluminaban toda la zona. Todo estaba tranquilo, todo parecía haber sido fruto de mi imaginación, si no fuera porque…
Auh!, aullé de dolor y me tapé la boca para no despertar a mis padres. Si no fuera por la pequeña herida del hombro que achicharraba la carne por dentro. Me dolía la cabeza, el pecho, las piernas. De buena gana me daría una ducha pero asustaría a mis padres. Debía llamar a la policía. Pensando en llamar abrí la parte baja del mueble del salón, uno de sus cajones, y saqué agua oxigenada, algodón y una caja de tiritas de esas grandes que vienen en una pieza para recortar al tamaño deseado. Limpié la herida, no era para tanto pero dolía de morirse y lo mismo necesitaba puntos, ya iría al día siguiente al consultorio médico a que lo revisaran. Una vez desinfectada, cogí la tirita y me la coloqué entera. Me tomé un ibuprofeno que saqué del mismo cajón, fui al fregadero a lavarme la sangre y, entre temblores y fiebres, me acosté en la cama a oscuras.
Tenía mareos y todo me daba vueltas. Yo misma me decía que era normal, que estaba en shock y temblaba sin control. Pero la sensación era rara. No pensaba en mi atacante, ni recordaba ya que debía llamar a la policía. En mi malestar sentía que deliraba, con el cuerpo espasmódico y la mirada fija, perdida en las formas que la escasa luz de la calle que se colaba entre las tablas de la persiana recreaba en el techo, viendo más allá de ellas cómo resplandecía ante mis ojos el hermoso y vibrante líquido rojo que fluía de la cabeza quebrada del tipo muerto en el suelo. Y no pude evitar relamerme el exceso de saliva que se me desbordaba por las comisuras de mis fríos labios.



Relato: Azufre y rosas





Sé que nadie ha creído nunca mi historia, pero no por eso voy a dejar de contarla tal y como me pasó, pues supuso un antes y un después en mi forma de pensar y de ver las cosas. Por supuesto, jamás se lo conté a mi madre para que pudiera dejar atrás su dolor y pudiera seguir adelante.

