Páginas

lunes, 25 de noviembre de 2013

Relato zombie: El monstruo de esta historia

Aquí tenéis otra de esas historias tan divertidas y amenas, como siempre... jejej. Disculpad mi dejadez con el blog pero últimamente tengo poco tiempo libre para actualizarlo. Bueno, os dejo con el relato.







La habitación es fría y oscura. Noto bruscos temblores en la base del estómago y me palpita la cabeza con el dolor más fiero que sentí jamás. Si la masa encefálica me hubiera crecido al doble de su tamaño y pugnara por desparramarse por las cuencas de los ojos y por las fosas nasales, seguro que no me dolería tanto.
Me encuentro encerrada en una estancia estanca, con apenas una pequeña puerta de acceso de medio metro de alto, firmemente atrancada, que a su vez dispone de una abertura alargada al centro por la que me suministran periódicamente unos jugosos batidos de un fluido espeso, espumoso, algo amargo y áspero, que al tragar con fluidez me inunda de un reconfortante calor, que se esparce desde el esófago a todos los órganos corporales, revitalizándome al instante y paliando parcialmente mi implacable migraña.
La habitación tiene exactamente veintiocho manos de largo por veintisiete manos de ancho, medida que había repetido y comprobado durante lo que me parecieron horas por mera distracción, así que el cálculo es inequívoco, y eso teniendo en cuenta el fuerte dolor que me provoca el mero hecho de estirar las manos por entero para usarlas a modo de regla. No sé si es por la humedad pero siento los dedos agarrotados y rígidos. Los de los pies me crujían al andar. De hecho, todo me crujía al andar, en desagradables chasquidos secos.
A veces me siento enloquecer. A ratos dormito de pie, porque recostarme me suponr una horrible tortura y en una de las primeras ocasiones en que recuerdo intentarlo, me costó una eternidad alzarme desde el suelo liso y frío.
No hay asientos ni cama ni mesa ni repisas. Ningún saliente interrumpe mis paseos en derredor ni mis innumerables recuentos del tamaño del lugar. Intento buscar ranuras, irregularidades, salientes, pero nada. Y el techo queda demasiado elevado como para intentar adivinar su ubicación.
¿Y todo ello para qué? Me refiero a que no ganaba nada con tanto cálculo y tanta búsqueda. Me siento débil, dolorida y no podría haber corrido ni un paso, me hubieran atrapado nada más pisar el exterior del cuarto, eso si hubiera tenido fuerzas para empujar la puerta que se percibía segura y muy pesada. Y además hay otra razón para distraer mi atención. Bueno, en realidad son tres las razones que me paralizan.
La primera y más acuciante: el hambre. Jamás había sentido esta agonizante sensación de vacío, y no sólo en el estómago sino en todo mi cuerpo. Siento la garganta reseca y rasposa por el desuso. Las venas de las piernas y los brazos se palpan hundidas, huecas, y la piel mi pica por todos lados, rugosa y costrosa.
Aquel caldo que me traían y del que desconozco los ingredientes me revitaliza apenas unos minutos, sólo me proporciona escasos momentos de lucidez y cordura, y luego recaigo en mi oscuridad, en mi espiral de pesar y dolor, aún más adentro si cabe.
Otra de esas mencionadas razones es el profundo abismo de olvido y decadencia que me consume. Sólo cuando me tomo aquel brebaje tengo atisbos, flashes de lo que adivino como mi vida pasada. Son deliciosos destellos luminosos, fotogramas vivientes entre la oscuridad absoluta de aquellas cuatro paredes. Pero ni la amnesia ni el hambre me confunden como lo hace el hecho de que no produciera excrementos. Cierto que apenas consumía alimento, y sin duda eso debía frenar mi fabricación de ornas o heces. Pero es que no había nada. ¿Cuánto llevaría allí encerrada? ¿Semanas? ¿Meses? Muchos días, muchísimos, eso con seguridad.
Y ni un atisbo de secreción. No fabrico orina, ni una sola vez había tenido el mínimo escape, ni he padecido un solo o mínimo dolor intestinal ni descomposición de ningún tipo. Y no sólo eso: no tengo mocos, no impregno mi piel ni un ápice de líquido corporal ni sudor. Bien es cierto que poco ejercicio realizo, pero nada. A pesar de que llevaba lo que me parecía una eternidad en la más completa penumbra, sé que mi cuerpo no funciona con corrección. Algo grave me ocurre. Algo muy grave. Incluso he probado repetidas veces a llorar, he procedido a tocarme la pupila de los ojos con los dedos pero no hay líquido ni molestia ni parpadeo, tan seco está como el resto de mi cuerpo, seco y quebrado. De no ser por el impreciso y débil haz de luz que veía colarse brevemente por el recuadro por el que me suministraban mi escaso refriguerio, podría pensar que mis ojos están secos como el higo, tan podridos como las uvas caídas. Pero no, he llegado a ver un parpadeo azulado a través de la rendija, y una mano enguantada y temblorosa introduciéndose hasta dejar el alto cuenco sobre un asidero que se plegaba al interior nada más retirar el peso depositado en él, y luego volvía a plegarse al acercar el cuenco vacío para tragárselo sin contemplaciones y dejar de nuevo la superficie suave y regular.