Mi abuela María vivió toda su vida en el Barrio del Pópulo, cerca de la reja del denominado Callejón del Duende, un lugar antiguo y mágico en pleno centro de la capital de Cádiz. Cuando mi madre cumplió diecinueve años, conoció a mi padre, se casaron y se fueron a vivir a Asturias, donde nació mi hermano a los dos años y yo a los siete. No sé qué pasó entre mamá y la abuela, supongo que alguna desavenencia por la boda o por el novio escogido, pero lo cierto es que se llamaban poco y con tiranteces, y se visitaban todavía menos. No sé cuál de las dos era más testadura, pero sé que la situación les hacía daño, sé que mamá lloraba a escondidas en algunas ocasiones.
La abuela María falleció víctima de un ataque a la puerta de su vivienda, de un robo chapucero y miserable con escasas pretensiones pero gravísimas consecuencias. Unos chicos se escondieron, le dieron un susto para robarle el monedero cuando salía a primeros de mes para hacer la compra en La Plaza, el Mercado central de la ciudad y se resbaló con la mala fortuna de que se golpeó la cabeza con un escalón después de rodar escaleras abajo. Todo muy desafortunado.
Llamaron a casa cuando volvía de la escuela. Yo fui la que cogí el teléfono pero no la que recibí la noticia, ya que preguntaron por mi madre y, sin darle importancia a la llamada, le pasé el teléfono y me fui a mi cuarto. Cómo lloraba, como se agarraba al teléfono cuando recibió la noticia.
Con reticencias, dos semanas después aprovechamos un puente de vacaciones de cuatro días y bajamos a Cádiz a tramitar cosas del entierro y del seguro de defunción, y a visitar la casa para ver qué había de interés. Mamá estaba devastada, jamás la había visto tan hundida. Y cuando entramos al piso, en un edificio oscuro y  ruinoso de losas desgastadas, el aire se me bloqueó en el pecho y me sobrevino una arcada. Olía a moho, a libro viejo, a decadencia, era asqueroso. Papá se adelantó mientras esperábamos cerca de la entrada y encendió la luz, una luz amarillenta y opaca que sombreaba los muebles ajados con formas desagradables. Descorrió cada pesada cortina y abrió una a una todas las puertas y ventanas, y con la luz del día y el Sol entrando a raudales los bultos imprecisos adquirieron otras tonalidades más agradables y firmes. Mamá entró temblorosa, con los ojos enrojecidos por el llanto y las pisadas indecisas, sobrepasándome y adentrándose hacia la sala y los dormitorios interiores. El suelo era de un gris deslustrado, con algunas losas sueltas que producían un extraño tintineo al ser pisadas. Y las paredes eran horribles, empapeladas con gruesos papeles de colores apagados, con dibujos de rombos psicodélicos que apenas tenían ya formas concretas en algunos lugares más elevados. Si incluso tenía un televisor antiguo, de esos grandes como de madera que había visto en algún documental o película antigua, con un botón grande y redondo a un lateral y una gran protuberancia a modo de barrigota hinchada en la parte posterior. Era tan ancho y grueso que la pantalla se veía ridículamente pequeña ante tan inmenso cuerpo abultado.
Entré un par de pasos, trastabillando un poco al pisar en terreno irregular y me dio por pensar que lo raro hubiera sido que no hubiera muerto la abuela al pisar de mala manera una de esas losas sueltas.
Junto a una silla de madera repleta de marcas de polillas, había un pequeño altar que me resultó raro, feo, con fotos de dos niñas pequeñas, unas viejas y manoseadas, y otras más nuevas y a color: éramos mamá y yo, rodeadas de estampas de santos, rosarios y velas a medio usar. No me resultó agradable verme allí en medio, entre tanta suciedad y fanatismo.
Me di cuenta que la puerta se había quedado abierta y me di la vuelta para cerrarla, y al alcanzar de nuevo la entrada, una sombra cruzó el descansillo exterior, justo antes del lugar por donde la abuela había pisado por última vez antes de resbalar por los desgastados escalones. Salí insegura, mirando a los lados. La luz era clara y precisa, el Sol golpeaba fuerte y aún así había visto algo. Miré a ambos lados, nada de nada. A un lado, a ras de suelo, algo negro, muy negro me devolvió la mirada con unos amarillentos ojos entornados. Era un gato. Un gato muy negro, muy feo y muy sucio con mirada maliciosa, que agitaba la cola orgulloso y altanero, mirándome desafiante y curioso. No le di más importancia al asunto, suponiendo que era el movimiento del gato lo que me había despistado desde un principio, y volví hacia el piso, y ahí fue donde noté una presencia.
Bueno, no es así exactamente. Digamos que algo me atravesó. Sentí cómo tiraban del estómago hacia fuera desde dentro, y los pulmones se me separaron un poco. Era una sensación extraña, no dolorosa pero bastante molesta. Se me arqueó la columna un poco y me vino un fortísimo olor como a azufre o a podrido, o a ambos a la vez. Y otra fuerte arcada y hizo recordar, con un regusto agrio, el desayuno que habíamos tomado en una venta poco antes de llegar a la ciudad.
Debo decir que fue un larguísimo instante muy desagradable, pero lo que sucedió después me hizo cambiar de opinión. Un zumbido se alojó bruscamente dentro de mi oído, que se fue haciendo preciso hasta oir unas palabras muy claras en un tono inequívoco de mujer mayor, con un claro acento andaluz, que me dijo: bendigo en alma de mi amada nieta.
Y toda sensación de desasosiego y deterioro se alejó de mí, se separó de mi cuerpo en dirección a la casa, que todavía permanecía con la puerta abierta. Me sentí renovada, cómoda… feliz. Una extraña calidez inundó mi cuerpo y el ambiente se llenó de un fresquísimo olor a rosas. Sentí calor, sentí amor, sentí todo el cariño de mi abuela volcado en mi interior.
Entré en la casa y cerré la puerta con una sonrisa en los labios, una sonrisa que siempre aparece cuando recuerdo aquel momento.
No juzgo a mi madre, las cosas pasan y a veces no son fáciles de solucionar, y sé que se perdonaron y que se quisieron con locura y aún guardo en una caja las viejas fotos y algunas pertenencias que me traje aquel día como triste recuerdo de una abuela amorosa aunque desgraciadamente desconocida.

Hola a todos y Feliz Año con muuuucho retraso

Pues eso, he estado tan ocupada con las fiestas y otras cosas que he dejado un poco abandonado el blog. Bueno, de un poco nada, totalmente abandonado. Pero ya estoy aqui de nuevo con los relatos atrasados y otras novedades que tengo pendientes. Saludos a todos y empezamos el año con 19 días de retraso.