Intento gritar. Llamar la atención. Golpear hasta astillarme el hueso de la mano. Y nada. Oigo los golpes y esa especie de graznido que emite mi garganta pero no exteriorizo ni voz ni sonido mínimamente inteligible.
No soy capaz de adivinar si la entrega de mi sustento la hacen con regularidad, supongo que sí, y si eso es ciertamente así, y si no he errado en mis estimaciones, llevo aquí
 la friolera de doscientos treinta y seis días.
Doscientos treinta y seis días de locura y soledad. Intentaba contantemente no pensar en ello, dando vueltas despacio y sin rumbo alrededor del recinto. Tras mucho rato así incluso he llegado a pensar que en el suelo se debería estar formando ya un camino desgastado entre las lozas del suelo.
Hoy todo está, como era habitual, en completo silencio. Sólo acierto a escuchar el arrastrar de mis pesados pies, descalzos. Estoy totalmente desnuda y noto las costillas apretadas contra la piel que la rodeaba, y siento un metódico vaivén, el de mis pechos colgantes sin vida. No noto mi respiración, otra cosa que me inquieta, y mi escasa alimentación me ha dejado al límite de mi peso mínimo. Tengo la piel fláccida en el vientre, debo haber tenido sobrepeso en otra época, y el pellejo colga como un bolsillo raído. Y el de mis brazos también, bamboleándose al compás de mi lento paseo. Mi cabello es otro dato a destacar, escaso y enmarañado, también se ondea al ritmo de mis movimientos y se engancha en las costras de mis hombros huesudos.
Intento concentrarme en mi físico para no dar rienda suelta a mi imaginación, que lucha por correr hacia mis recuerdos perdidos o a mi triste situación actual.
No quiero pensar cuánto tiempo seguiré así, cuánto llevo y cuánto me queda. Ya lo hice de nuevo, ya volvía  pensar. No quiero hacerlo. Me clavo de nuevo las largas uñas retorcidas y astilladas en la frente y reavivo mi dolor con un grotesco gruñido que me deja la garganta al rojo vivo. Así el dolor me distraerá otro poco.
Oigo un ruido a mi espalda. Es nuevo, un click puntual y nada. Y un poderoso haz de luz penetra en la habitación. Por último, un susurro y unas pisadas que acaban a lo lejos con un fuerte portazo.
Me vuelvo y me encojo a la vez. La luz es infernal y me daña los ojos. A pesar de ser una pequeña rendija, ilumina todo. No distingo bien el lugar, mis ojos no enfocan y noto por primera vez otro rasgo extraño de lo que llamo mi nueva condición física, y es que la piel de alrededor de mis ojos permanece inmóvil y me es imposible pestañear. Gruño y me esfuerzo pero no se cierran ni un poco. Quizá por eso veo borroso, porque no puedo refrescarlos. Es igual.
Avanzo despacio hacia la puerta, curiosa, ansiosa por alcanzarla en mi pasmosa lentitud y temerosa de lo que pudiera esperarme al otro lado o de que me cerraran la estrecha abertura incluso antes de alcanzarla.
Arrastro los pies entre rugidos y resuellos, los tobillos no me responden bien. Me empujo con las manos en la pared y llego a la puerta jadeante. Recuerdo que temía que mi escaso peso y mis nulas fuerzas físicas me impidiesen salir pero, muy al contrario, sólo con apoyar la mano y dar un ligero empujón, la puerta se desliza sola y se abre de par en par sin protestas. Un torrente de luz me ilumina y me ciega.
Tardo minutos en apartar la mano y acostumbrarme a la luz y al aire fresco. Me sobreviene un fuerte mareo y grito en vano por mi lentitud de adaptación. Veo peor ahora, me pinchan los ojos. Me vuelvo y repaso el lugar donde permanecí cautiva tanto tiempo. Mi cuerpo impide que la luz entre por completo en el recinto y se recorta una gran sombra con mi silueta que lo inunda todo. Aun así, veo por fín las grises losas que lo cubren todo. Grises y llenas de inmundicias. Lo único que me sorprende es un gran espejo negro que cubre casi todo un lateral pero que al tacto no se detectaba. Curioso.
Me doy la vuelta pero sólo encuentro un espacio abierto frente a mí con dos asientos alargados a cada lado y un pasillo a cada lateral que mi vista me impide acotar. Con una mano a modo de visera oteo el contorno pero no saco más en claro. Oí una puerta cerrarse cuando abrieron la mía, o eso creo, así que alguna salida debe de haber cerca. Si pudiera pensar con claridad, pero es como si la sangre que debiera circular por mi cuerpo, lo hiciera sólo por delante y detrás de los ojos, punzando con intensidad. Y la luz, esa luz tan incisiva que proviene de los fluorescentes del techo, me quema las pestañas. Sigo avanzando a trompicones, con los músculos todavía entumecidos, levantando apenas la cabeza para ocultarme de la intensidad luminosa. Busco una puerta, una salida, un cambio en el decorado, hasta que mis manos palpan un filo irregular en la pared. A duras penas intento enfocar entre explosiones de dolor hasta dar con un pomo circular y, aunque tengo problemas para girarlo porque me cuesta flexionar los dedos y agarrar el frío acero, consigo accionarlo y empujar la puerta. Intento hablar, a ver si hay alguien que me responda y me ofrezca ayuda, pero sólo articulo un gemido nasal impreciso.
Tras la puerta imperan las sombras y un ligero alivio se aleja de mis ojos lastimados. No está oscuro del todo y aquella escasa luminosidad es apaciguadora. Hasta que no termino de abrir la puerta no veo lo que hay al otro lado, y en mala hora.
Nada más terminar de entornar la puerta observo con horror aquella cámara de pesadilla donde se desata la locura. El olor es nauseabundo, repugnante. Todo está impregnado de espesas salpicaduras negruzcas de fluido vital. De inmediato, una luz rojiza llena la sala y una estridente alarma inunda el lugar, todo el edificio. Bramo de dolor por lo que veo y por las sacudidas que me provoca aquel sonido dentro de mi cabeza. Grito colérica de impotencia.
Hay camillas por todos lados, desperdigadas. En la más cercana hay un tipo delgadísimo, en los puros huesos, parece un cadáver desenterrado tras su completo proceso de descomposición. Está cortado por la mitad. Mejor dicho, sólo está la mitad superior y sus órganos intestinales se desparraman por la camilla y rebosan hasta colgar por los lados. No debería tener órganos y restos internos cuando del exterior casi no queda nada, pero así es. Y lo peor es que, si no estuviera amarrado, y aún estando a trozos, sigue luchando con los brazos extendidos hacia mí, y parece implorarme ayuda con los ojos huecos, vacíos, y la boca desencajada. Al enfocar la vista un poco mejor, algo más acostumbrada al rojo intermitente de las múltiples luces de emergencia que parpadean furiosas, veo otra camilla junto a la pared más cercana con el resto de aquel individuo, y patalean sus piernas, impotentes pero incansables.
En otras camas similares hay varias manos de distintas tonalidades y pelambre, todas humanas y todas alfileteadas como las mariposas disecadas con sus coloridos marcos de madera, sólo que éstas se agitan frenéticas buscando algo a lo que afianzarse.
Todo aquello es insano, monstruoso.
Suena un pitido estridente seguido de una serie de interferencia sy chisporroteos, y una voz delicada y femenina pero taladradora indica con claridad y sin emoción que el sujeto veintiseis ha entrado en la sala de experimentación. De inmediato, la luz roja se apaga y la alarma queda silenciada por fín. Aquel silencio supuso un gran alivio, un alivio demasiado breve.
De inmediato, la sala se ilumina con la misma intensidad blanquecina que reina en el pasillo del que procedo, cegándome por completo de nuevo. Toda la pared frontal se revela como un gran cristal transparente y varios indivduos con túnicas blancas, jóvenes veinteañeros en su mayoría, observan desde su posición de seguridad de detrás del cristal cómo varias personas vestidas con gruesos trajes similares a los de los astronautas entran por la puerta por la que había accedido a la sala y por otra similar que hay al lado opuesto de la habitación, y se acercan para agarrarme, cautelosos, entre gestos lentos y voces susurrantes pero firmes que, en mi aturdimiento, no alcanzo a comprender. Hasta que observo mi reflejo brumoso en el cristal. Estoy escuálida, con la poca carne que aún conservo hecha jirones, colgante y ennegrecida. Eso que veo en el cristal a duras penas se parece a mí, pero sin duda soy yo, un yo de pesadilla, venido a menos. Un yo como los que yacían a trozos en las camillas.
Rujo enfurecida y eso parece intimidar un poco a los tipos que se acercan, pero no dejan de aproximarse y yo apenas si puedo mantenerme en pie.
Forcejeo con ellos cuando me acorralan e intento morderles y arañar con mulo éxito. Me amarran a una de esas camillas, sucia y reutilizada. No dejo de dentellear, creo que nunca dejaré de hacerlo sin nada a mi alcance a lo que dar un mordisco.

A saber cuánto llevo así, mutilada, muerta sin descansar en paz. Ya no tengo brazos, ni dedos, y creo que ni cuerpo, no lo sé bien porque no puedo alzar la cabeza para comprobarlo.
Y a pesar de todo, lo que veo cuando los miro es odio y hambre, a partes iguales, y que sin dudar les desgarraría la carne y me comería sus entrañas. Y aún así, pienso que realmente yo no soy el monstruo de esta historia.

sábado, 9 de noviembre de 2013

Relato La Luz Del Faro En Navidad

Sé que es un poco pronto pero se me ha ocurrido este relato navideño, y lo subo algo antes de la fecha pero bueno, más vale antes que después, digo yo.... Espero que os guste.





Me contaron una vez una historia, de esas que van de boca en boca y nunca encontramos a sus protagonistas originales, variando en todo menos en lo esencial.
En este caso el protagonista era Alan, un niño de once años que tenía que viajar a Cádiz por primera vez por Navidad para pasar las fiestas en casa de sus abuelitos, ya que éstos se encuentraban muy mayores y no estaban en condiciones de hacer tan larga travesía.
Alan venía de Toledo en coche con sus padres, y el niño se pasó aburrido e impertinente todo el viaje, fastidiado por no poder pasar esos días en casa e invitar a sus amigos y primos cercanos, hasta que vió el cuarto que le han preparado. Era el antiguo dormitorio de papá y aún conservaba casi todas sus cosas. Nunca había pensado en la posibilidad de que su padre hubiera sido más joven e incluso niño como él, aunque hubieran fotos que lo atestiguasen, pero no se le parecían así que no debía ser él, o sí, daba igual.
Llegaron a última hora de la tarde, y al asomarse por la ventana del cuarto o por la contigua del salón, podía ver una larga avenida de dos carriles llamada Campo del Sur, con una ancha acera a un lateral que daba a un hermoso mar gris verdoso, ahora anaranjado conforme el Sol desaparecía por el horizonte y desparramaba parte de sus últimos y desesperados destellos a su alrededor.
Pero lo que más le maravillaba era la potente luz intermitente, como una estrella mareada, que despedía el faro que coronaba un largo sendero de piedra vieja y gastada que partía a la playa de La Caleta en dos (bueno, una y media, pensaba riéndose). Era un destello blanquecino e hipnotizador.
Tuvieron una cena animada llena de besos, buenos deseos y… sobre todo, muchos dulces y adornos rojos y dorados. El árbol de Navidad de casi metro y medio de alto, que había junto al mueble del televisor del salón, tenía una estrella de purpurina plateada arriba del todo, y Alan se imaginaba que el faro de La Caleta sería parecido pero gigantesco. Era su árbol de Navidad particular.
Se acostaron tarde. Alan estaba nervioso porque los abuelos le prometieron un estupendo regalo de Papá Noél, y sus padres le recalcaron que, si se portaba bien en la noche, lo mismo tendría más de uno.
Desde su cama veía, aintervalos, la portentosa luz del faro colarse a raudales entre las finas cortinas blancas  y pensaba en barcos y piratas cuando consiguió caer en un sueño profundo hasta que un fuerte golpe lo despertó sobresaltado.
Los abuelos le habían dicho que, al no tener chimenea (en su casa sí que tenían), Papá Noél entraría por la ventana del salón, asíq ue Alan pensó que esa sería su oportunidad de verlo. En su casa ponían la alarma por las noches y no podía bajar las escaleas sin activarla, pero allí no había ni lo uno ni lo otro.
Salió del cuarto de puntillas y descalzo para que nadie lo oyera y cruzó el pequeño pasillo hasta la amplia sala. Con las cortinas descorridas, el faro se veía en todo su esplendor y su luz se colaba hasta en los últimos rincones, cuando no se iba y dejaba el lugar prácticamente a oscuras.
Alan se asomó con cuidado con el estómago encogido y las pulsaciones a mil. No vió nada. Esperó que la luz terminara el giro y volviera a iluminarlo todo. Definitivamente allí no había nadie.
Salió del todo, sin reparo, seguro de estar solo allí, y cruzó la estancia hasta el árbol de Navidad pensando encontrar algún paquete con un envoltorio bonito y su nombre escrito sobre él con letras claras e inequívocas, pero el sitio continuaba tan vació como cuando se acostó. Miró el reloj de encima del mueble del televisor, eran las doce y media, apenas había dormido media hora. Era temprano aún.
Decepcionado, se asomó a la ventana a admirar ere escenario que tanto le maravillaba. Ese mar que ahora brillaba negro como el horizonte en un todo sin distinción, que cuando se veía iluminado aparecía salpicado de matices y reflejos plateados. Era hermoso.
Pegado con la frente y la nariz al cristal, no se había dado cuenta del frío que hacía hasta entonces. Y al apartar la mirada hacia un lateral del edificio, cuando la luz del faro se proyectó sobre el lugar, pudo ver a un ser espantoso que le observaba agazapado en el muro vertical, como un cangrejo encogido. Lo vió apenas un segundo. La fachada era gris y se cernía sobre ella como una sombra podrida, contaminando la zona. Era grande pero no mucho más corpulento que el propio chico, con la spatas o brazos a modo de araña pero no parecía tener más de cuatro o seis extremidades.
No vió más, salvo que llevaba a su espalda lo que parecía una descomunal joroba o un gran bulto deforme, que si no le hubiera sonado a chiste, hubiera pensado que era un saco abultado lleno a rebosar. Y sus ojos, un par de ojos redondos y amarillos, casi dorados, sin párpados, que le miraban sin pestañear como si fueran los ojos de cristal de un muñeco grotesco.
Tras un breve momento de sorpresa y pavor, Alan reculó aterrado y huyó hacia su cuarto. Corrió todo lo que pudo, se metió en la cama y se tapó hasta la cabeza, hasta que el cansancio ganó la partida y se quedó dormido.
Por la mañana se despertó fatal, cansado, pero cuando entró en el salón y se espabiló, pensó que sólo había sido un mal sueño. Debajo del árbol tenía tres cajas de distintos tamaños y colores con su nombre en etiquetas sobre cada uno de ellos. Olvidó por un instante su extraña aventura y corrió hacia los regalos, hasta que vió el cristal de la ventana por la que se había asomado la noche anterior.
Nunca sabría si lo que había pasado había sido real o no, pero en el cristal permanecían con claridad las huellas de sus manos y, al centro, un punto ancho donde apoyó la nariz para observar la bonita luz del faro. ¿Sería aquella cosa un emisario de Papá Noél, un verdadero monstruo peligroso o fruto de la pesadilla más realista que hubiera tenido jamás?

viernes, 1 de noviembre de 2013

Manga Hechiceras, de Daisuke Igarashi. Reseña Tomo 2

El domingo 12 de Mayo de 2013 (podéis pasar a leerlo si queréis) puse la reseña del primer tomo de este manga. Hasta ahora no me he leído el segundo, ya iba siendo hora, así que aquí os completo lo que os debía.

POr fín acabé el segundo y último tomo del manga Hechiceras, de Daisuke Igarashi. Debo decir que me ha gustado más el segundo que el primero.

Contiene 2 historias largas y una pequeña al final.

La primera historia es Petra Genitalix. Es el nombre de una piedra que queda incrustada en la cabeza de un astronauta que sufre un accidente y viaja con él a la Tierra. La piedra es mágica, es una piedra de vida y hace que todo se reproduzca a su alrededor hasta el punto de que lo que brota de ella, al no saber sobrevivir por sí misma, se pudre y muere, marchitándolo todo. La hechicera Mila deberá unir su destino al de la piedra, y su pupila Alicia, aprenderá una gran lección de todo ello.

La segunda historia se llama El ladrón de canciones. Es la historia de Hinata, una chica que roba un dinero para irse de vacaciones y escapar de su vida vacía. Conoce a una chica que la invita a ir a una isla muy especial donde se pondrá en contacto con la naturaleza y conocerá la música de la vida. Sólo hay una condición, si saca algo de la isla, aunque sea un grano de arena, será castigada con el olvido.

La última minihistoria es la de una niña que va a la playa de detrás de la isla donde vive a buscar a su gato perdido... pero esa no es una playa cualquiera.

Ya era hora de que completara esta reseña, tenía el tomo ahí abandonado y ni me acordaba de él.

No es una gran obra quizás, pero te da que pensar...